miércoles, 7 de julio de 2010

22/10 - OBSERVACIONES DE UN HOMBRE MAYOR

22/10

Observaciones de un hombre mayor


Una de las grandes ventajas de irse haciendo uno mayor –nada de viejo, ¿eh?-, es que al irse aumentándonos las distancias intergeneracionales, la perspectiva desde la que se enfocan las cosas, y sobre todo las personas, especialmente las pertenecientes a la importante casta política de cada momento, nos permiten una más clara y detenida visión, también audición, y por consiguiente una más acertada crítica. Quiero suponer que también desapasionada y hasta imparcial.
Me veo obligado a recordar a mi buen amigo Polidoro, hombre él de conocimientos enciclopédicos, con “sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia”, tal como reza su esposa todas las noches, al encomendar a nuestros políticos a la misericordia divina, más que nada para que los mejore y no les deje caer en la tentación, amén.
Bueno, pues Polidoro rechazó a lo largo de su vida varios cargos políticos que se le ofrecieron en distintas ocasiones, siempre alegando que “no estaba preparado suficientemente” para desempeñarlos, prefiriendo seguir trabajando honradamente desde su oscuro anonimato, sin meterse en camisas de once varas que quizás pudieran sentarle mal, pensaba él, aunque -creo yo, que le conozco-, que no peor y más holgadas de cómo a más de uno, de los que ocuparon los cargos por él rechazados, se les vio luego que les sentaban ellas, las camisas o el cargo.
Cuando ese pase de modelos, de camisas de diversos colores, o de cargos de diversa entidad, se contempla desde un mismo nivel, o incluso desde un plano cronológico inferior, apenas se distingue o advierte cosa alguna, como no sea el más o menos desenvuelto verbo del oficiante para moverse en el escenario de su representación. Algunos hay que optan por llamarlo, en vez de desenvuelto verbo, desparpajo, y algunos otros, todavía una cosa peor.
Pero cuando, como decía al principio, la distancia intergeneracional entre espectador imparcial y político en activo, sobre todo subido éste más en su soberbia y retribuciones que en sus conocimientos y logros, cuando esa distancia se va haciendo casi enorme entre uno y otro, entonces se asombra aquél –el espectador, el de mayor edad-, de que la casta política carezca en absoluto de sentido del ridículo.
No voy a negar que hay, como en todas partes y en todo grupo, una serie de excepciones a esa regla –más que regla, opinión personal de quien escribe-, excepciones que nos hacen reconciliarnos con el conjunto de ellos, de la casta política, si prescindimos de analizarlos uno a uno.
No voy a señalar a nadie, líbreme Dios de ello, que no soy amigo de inferir ofensas, por muy fundadas que pudieran estar las opiniones manifestadas. Y, vive Dios, que algunas lo están.
En la carrera política, de más fácil y llano acceso que, por ejemplo, las de ingeniería, medicina o física, por citar alguna de las muchas que requieren esfuerzo, se debiere dar cabida a todo aquel que llegare a ella movido por verdadero espíritu de servicio, que, en realidad, es lo único que justifica su existencia, la del político.
Si vivir es servir, como alguien acertadamente decía, figúrense ustedes qué será gobernar, actividad que requiere –aparte de unos conocimientos previos y sólidos-, una dedicación poco menos que completa, un olvidarse de sí mismo y pensar en los demás a todas horas. Si no se gobierna con esa capacidad, dedicación y entrega, sino más bien improvisando, pensando en el medro personal y suculento, entonces pobre del pueblo gobernado.
No pretendo yo, ni tanto saber, ni tanto sacrificio en nuestros gerifaltes, pero sí –sobre todo en aquellos que se autodenominan de izquierdas-, que obren con arreglo a las ideas que dicen tener y nos predican a troche y moche, que una cosa es predicar y otra cosa, vivir ajustándose a lo que se predica.
Hablando de esa manifiesta divergencia entre lo predicado al contribuyente y lo aplicado por el predicador, o los predicadores, a sí mismos y a los suyos una vez se hacen con el poder y aseguran su economía, me decía Polidoro, en uno de nuestros paseos medicinales, de ahí, de esa divergencia, viene la creciente desconfianza hacia ellos, esos arribistas que se apresuran a vivir como jamás lo habían soñado, como nos predicaban que sólo viven “los que son de derechas”, con buena casa, buen servicio doméstico, educando a los hijos en acreditados colegios extranjeros, etc., etc., aunque eso sí, sin apresurarse éstos, los políticos, a hacer lo posible por adquirir mayores conocimientos que los que tenían al comienzo de sus respectivas carreras públicas. Para algo están los socorridos y bien retribuidos asesores, a los que Polidoro reconoce todo su valor, si no fuera –como él me dice-, por eso de que sus asesoramientos pueden estar viciados ab initio, bien por la adulación, bien por el temor de perder la canonjía si se asesora en contra de los que de ellos se espera. Ministro hubo al que sus disidencias respecto a su superior, le costaron el cargo. Es muy humano, dice Polidoro, en su afán de disculpar siempre al prójimo.
Tornando a lo que decía al principio, lo del ridículo papel que algunos gerifaltillos –y gerifaltillas-, ofrecen al contribuyente, bien en sus poses de iluminados, bien en su pobre discurso, bien en sus escasos logros, venimos ambos en coincidir que puede ser injusto juzgarlos duramente. Nadie es perfecto en este puñetero mundo, aunque algunos crean lo contrario al mirarse en el espejo. En eso consiste la vanidad, en esa falsa creencia y firme convencimiento de lo listo y bonito que uno es. Por eso es tan delicada y espinosa la misión del Gerifalte Primero, porque dentro de ella está la de elegir correctamente, con acierto, a sus segundones, sean estos ministros o portavoces, o lo que sea. Lo de la culpa in eligendo no se la quita nadie. No hablo de la in vigilando, puesto que considero que si hubiese elegido bien a sus segundones, sobraba la vigilancia a ejercer sobre éstos.
Y cuidado que es difícil erigirse en juez de nuestro prójimo, sobre todo si además de prójimo –en el buen sentido de la palabra-, es correligionario, al que se elige por ignorados motivos, más que por acreditados saberes y capacidades. Si hubiere oposiciones, algún día, a ministro, subsecretario, portavoz, etc., etc., seguramente nos iría mucho mejor. Pero mientras las designaciones sean digitales, a golpe de dedo, la culpa in eligendo recaerá inexcusablemente en ese Elector Supremo o Gerifalte Primero, supongo que iluminado por Dios, que como Dios hizo al crear la Tierra, hace surgir a sus elegidos, no pocas veces, de la nada.
No nos queda otra cosa que decir, sino que Dios nos proteja y ampare -a nosotros-, y a ellos les perdone.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 18 Mayo 2010


(Public. en www.lacodosera.com el 23-05-10)
(Id. en www.valde-moro.com el 23-05-10)
(Id. en www.esdiari.com el 31-05-10)

martes, 6 de julio de 2010

21/10 - INANE COMENTARIO A CICERÓN

21/10

INANE COMENTARIO A CICERÓN


No, no ha sido la casualidad, ni el azar, sino la mano de una buena y culta amiga salmantina, Alicia González Mallo, la que me ha enviado una cita de Marco Tulio Cicerón (año 106 a 43 a. de C.), que debieran conocer todos nuestros ilustres políticos, empeñados ellos en gobernar nuestras vidas, sin habernos demostrado antes que son capaces de gobernar sus casas, y mucho menos de conseguir hacerlo bien.
Públicamente te doy las gracias, amiga Alicia, que no todos los días se recibe un correo de este tipo y nivel, antes bien, lo corriente es que sean antagónicos a éste, más bien chungos y deleznables, y no cito ninguno, no vaya a ofenderse alguno de mis amables y espontáneos corresponsales.
Dice Marco Tulio Cicerón que: “El presupuesto debe equilibrarse, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada, y la ayuda a otros países debe eliminarse para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado”.
Lo asombroso no es lo que decía Cicerón, sino el que lo dijera en el año 55 a. de C., hace la friolera de 2.065 años, y que además parezca escrito ayer, totalmente aplicable lo dicho a nuestras actuales circunstancias, por lo visto tan malas como debían serlo entonces. Es ello demostración evidente de nuestra escasa capacidad de superación, de que seguimos siendo el mismo burro, que sigue tropezando con los mismos políticos, quiero decir con las mismas piedras. Perdón.
Cicerón contaba 51 años de edad, la suficiente para haber acumulado una sólida experiencia y haber sido testigo de más de un desmán de sus coetáneos políticos, pues visto está, leyendo lo que nos dice, que ya por entonces tampoco andaban las cosas por muy buenos caminos, que también el presupuesto estaba descuajaringado –como el nuestro-; que el Tesoro tenía más telarañas que denarios u otra cosa equivalente –como le ocurre al nuestro-; que la deuda pública se había disparado –igual que la nuestra-; que los encargados de la administración pública –los funcionarios que dice él-, estaban descontrolados, y que encima, estando inmersos en esa precaria situación económica que agobiaba a Roma, aún había que ayudar a países extraños –como nosotros ahora a Grecia-. Todo eso, amén de que gran parte de los ciudadanos vivían a costa del Estado, no de su trabajo, situación a la que se habían acomodado, desentendiéndose de todo y olvidándose hasta de trabajar, incluso de cómo se trabajaba, unos por voluntad propia, pero los más, como sucede ahora, seguramente obligados por el paro, por no encontrar trabajo y tener que cobijarse bajo el manto protector de las ayudas públicas, tan cortas en ocasiones, que les dejaban los pies fuera y helados.
Obligado es hacer comparaciones, por odiosas que éstas sean, y concluir que nos hace falta un nuevo Marco Tulio Cicerón, para repetir y gritar sus viejas y sabias palabras a nuestros mandamases, visto que no han perdido vigencia y lozanía aquéllas, ni han cambiado los desastrosos modos de gobernar de que usan éstos, iguales o parecidos a los de aquellos gobernantes coetáneos ciceronianos. Como dice mi amigo Polidoro, unos y otros, al final, todos iguales. ¡Eso es lo malo de la política! Que, generalmente, no hay donde escoger, por mucho que mires en torno. Y al final, se tiene uno que conformar, aunque sea renegando, con una nueva edición que no es sino copia de la primera. Y menos mal si no es peor.
Polidoro tiene la teoría de que toda crisis sobreviene cuando la masa de dinero circulante es inferior a la masa de dinero atesorado, atesorado por unos cuantos, se entiende, a los que nada basta para saciar su avaricia, como si encerrasen dentro de sí la esperanza, cuando no la ilusoria certeza, de ser ellos eternos. También dice él, Polidoro, aunque no es filósofo, que eso, esa avaricia desmedida, de que hace gala y ostentación nuestra casta política y la ralea económica directiva de bancos, cajas y grandes empresas, es cosa muy humana. Y debe tener su razón, ya que, por lo que vemos que nos dice Cicerón, la cosa viene de lejos. Tal vez, incluso, hasta de antes de la invención del dinero, cuando imperaba el trueque. Siempre habría algún cacique y malnacido que quisiera tener para él todas las cabras o todo el grano de la tribu, sin tener remordimientos de conciencia al ver famélicos al resto de los tribeños, valga el neologismo.
Y lo grande es que nos quieren hacer creer, nuestros actuales jefes de tribu, que somos un pueblo civilizado y encima democrático. Eso de democracia me huele, por mis remotos conocimientos del griego -donde “demos” significaba pueblo y “cracia” equivalía a dominio o poder-, a gobierno del pueblo, o por lo menos para el pueblo. Ya sabemos que algunos políticos acotaron el primitivo significado y dejaron establecido que democracia es el gobierno para el pueblo, “pero sin el pueblo”, incluso alguno hay que piensa que lo más alejado posible del pueblo.
Pues bien en ese gobierno democrático -nos mienten también-, todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y obligaciones. Supongo que se refieren al derecho a nacer –con las limitaciones del aborto provocado voluntariamente-, y la obligación de morir, de la que nadie se libra, aunque los ricos y poderosos parecen olvidarse de ella, de esa obligación, con su conducta avariciosa.
Pero de ahí no pasa la igualdad. Por ejemplo, nosotros, los simples mortales, necesitamos haber cotizado treinta y tres años de trabajo para tener derecho a una pensión de jubilación, en muchos casos insuficiente a nuestras necesidades. ELLOS, y fíjense que lo escribo con mayúsculas, en señal de respeto, no por chunga, se han acortado desorbitadamente ese plazo de cotización, e incluso algunos hay de entre ellos a los que parece suficiente haber tomado posesión del cargo, aunque cesaren al día siguiente, para tener derecho a una suculenta pensión vitalicia.
Mires donde quieras, a derecha o izquierda, da igual, una cosa es la que nos predican a los simples mortales, y otra muy diferente es lo que ellos se aplican para sí y los suyos. ¿Igualdad? Que me la claven en la frente, me contesta Polidoro al oírme formular la pregunta.
De todos modos, si teniendo a Cicerón entre ellos, no fueron capaces de enderezar el rumbo de aquella nave del gobierno romano, ¿qué vamos a hacer nosotros, sin Cicerón alguno que nos señale el rumbo cierto que debe tomar la nuestra?
No es desconfianza lo que nos embarga en estos momentos –dice Polidoro-, es descorazonamiento, o sea pérdida de esperanza e ilusión, como dice el diccionario de la RAE que debe interpretarse esta palabra.
Y algo de asco también, le contesto. Tal vez esté equivocado en mis apreciaciones, pero me siento defraudado por la casta de mandamases, en activo o en expectativa de serlo, da igual. Qué Dios y ellos me perdonen, que no hay ofensa en mis palabras, tan sólo absoluta desconfianza. Y eso, vive Dios, no es por mi culpa.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, a 14 Mayo 2010

P/S.- Días después, ayer, 16-5-10, recibo igual correo de mi otra dilecta y culta amiga, Pilar Pascual Vicente, también salmantina. Gracias, pues, también a ti, amiga Pilar, gracias. Que Dios os lo pague a ambas.-J.Mª.H.T.- Salamanca, 17-5-2010


(Public. en www.lacodosera.com del 17-05-10)
(Id. en www.esdiari.com del 24-05-10)

lunes, 21 de junio de 2010

19/10 - DE LOS JUECES Y LAS REPROBACIONES

19/10

DE JUECES Y REPROBACIONES


Últimamente he recibido alguna invitación, a través de internet, de gente para mí desconocida, para que me uniera al coro de voces que clama en defensa de un determinado juez y reprobara junto con ellos, con los que así se manifiestan en calles y plazas, pancarta en alto y flameando banderas, a aquellos otros jueces que encausaron al primero como consecuencia de unos actos supuestamente reprobables que algunos le atribuyen y al que piensan juzgar. El que le condenen o no, dependerá –creo yo-, de lo que resulte de la prueba, como no puede ser por menos.
A todos los que me hicieron tal invitación hube de contestar lo mismo, que siendo abogado, aunque ya jubilado hace muchos años, siempre sentí un profundo respeto por la justicia, en cuyas actuaciones entiendo que no se debe de entrometer nadie y a la que es forzoso otorgar un amplio margen de confianza. Que por eso mismo me era imposible unirme al coro de voces discordante con ella, con la justicia, y pasar a formar parte de esa respetable masa de ciudadanos que, seguro que cumplidamente enterados de los hechos que al juez se le atribuyen, es decir de si realmente sucedieron o no, se atreve a poner la mano en el fuego por él, y, ya de paso, condenar a unos respetables jueces, a un docto tribunal, por el atrevimiento mostrado de enjuiciar a uno de sus compañeros, de cuya inocencia responden los manifestantes callejeros y aquellos otros que lo hacen adhiriéndose por internet.
Tal vez sea deformación profesional, no lo sé, pero puedo decir que durante muchos años de ejercicio y de actuación ante la justicia, pisando los juzgados, jamás me atreví a dudar de la rectitud de ninguno de los jueces que tuve que tratar, de alguno de los cuales goce de su amistad y confianza, y a ninguno de los cuales me atreví a reprobar –siquiera fuese íntimamente-, por no haber estado ellos en alguna ocasión conforme con mi tesis defensiva, pronunciando una sentencia que me era adversa, perjudicando con ello a mi cliente. Eso de reprobar un juez o todo un tribunal por temor a que la resolución que dicte nos vaya a ser adversa, no es de recibo, sobre todo teniendo en cuenta que si la resolución nos fuere favorable, no habría pega o reparo alguno que ponerle. ¿No es cierto? Incluso dirían que qué listo y justo era el juez que no les había defraudado en sus esperanzas. Fuesen éstas justas o descabelladas.
Comentaba yo, con mi amigo Polidoro, esto de las invitaciones recibidas para unirme al coro de manifestantes, y me sorprendió el escueto comentario que éste me hizo al respecto.

Jamás, que yo recuerde –me dijo-, me he unido o secundado manifestación callejera ninguna, a favor o en contra de nada ni de nadie. Entendí la Justicia, con mayúscula, como la primera de las tres instituciones del Estado, muy por delante del resto de poderes, entendiendo que no debe interferirse jamás su labor instructora, ya que, de lo que de ella resulte, dependerá el contenido de sus sentencias. Y la buena marcha y consolidación del Estado democrático. Y el grado de confianza que debemos tener en éste.

Me sorprendió Polidoro, en esto como en tantas otras cosas. Yo, como él, también confieso que, ni en tiempos de la oprobiosa, recuerdo haber salido a la calle con pancarta alguna. Me limité siempre a vivir de acuerdo con mis ideas liberales, que me obligaban a respetar a los demás y a creer en la existencia y probidad de unos jueces, sin atreverme jamás a enjuiciar a mi prójimo, sobre todo si carecía de datos veraces y suficientes para ello. Como simple contribuyente mi obligación estaba en trabajar; como ciudadano, en respetar las leyes; como hombre, a secas, en intentar amar a mi prójimo, por difícil que a veces se me hiciera. Creí que con eso bastaba para hacer Patria.
En esa línea trato de mantenerme, y por ello me merecen igual consideración y respeto, tanto el juez encausado como sus juzgadores, tanto cada uno de los manifestantes a favor del primero, como quienes no les secundan en el empeño, quedándose en casita. No soy nadie para ponerme a juzgar a mi prójimo. Del que además desconozco todo. No tengo abierta instrucción y carezco de datos ciertos y testimonios fiables como para comenzar su enjuiciamiento, pues, y como decía Margaret Drabble, escritora, “Cuando nada es cierto, todo es posible”. O, como se dice en Andalucía, preferible es vivir pensando que “tó er mundo é güeno”. De despegar algún día una pancarta públicamente, sería para propugnar la comprensión mutua, el encuentro entre todos los hombres, su entendimiento a toda costa, el amor sin límites,
Tuve la suerte de conocer en Ávila una serie de jueces que me resultaron inolvidables, por su rectitud, por su saber, por su prudencia, de los que mucho aprendí Permítaseme recordar aquí a alguno de ellos, como modesto homenaje a su memoria, tal como Don Manuel del Ojo, Don Argimiro Domínguez Arteaga, Don Ildefonso García del Pozo, Don Francisco Vieira Martín, entre otros muchos. De Fiscales ejemplares, tampoco estuvimos los abogados abulenses desprovistos. Baste recordar a Don Narciso Ariza Dolla, Don José García-Puente y Llamas, o Don Fidel Cadenas, con cuyo trato me enriquecí y de cuyo saber hacer y estar, aprendí mucho. Han pasado tantos años, que no sé que será de ellos, de algunos, de los más jóvenes entonces, cuando marcharon de Ávila, a otros Juzgados o Audiencias. De otros, tengo la amargura de saber que ya no están con nosotros. Es ley de vida.
Lo que quiero decir al recordarlos ahora, es que no concibo a ninguno de ellos, no sólo no habiendo jamás prevaricado, sino ni tan siquiera haber incurrido en pecado venial alguno.
No conozco a ninguno de los jueces que se reprueban, ni tampoco al juez encausado, cuyas actuaciones se esgrimen como justificación de las callejeras manifestaciones populares, y son objeto de acres comentarios salidos de boca de políticos varios, alguno de los cuales estaría más bonito callado, pero sigo creyendo en la Justicia y en la rectitud de sus servidores. Ojalá pudiere decir lo mismo del resto de las personas involucradas en este guirigay, las más de ellas inocentes, simples actuantes de buena fe, pero hábilmente conducidas en tropel, pancarta en alto, defendiendo actuaciones que desconocen e intereses que les son ajenos por completo.
¿Qué estoy equivocado? Pues pudiere ser que sí, no lo niego. ¿Y por qué no? Somos humanos. Como también pudiere ser que el equivocado sea el de la pancarta, no el que la hace y entrega a otro, sino el que la enarbola. Que el inductor de esos actos multitudinarios, ese siempre sabe, si no de la función, sí del interés que tiene en ella.

José María Hercilla Trilla
Ex-Decano del I. Colegio de Abogados de Ávila
Salamanca, 27 Abril 2010



(Public. En www.esdiari.com , del 3-05-2010)
(Id. en www.lacodosera.net del 16-05-10)

martes, 8 de junio de 2010

18/10 - OTRA VEZ EL BILINGÜISMO EN POLÍTICA

18/10

Otra vez con el bilingüismo en política


Estoy seguro de haberme referido con anterioridad a esta “grave preocupación” que embarga a nuestra casta política, resuelta la cual –la grave preocupación, no la susodicha casta, que esta no hay quien la resuelva-, se supone que todo empezaría a ir sobre ruedas en esta piel de toro, o en esta “pell de brau”, que igual da una cosa como otra. “Vusté ja m’entend”.

Hay que reconocerles que se esfuerzan lo indecible para demostrarnos que son justas sus retribuciones, acomodadas a sus altos merecimientos, al par que profundos saberes. Y no digamos patriotismo, que ese les revienta por las cinchas. ¡Pero que cachondos! Usted me perdone la expresión.

De nuevo vuelven a la carga del pluri-lingüismo en las Cámaras, esta vez creo que intentando implantarlo en el Senado, como si no estuviese ya éste lo suficientemente trastocado por las ideas, amén de intereses regionalistas o autonomistas, como para pretender ahora trastocarlo aún más con el lenguaje, cada uno hablando a su aire, esperando epatar al colega que no conozca su particular jerga y se admire de la innata sabiduría del orador de turno, tal como le sucedía al portugués, aquel que se admiraba de que en Francia todos, desde niños, supieran hablar francés. El Senador extremeño, pongo por caso, quedaría boquiabierto al oír expresarse en perfecto catalán a su colega barceloní, diciendo éste aquello de “setze jutges menjen fetja d`un penjat….”, aludiendo por ejemplo a que ahora, en esta pluscuamperfecta democracia (¿dónde está ella?), tal “menjaduría de fetja” no sería permitida. Se diría mi paisano cacereño, echándose las manos a la cabeza: “Jamás creí que ese colega fuese tan inteligente, que hasta habla en catalán con evidente soltura y desparpajo”.

Con esa admiración mutua, asombrados de oírse hablar, cada uno en su regional gabacho, se aumentaría el aprecio, respeto y consideración entre ellos, y hasta podría conseguirse cierto nivel, aunque no fuere mucho, de rendimiento en su trabajo en bien de la comunidad nacional, la que les mantiene. Tal vez, un día, decidieran ponerse a trabajar en asuntos serios, de los que verdaderamente nos preocupan a los contribuyentes, tal como el paro, la corrupción, etc., etc.

Al surgir alguna duda, en cualquiera de ellos y sobre cualquier asunto, podría uno decir: “Preguntadle al colega gallego, que es un sabio, tal como habla en su lengua”. Desde luego, no iban a preguntarle a mi paisano, cacereño él, que será senador, pero no sabe gallego, el pobre, ni tampoco otras lenguas de esta España nuestra.

En aquel Mahón de mi lejana infancia, donde, tal como hacía el niño nacido o llevado a Francia, que aprendía francés sin darse cuenta de ello, y además lo dominaba con correcto acento, yo, en Mahón, me hice bilingüe, sin darme cuenta de ello, usando indistintamente una lengua u otra, el castellano o el menorquín, sin que nadie pudiera adivinar mi nacencia extra-insular por causa del acento de mis palabras menorquinas. Ahora, cuando oigo a algún político hablar en catalán y presumiendo de catalanismo, con un acento castellano que no se lo quita nadie de encima, que da repelús, no puedo por menos de sonreírme. A este que digo, no me lo imagino hablando en la Alta Cámara en catalán, pues se expondría a que algún senador, chungo él, le dijere: “Habla en castellano, colega, que se te ve la oreja; es lo tuyo, y se te da mejor”.

Perdón, que me he ido por las ramas. Estaba recordando mis años menorquines, cuando oí a mi padre decirme aquello de que “el sentido común es el menos común de los sentidos”. Seguramente me estaría llamando la atención por alguna de mis muchas locuras, que no eran pocas, aunque de escasa entidad. Recuerdo cuando puse alfileres en las sillas, con asiento de anea, en la Iglesia de Santa María, con destino a las nalgas de los devotos fieles que acudían a oír misa. Afortunadamente, para los fieles, fui descubierto en mi faena por el sacristán y entregado por el párroco a la jurisdicción paterna. De ahí esa admonición, aparte de un cachete, que me endilgó mi padre sobre el sentido común y su escasez en el hombre común. Y entonces, también en mí, aunque todavía no llegaba a hombre.

Cuan lejano ese día, y sin embargo no lo he olvidado jamás, ni el discurso, ni tampoco el cachete que me gané con mi “travesura”. Nada tiene de extraño que cada vez que veo agitarse a un político para, al final, salirnos con una “boutade” –por decirlo finamente-, me viene a la memoria el recuerdo de mi padre y sus sabias palabras sobre lo escaso que es el sentido común en el común de los hombres.

Lo hablaba con Polidoro, mi buen amigo, recordando la oración que reza su santa esposa, pidiendo a Dios “que los políticos tengan sentido común, a falta de inteligencia; acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia. Con eso nos conformamos, Señor, Dios nuestro. Amén”

En una de esas locas cabecitas que Dios les ha dado, de pronto, surge una idea, y sin más, sin pensar las consecuencias de todo género que puedan derivarse de su aplicación, se emperran en aplicarla y además inmediatamente, a ser posible. ¿Puede haber algo más ridículo, amén de disparatado, que una reunión de trescientas personas, todas ellas -sin excepción-, conocedoras de una misma lengua común, y que además dominan a la perfección, empeñadas en hablar cada una de ellas en su particular idioma -y con su peculiar acento casi todas, excepto contadas excepciones-, exigiendo además la intervención de una serie de intérpretes, bien retribuidos, por supuesto, para que traduzcan lo hablado en aquel guirigay, aumentando los costos de personal y dilatando innecesariamente los tiempos de discusión de cada uno de los problemas que sus señorías tienen la obligación de resolver?

Además, no olvidemos que los intérpretes conocen –se supone-, cada una de las lenguas de su especialidad, generalmente en su versión culta o académica, pero en ocasiones pueden desconocer ciertos giros “no académicos” o ciertos eufemismos usados en el habla corriente de las gentes, y también por los senadores, que siguen siendo corrientes, aunque algunos lleguen a senadores. Que de menos nos hizo Dios.

Yo, como cacereño de nacencia, aunque mahonés de crianza, habré de rogar al senador de mi vasta región extremeña que exija la presencia del “castúo” en los debates de la eficiente y docta alta Cámara. Que no va a ser menos mi Extremadura que Cataluña, o Galicia, o Vascongadas, o Asturias, pongo por caso. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Para que sepa España entera, como decía el eximio poeta Luis Chamizo, en su “Miajón de los castúos”, “como palramos / los hijos d’estas tierras, / porqu’icimos asina: -Jierro, jumo, / y la jacha y el jigo y la jiguera”.

Si viviere mi padre, hombre recto y sabio, y tuviere que reprender –como hizo conmigo-, a tantos cabezas huecas y sin sentido como viven en y de la política, y ello de uno en uno, para más eficaces logros, recapacitaciones y arrepentimientos de los amonestados, tendría que hacer muchísimas horas extraordinarias. Y además, seguro que lo haría gratis total, no como los intérpretes de sus señorías, que nos costarán un ojo de la cara.

Se dice que el coste de la traducción no bajará del millón de euros. Lo justo, me dice Polidoro, es que quien quiera un capricho se lo pague de su propìo bolsillo, o séase, que se lo descuenten a los señores senadores de sus nóminas, no que tengamos que pagárselos nosotros, los sufridos y cansados contribuyentes.

Porque está visto, señores, sigue vigente el antiquísimo dicho que asegura que “el sentido común es el menos común de los sentidos”, por lo menos en ciertas castas y ambientes.

Una mica de serietat, Senyors. No vulgueu ara fer allò que no pasaba, fins ara y en moltas ocasions, de comic, sempre que s’escoltasi amb esprit lliura e independent, no vulgueu fer-ho ara també ridicol, y no mes que per ganas d’emprenyár-vos els uns als altres. No sigueu caps buids.

(Animus ridendi, scriptum est. Que no está en la nostra ánima l`emprenyament a ningú. Ho juro)


José María Hercilla Trilla
(Pentalingüe, sin presunción alguna, más bien de
casualidad, como otros muchos)
Salamanca, 25 Abril 2010


(Publ. En La Codosera, el 2-05-10,
y en Es Diari el 10-05-10)

martes, 1 de junio de 2010

17/10.- REFLEXIONES EN VOS BAJA

17/10

Reflexiones en voz baja


Quisiera poder gritar a plenos pulmones que vamos por buen camino; quisiera aplaudir a los mandamases de que disfrutamos, pero me es imposible. Al revés, lo que opino, forzado a ello por lo que veo, es que estamos siguiendo un muy equivocado y tortuoso sendero, un camino que no puede conducirnos a buen puerto.
Nadie me crea agorero, ni tampoco pesimista. Siempre enfoqué la vida con valentía y con esperanza de salir ganador de ella. Pero cuando en ese afán de superación no va uno solo, cuando salir adelante no depende tan sólo del propio esfuerzo, sino que se va acompañado de otros muchos millones de personas, de conciudadanos dirigidos y sometidos a una política divergente, obligado a pasar por donde todos pasemos, y viendo además que en vez de progresar todos, es decir la nación en pleno y paralelamente todos, gobernantes y gobernados, lo que está sucediendo es la división y escisión de los ciudadanos en clases, entre ellas la de ricos y pobres; la de izquierdas y derechas; la de los ocupados y la de los parados, ésta cada día más numerosa e imparable en su crecimiento; la de los que creen en la justicia y la de los que abominan de ella; la de los que sueñan con una Patria única y grande, y la de quienes la quieren fragmentada y dispersa, en porciones independientes las unas de las otras; la que es partidaria de olvidar agravios pasados y mirar con ilusión y esperanza hacia el futuro, y la de quienes siguen pensando en castigarlos, mirando obstinadamente hacia atrás, sin capacidad de olvido y perdón; la de los que viven más que holgadamente, dedicados ellos a atesorar riquezas, y la de los que tienen que hacer filigranas para llegar a fin de mes; la de los que viven –o malviven- con el sudor de su frente, y la de quienes triunfan con la suciedad de sus manos, etc., etc.
Siempre hubo clases, ya lo sabemos, pero creo que jamás las diferencias entre ellas fueron tan señaladas. Y tan injustas. Aparte de injustificadas, a estas alturas.
Como siempre pasa en épocas de confusión social, también ahora surge en el ciudadano reflexivo la idea del Estado Utópico, la añoranza de ese Estado en el que no hay sino perfección por todas partes, y sueña con esos gobernantes que no sólo se preocupen de hacernos posible la vida, sino que también cuiden de hacernos felices. Lo malo es que el logro de ese ideal de perfección no es propio de nuestro estado de seres humanos. Desde que el hombre es hombre, no ha habido grupo social que lo consiga; ese anhelo sigue –y seguirá, no nos engañemos-, siendo un sueño.
Al hombre se le permite, en el mejor de los casos, engañándole previamente con el falso latiguillo de que es libre y vive en democracia, se le permite –digo- hasta pensar libremente, pero nada más. Piensa, sí, pero obedece, parece ser la consigna. Seguramente la de siempre.
En cuanto al obrar, por mucha libertad que nos pregonen, poco podemos hacer para adecuar el mundo real en el que vivimos, al libremente soñado por nosotros en nuestros momentos de euforia mental. Los gobiernos, éste, ése y aquél, todos, sin excepción, aunque dicen concedernos libertad, lo cierto es que no nos conceden poder, que cada día nos sentimos más reglamentados, más controlados, más estrechamente cercados en nuestra individualidad, de la que no podemos gozar sin pasar por las horcas caudinas de la omnipotente y omnipresente reglamentación, sin inclinarnos delante de una ventanilla en solicitud de la oportuna licencia o del engorroso documento administrativo, que ni se da al primero que llega, ni tampoco sin el preceptivo desembolso.
Ni soy anarquista –aunque de buena gana lo sería si creyera en la efectividad y bondad de esa doctrina-, ni simpatizo con las varias otras que hoy están en uso, que de poco nos sirven a los ciudadanos para lograr nuestra felicidad. Ninguna de ellas. Aparte de que los afiliados a los distintos partidos viven en total descuerdo con lo que nos predican a los demás. Aquellos que nos dicen, de que la felicidad no está en lo que se tiene, sino en cómo eres, no pasa de ser una falacia más de las muchas que se reparten a diario y gratis total, para consuelo del incauto contribuyente.
En la vida íntima de cada sujeto, cabría admitir ese aserto, que diferencia el tener con el ser, además de la primacía de este último verbo sobre el primero. Pero no así en la vida real en sociedad, donde –los dirigentes los primeros-, nos demuestran con su ejemplo que es mucho más importante lo que se tiene, que lo que realmente es cada uno de ellos. O cómo es, o lo que es, incluso hasta lo que sabe. No cabe ya dudar de la vigencia del dicho clásico que afirma que “Tanto tienes, pues tanto vales”. También cabría decir: tanto nos cuestas. Que no es lo mismo lo que cuesta algo que lo que realmente vale, como sabe toda sufrida ama de casa.
En estos momentos podremos presumir de muchas cosas, de muchos avances técnicos, de muchos adelantos, pero seamos veraces y confesemos que en cuanto a ética –e incluso también a estética-, de poco podemos vanagloriarnos. Vuelvo a mis clásicos y trato de consolarme –consuelo de tontos-, de que así viene sucediendo a través de los años, de todos ellos, desde que el hombre vive en sociedad.
No es que admita como incontrovertible cuanto nuestro viejo amigo Platón nos dejó escrito, buena parte de ello muestra de sus inquietudes al respecto de estos problemas de conducir a los hombres por un recto camino y bajo la dirección de un gobierno de sabios, de filósofos, como él dice. Otros antes que yo, y por supuesto también más inteligentes que yo, por ejemplo Erasmo –con quién no oso compararme-, hacemos notar que no es precisamente un filósofo el hombre ideal para dirigir el gobierno de una nación, y que quienes lo intentaron la condujeron al mayor de los fracasos. Ni siquiera, creo yo, que sea necesario un gobierno de sabios, aparte de la dificultad de encontrarlos en el momento y número oportunos. Intentó Platón hallar solución a los problemas de la vida en común, empezando por proponer la selección, educación, pruebas previas de aptitud, y final elección de la clase dirigente, pero fueron tantos los cabos que dejó sin atar, o que se negaron a anudar los que veían como se limitaba su desaforada ambición de poder, que seguimos como si Platón –y con él otros filósofos prudentes-, no hubiesen existido, ni nos hubiesen dejado por escrito el valioso tesoro, resultado de sus cavilaciones.
El Estado platónico, a poco que cavilemos, no tiene cabida en una sociedad de hombres libres, que no admitirían jamás la servidumbre a que se verían sometidos si un día se intentara implantar entre ellos ese sistema de gobierno –el de los filósofos-, ni esa ciega obediencia de todos, requerida para su viabilidad. Todas las propuestas “utópicas” que han surgido a lo largo de la historia para un recto gobierno suponen una ignominiosa dictadura, una obediencia total de unos y un poder absoluto de otros. Y ya dijo Lord Acton que Platón, al forjar idealmente su utopía, “no se percató de que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”, máxima que no debemos olvidar.
Desgraciadamente se sigue confundiendo poder con capacidad, y no digo sabiduría por que a estas alturas es desconocida esa cualidad en el ámbito de la actividad política. Nos conformaríamos los ciudadanos con la prudencia de nuestros gobernantes, que no es cosa baladí. ¿Recuerdan ustedes aquella oración que rezaba y sigue rezando la esposa de mi amigo Polidoro, en la que, entre otras cosas, después de pedir a Dios por muertos y vivos, pide por los políticos, suplicando les conceda “sentido común, ya que no inteligencia, acrisolada honradez y acendrado amor a la Justicia”?
Tanto me sorprendió aquella sencilla súplica dirigida al Señor por aquella buena mujer, que desde entonces la hice mía –la súplica, no la mujer-, uniéndome a tales peticiones. Seguramente, como punto de arranque para lograr una casta dirigente medianamente aceptable, nos bastaría que Dios hiciera caso de ese elemental deseo de los creyentes y accediera a repartir esos bienes, equivalentes a los de prudencia, templanza y rectitud, a todo aquél que se creyere elegido para guiarnos en nuestra aventura terrena. A todo aquél que supiere distinguir entre vocación política, que supone servir a los demás, y colocación política, que implica solamente servirse a sí mismo, y preferiblemente con carácter vitalicio. Además de soberbiamente retribuido, por supuesto. Que es de lo que se trata. ¡Porca política!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 22 Abril 2010

(Publ. en www.esdiari.com del 26-04-10)

sábado, 29 de mayo de 2010

16/10-MADUREZ, DESPRENDIMIENTO Y FELICIDAD

16/10

La madurez, el desprendimiento y la felicidad


Hoy, 10 de abril del 2010, he cumplido años. Me ha costado llegar hasta aquí; es más, jamás creí que llegaría, pues la verdad es que resulta muy difícil salir de tanto médico junto, y no lo digo en detrimento o menoscabo de ellos, ¡Dios los bendiga!, sino como expresión reveladora –esa cantidad de galenos-, de los muchos males que a uno le agobian. Llevados con dignidad, por supuesto. Los males y los galenos. Éstos, además, con amistad probada.
En realidad, de tu edad no te das cuenta por eso de los cumpleaños, ni tampoco por los muchos médicos que te circunden y las plurales dolencias que te aflijan, sino por los huecos. Sí, por los huecos, cada día más frecuentes, y en ocasiones muy dolorosos, que van dejando en tu camino los amigos y conocidos que contigo venían marchando, al irse yendo y dejarte olvidado en el camino que veníais recorriendo en paralelo. La frase no es mía, en algún sitio debo haberla leído. Es la que dice que tu edad no la miden tus años, sino tus muertos. ¡Y qué cierto es eso! Otro decía que empiezas a ser viejo cuando el número de las personas por cuyas almas rezas, es superior al de los vivos de cuya existencia gozas o simplemente recuerdas, aunque no los frecuentes.
Pido perdón a aquellos que puedan creer que estoy siendo muy fúnebre con esto del cumpleaños. No, no es así, se lo aseguro. Quede usted tranquilo. Reboso satisfacción, y también alegría. Téngase presente que cada cumpleaños, a partir de cierta edad, por ejemplo a partir de los ochenta -y en este caso de alguno más-, es una victoria, y ganar una victoria siempre ha supuesto una alegría, mayor cuanto más difícil de alcanzar.
No es, pues, mi comentario un gemebundo treno, sino más bien un optimista canto de vida y de esperanza, de quien se sabe y siente de nuevo victorioso en esta lucha por la supervivencia en la que todos, también usted, amigo lector, estamos embarcados desde nuestros respectivos nacimientos. ¡Sursum corda! Elevemos nuestros corazones y no nos dejemos avasallar por los años que vamos atesorando. No todos tienen esa suerte.
Lo malo de este mundo es que algunos, ¡pobres ellos!, en vez de atesorar años, gozando de lo que cada uno de esos años nos trae de nuevo -desde ese renovado afán de cada día, hasta el imprevisto suceso o acaecer diario, de los que nos habla la Biblia-, prefieren dedicarse a atesorar riquezas, las más de la veces mal avenidas, como si no se saciasen de ellas, y además como si gozasen de la prerrogativa de una vida terrenal eterna para disfrutarlas. Son coleccionistas de bienes y sobre todo de monedas, y sabido es que casi todo coleccionismo implica inmadurez. No se ofenda ningún coleccionista; confieso que yo también lo fui en mis años jóvenes, pero llega un momento en que te das cuenta de la inanidad de tu empeño y todo aquello que constituía tu afán -libros, sellos, fotos o postales, a título de ejemplo y en mi caso-, todo lo que motivaba tu búsqueda y luego su cuidada colocación, en cajas, estanterías, y –para algunos- en cuenta corriente o en Bolsa, te das cuenta de que –a la vuelta de la esquina-, tendrás que dejarlo aquí, a tus espaldas, sin poderlos llevar contigo, como si realmente no fuesen tuyos, como no lo es cuanto creemos poseer los humanos, que no pasará jamás de ser un efímero usufructo, un “ius utendi et fruendi”, derecho a usar y disfrutar de ello a plazo fijo, lo que dure tu camino en este –sólo para algunos-, valle de lágrimas.
Es entonces, al constatar la inutilidad de tus esfuerzos “recolectores”, cuando te empiezas a dar cuenta de que todo te sobra, de que te sobran casi todos los libros que compraste, que ocupan excesivo sitio en casa; de que no sólo te sobra, sino que hasta te molesta la colección de sellos que llevas haciendo desde hace más de setenta años, en la que tanta ilusión pusiste y bastante dinero gastaste; constatas que hace mil años no has vuelto a sacar las cajas con fotos o con postales, que ya se deben haber tornado amarillentas…. Aparte de no interesar a nadie, ni siquiera a los más próximos de tus familiares, como no sea para reírse con o de ellas, mientras se desliza una invisible lágrima dentro de ti, al venirte a recordar tiempos, lugares y –sobre todo-, amadas personas que se fueron un día cualquiera de tu lado. Para ti, esas fotos, siguen siendo un tesoro; para los demás, no son nada, apenas unas reliquias de momentos y personas que a ellos nada les dicen.
Lo mismo que algunas frutas, que al madurar se desprenden de sus cáscaras, la madurez del hombre pudiere, quizá, empezar a revelarse en el desprendimiento o desasimiento de todas esas “cáscaras” que ha ido acumulando en sus años de crecimiento, cuando se vino a creer dueño del mundo. Hasta que la vida le demostró que no era dueño de nada. Ni de sí mismo.
Hoy, puedo asegurarlo, nada causa mayor felicidad que irlo dando todo a los demás. Ligero de equipaje y además sin enemigos, sino todo lo contrario, rodeado de amigos y abrumado de atenciones por todas partes, empezando por las de tu propia familia, me proclamo un hombre feliz. Eso mismo les deseo a todos ustedes, mis pacientes y amables lectores. ¡Qué Dios les reparta felicidad! (No es necesario meterse a político, ni tampoco acumular riquezas o vivir en palacetes, para conseguirlo, se lo aseguro.)

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 10 abril de 2010


(Publ.en Es Diari, del 19-04-10)

domingo, 23 de mayo de 2010

15/10.- AÑORADAS, CUANTO LEJANAS, SOLEDADES

15/10

Añoradas, cuanto lejanas, soledades


¡Vive Dios, que me gustaría seguir escribiendo! Hasta que se me acabare la cuerda. Aunque sea la escritura, como es mi caso y ya he dicho en otras ocasiones, realizada por prescripción médica. Mas echo la vista en torno y el panorama no puede ser, ni menos inspirador, ni más desolador. ¿De qué escribir? Pretender que todo lo que uno escribe, surja “ex novo” en su sesera, es vana pretensión. Por lo menos a partir de ciertas edades, diversas según los individuos, en las que la inventiva va disminuyendo. Lo cierto es que quien escribe es como un espejo que refleja en su escritura cuanto ve a su alrededor. Hasta la poesía, la más ideal de las escrituras, no es sino reflejo de un estado de ánimo, sobrevenido al bajar el poeta de su particular cielo y poner –siquiera sea por unos instantes-, los pies sobre el suelo y los ojos sobre su prójimo. ¡Y hay cada prójimo...!
Por eso digo, que visto el panorama desolador –en cuando a honradez y decencia-, que nos rodea por doquier, y obligado a escribir de lo que se ve y oye, muchas veces está tentado uno a poner punto final a la escritura y meterse en el último rincón, a esperar el fin, el de uno mismo, claro está, no el de los demás. Es entonces, al contemplar ese lamentable espectáculo que nos avergüenza y avasalla, cuando siento esta tentación de alejarme de todo cuanto me rodea, es entonces cuando viene a mi memoria, surgido del hondo baúl de mis recuerdos, aquel tiempo lejano de mi juventud, aquel colmenar serrano y extremeño de El Arquillo, por bajo del Cancho del Águila, con aquella casita humilde de dos habitaciones, la una cocina-comedor-dormitorio, la otra ocupada con el extractor de miel y que además, en los meses de invierno, servía como almacén donde guardaba de todo, desde colmenas vacías a bidones, igualmente vacíos hasta la llegada de la recolección o extracción de la miel.
En la alta sierra, rodeado de olivos y de encinas, junto a un frondoso huerto de naranjos, regado éste con el agua que, en cantarino chorro, manaba de una fuente allí existente, se me pasaban los días y las noches, aquellos trabajando, éstas soñando, pero feliz por completo. Sobre todo ignorando que existen gentes que venden su alma y su vida por dinero, ese dinero que no debiere tener más objeto que servir de trueque y asegurar una vejez independiente, tan independiente como has procurado vivir toda tu vida. ¡Qué feliz fui trabajando en la plácida soledad de mi colmenar serrano!
Entonces, acabado el duro trabajo diurno, me sentaba en una vieja butaca de mimbre, a la puerta de mi casita y allí, tras comerme un buen cuenco de gazpacho, majado por estas manos, hecho con aromático poleo y con el agua de la cercana fuente, fumábame después del refrigerio unas pipas de tabaco negro y esperaba la llegada de la noche, la aparición en el alto y limpio cielo de los millones de estrellas que nacían para venir a hacerme compañía, sin sentirme “ni envidiado ni envidioso”, como ya dijo alguien.
Al raso, bajo un olivo, si era en plena canícula, o a cubierto si no lo era, me entregaba al sueño reparador, con el cuerpo cansado y dolorido, pero con la conciencia tranquila, como la tiene todo aquel que sabe que hizo honradamente su trabajo y que no causó daño a su prójimo a lo largo de todo el día, ni piensa hacérselo al día siguiente.
¿Qué no ha visto usted amanecer y salir el sol por el horizonte, más allá del río Tajo, apenas entrevisto en la distancia, velado tenuemente por las brumas o calimas de esas horas primeras, en las que el silencio se oye ostensiblemente en aquellas alturas serranas? Entonces, le compadezco. No sabe usted lo que es bueno, mejor que bueno, y desde luego mucho mejor que esperar la mañana durmiendo en un ostentoso y ridículo palacete de nuevo rico. En fin, es cuestión de gustos. Y de conciencias.
Lo malo es que la vida, y sus mudables circunstancias, se te imponen, privándote no pocas veces de hacer aquello que realmente te apetece, como –por ejemplo- retirarse de tanta suciedad, y también avaricia, como nos abruma, e ir a acompasar tus días en aquel colmenar de mis años mozos. Y es que hay días en los que hasta la prensa, si la acercas a la nariz, huele mal de tanta podredumbre como sus noticias encierran. Y lo peor es que hay una clase, generadora de las mismas, protagonista de los desmanes noticiados, que parece vivir en el mejor de los mundos, demostrándonos que para ello basta tener laxa conciencia, y mucho mejor, carecer de ella. En absoluto. Que parece ser lo que le pasa a más de uno y de dos, ridículos nuevos ricos, conscientes de que nada son si se nos muestran al natural, tal como en realidad son, si se dejan ver desprovistos de doradas galas, sin epatarnos con su riqueza. Aunque sea mal adquirida. ¡Anda y que os zurzan. Todo para vosotros!, dan ganas de decirles…
Me temo que como no tratemos de reimplantar, por lo menos entre las nuevas generaciones, aquellos principios de honradez, laboriosidad, esfuerzo, sacrificio, solidaridad, respeto mutuo, etc., etc., por los que hasta no hace muchos años nos regíamos los pertenecientes a mi generación, mal camino llevamos. Siempre recuerdo a la esposa de mi amigo Polidoro, sorprendida un día en sus rezos, en los que introducía esta coletilla: “Por la paz del mundo, Señor; para que nuestros políticos, ya que no inteligencia, tengan sentido común; para que posean y demuestren una acrisolada honradez; para que sientan y obren impulsados por un acendrado amor a la justicia; para que aminoren su ridícula vanidad; para que disminuyan su desmesurado amor por el dinero; para que se sientan y sean solidarios; para que alguna vez, aunque sea de tarde en tarde, se acuerden de su prójimo, que somos todos nosotros; por todos ellos, los políticos, sobre todo si son nuevos ricos, y por todo esto otro que te he dicho, te suplico, Señor”.
Decía esta señora que, después de rezada esta oración, dormía mucho mejor, como quien ha cumplido un obligado deber. Era todo cuanto podía hacer, nos explicaba. En realidad, es lo único que podemos hacer los simples mortales, avasallados, cuando no por unos, sí por los otros, siempre reducidos al triste y aburrido papel de contribuyentes. ¿Quosque tandem, Catilina,…..? Usted ya me entiende, mi buen amigo. No es necesario que complete la frase, que a buen entendedor, con pocas palabras bastan. ¡Qué pena no poder alejarse de tanta miseria moral como nos rodea, de tanto ridículo personajillo con mando en plaza! ¡Qué pena no poder volver a aquellas lejanas e incorruptas soledades serranas….!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 8 Abril 2010

(Publ. en Es Diari, del 12-04-10)

miércoles, 12 de mayo de 2010

14/10.- LAS CUENTAS CLARAS Y A LA VISTA

14/10
Las cuentas claras, y a la vista

Creo que fue el pasado sábado, 20 de marzo, en la Tele, cerca de la medianoche, cuando ví -y oí, por supuesto-, la educada y entretenida discusión sostenida entre un senador y un periodista, acerca de la monarquía. Estuvieron magníficos, cada uno en su papel; el uno poniendo pegas a la misma, defendiéndola el otro.
El tema me atrajo desde un principio y mantuve la atención, de cabo a rabo, sin perder ripio. Debo confesar a ustedes que jamás alcancé a comprender eso de venir a sentarse alguien en un trono, tan sólo por ser hijo del anterior usufructuario del mismo. Pero bueno, hecha esta advertencia sobre mis reparos a las sucesiones dinásticas, que a nadie importan, sigamos con las opiniones del político de marras, el que aparecía en la pantalla, quien manifestaba su disconformidad más absoluta sobre la inadmisión o el rechazo en ambas Cámaras de toda pregunta, oral o escrita, acerca de la Monarquía o de cuanto se relacionara con ella, especialmente si referidas a personas reales o a dotación económica que tuvieran asignada en los Presupuestos, de cuya gestión no habían de dar cuenta a nadie.
La suma presupuestada para la Real Casa, de la que hablaba ese político era -creo- de cerca de nueve millones de euros anuales –cerca de mil quinientos millones de las antiguas pesetas, si no me equivoco-, a la que había que añadir diversas partidas que, con cargo a ciertas actividades reales o por gastos de mantenimiento diversos, corrían a cargo de determinados ministerios. O sea que la verdadera cifra, ni el senador de marras la sabía.
Ya sabemos todos los que hemos leído la Constitución de 1978, que ésta, en su artículo 65, número 1, dice que: “El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma”.
Es una norma muy acertada, aunque le falta concretar qué debe entenderse por “sostenimiento”, término tan amplio y vago que lo mismo admite dilatadas como restringidas interpretaciones. Piénsese que no es lo mismo una dieta de sostenimiento que otra cuasi pantagruélica, aunque ambas sean dietas y sirvan para alimentar al sujeto aficionado a seguirlas, unas u otras.
Y menos claro el término usado de “distribuir” la asignación presupuestaria recibida, que nada tiene que ver la distribución con la dación de cuentas, ni tampoco se opone a ésta. En la vida corriente, aunque sólo sea por delicadeza, por elegancia natural -y no hablo de agradecimiento-, el beneficiado con una cantidad, por muy liberal que sea la dádiva y muy amplios los términos para usar de la misma, agotado el plazo –en nuestro caso el Ejercicio Presupuestario anual-, suele rendir cuentas al dador de cómo y en qué empleó la suma recibida, aunque sólo sea para acreditarse como buen gestor, digno de seguir contando con la confianza en él depositada.
Si aquí no se hace así, si al final de cada ejercicio la Real Casa no rinde cuentas a la Nación de cómo y en qué se ha gastado la cantidad recibida, no voy a entrar yo aquí a indagar los motivos de ese inexplicable, incluso pudiera ser que descortés, silencio de la Casa Real, a la que pido excusas por atreverme a rozar, aunque sea de lejos, y desde luego sin ánimo alguno de ofender, simplemente comentando las afirmaciones vertidas por el señor senador la otra noche, en la Tele, y por lo tanto ante todos los españoles.
A mí, particularmente, me preocupa menos el destino de esos casi mil quinientos millones de pesetas -dinero que quiero suponer rectamente gastado-, no obstante el discreto manto de silencio que los cubre, que esos otros muchísimos mantos de silencio y secretismo que velan la gestión de otras Sociedades, de las que se ignoran las insólitas retribuciones percibidas por sus altos directivos y miembros de sus Consejos de Dirección, incluso cuantos son sus componentes, y cual la necesidad de los mismos y su dedicación, y hasta los méritos personales que justifican su nombramiento para ocupar tales canonjías.
Gracias a la prensa diaria y a sus “gargantas profundas” nos enteramos de algunos de esos secretos, y digo secretos no en tono peyorativo, sino por no estar manifestados públicamente, aunque a más de uno nos gustaría saber cifras ciertas para ajustar a ellas nuestra conducta y vinculación, es decir para confiarles nuestros ahorros, cuanto más modestos, más apreciados.
Por ejemplo el sector de las Cajas llamadas de ahorro, ahora en candelero a cuenta de sus fusiones, en cuya tramitación son ignorados los ahorradores, grandes o pequeños, no obstante ser éstos los que realmente justifican la existencia de esas entidades. Desaparecidos los titulares de las famosas “Cartillas”, los fieles clientes, desaparecidas las Cajas. Eso resulta evidente al más lerdo, como evidente es su total olvido en la tramitación de esas fusiones, más o menos adelantadas, pero llenas de obstáculos y sobresaltos. Y no puestos por parte de los verdaderos dueños de su capital, es decir de los ignorados clientes impositores, sino como manifestación de opuestos intereses entre directivos, entre ellos mismos, o entre éstos y los empleados, cada grupo tratando de arrimar el ascua a su particular sardina. ¡Muy humano!, como dice Polidoro.
No cabe duda de que la diferencia entre los míseros intereses abonados a los impositores, dueños del dinero, y los crecidos intereses cobrados a quienes se otorga un crédito, viene a ser la ganancia de cada una de esas entidades. Pues bien, los dueños del dinero, la inmensa mayoría pequeños ahorradores, funcionarios o jubilados que cobran sus haberes o pensiones a través de esas entidades, cuando no honrados comerciantes que se sirven de ellas para el abono de las facturas por suministros que reciben, toda esa pléyade que justifica y hace posible la existencia de las Cajas, nada saben tampoco de lo que realmente les cuesta el “mantenimiento” de las mismas, especialmente en cuanto a su dirección se refiere.
Por El Mundo del 28-03-10 nos enteramos, con asombro, de que una de esas Cajas tiene una Asamblea General compuesta nada menos que por 120 Consejeros, de los que 108 asistieron a una Junta, y de ellos, 97 votaron a favor de su integración en otra Caja. No entro en si son muchos o pocos Consejeros, aunque a mí me sobren un centenar de ellos. Y lo importante no es lo dilatado de su número, sino el no hacerse público el importe de esas ciento veinte remuneraciones “consejeriles”, aparte de no saberse los méritos personales, no políticos, de los señores consejeros.
Me decía, hace varios años de esto, un empleado de una Caja, que el Director de la misma había cobrado aquel año setenta millones de pesetas. No supo decirme cuanto cobraron el resto de los señores consejeros. Mejor así, pues pudiera haberme dado un síncope. Lo cierto es que estuve tentado a retirar mis modestos ahorros -los destinados al futuro pago de esa Residencia que a todos nos espera al final de nuestros días-, por no considerar bien gestionados los fondos ajenos confiados a su cuidado.
No lo hice, pues pensé: ¿Y a dónde voy a ir, pobre de mí, que no pase lo mismo?
Entiendo que cualquier entidad o sociedad que puede gastar en dirección y consejeros esas desorbitadas cantidades es porque su gestión es brillante y acertada, sus ganancias fabulosas, y sus reservas punto menos que incalculables. De no ser así, entiendo que constituye una temeridad, por usar término suave.
Lo que no acierto a entender es que, de pronto, no sé si por exigencias del Banco de España, se descubra que la situación económica no es tan boyante como se nos quiso hacer creer a los impositores, no se les exija responsabilidades a esos ineficientes gestores –presidente y consejeros-, y encima se pretenda resolver la papeleta sin remover esas personas, e, inexplicablemente, además, se les faciliten cuantiosos créditos, con dinero público, a bajo interés y a devolver en cómodos plazos.
Algo está oliendo mal, además de precisando de urgente reestructuración y ordenamiento jurídico. Bastantes problemas tiene el Estado que atender, para encima cargársele ahora con el salvamento de entidades privadas de fuerte arraigo y “sólida solvencia” que pueden permitirse pagar tales insólitos sueldos y gabelas a sus dirigentes.
Como siempre, no quise ofender a nadie, como tampoco lo quiso hacer el senador que digo, al hablar de los gastos de la Casa Real. Ello no obstante, pido perdón si en algo he ofendido o me he equivocado.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 1º Abril 2010
(Public. en Es Diari, el 4-04-10)


Después de enviado este artículo, en El Mundo de fecha de hoy. pág. 30. se lee que “los directivos de Caja Sur, cobraron 1,25 millones de euros tras perder la entidad casi 600”-
Aparece una fotografía con cinco –supongo que directivos, todos sacerdotes-, presidida por el presidente de Caja-Sur. Ignoro cuantos más compondrán ese Consejo millonario. Lo único que sé es que 1.250.000 € equivalen a 207.982.500 de pesetas.
Cuando sepa cuantos son los directivos podré saber a cuanto tocó cada uno.
¿Resulta lógico que una Caja en pérdidas pague esas cantidades a sus directivos? ¡Y encima sacerdotes los directivos!

En El Mundo del 2-4-10, Pág. 30, se da la noticia de que “el personal clave de la dirección de Caixa Galicia cobró el año pasado 6,2 millones de euros, entre salarios (4,742 millones) y planes de pensiones (1,461 millones), un 16 % menos que en 2008. Los beneficios de la caja cayeron, mientras, un 58,5 % .
¡Asombroso! ¿O vergonzoso?

sábado, 1 de mayo de 2010

13/10: POLÍTICOS Y TAMBIÉN PAÑALES

13/10

Políticos y también pañales


El aluvión de correos recibidos a través del ordenador, cada día es mayor. Y ello hasta tal punto que muchas veces dudas en si llamarlo así, “Ordenador”, o, por el contrario, “desordenador”, puesto que en no pocas ocasiones te viene a desordenar la vida, robándote el poco tiempo libre de que dispones, o el no menos breve que tienes por delante, anotado en la cuenta de tu vida finita y a plazo fijo, aunque tú ignores cual pueda ser éste.
Sin embargo, existen algunos de esos correos, muchos de ellos de remitente desconocido, cuya recepción se agradece y hasta en ocasiones mueven a pensar, lo que no es poco en estos alocados tiempos, aparte de inducirte a coleccionarlos en la carpeta que algunos –no todos- tenemos abierta, dispuesta a recoger aquellas frases que nos llaman la atención, que allí son archivados para su relectura cuando dispongamos de un rato libre. La verdad es que esos retazos de inteligencia que digo, los recibidos vía internet, da pena borrarlos del todo y para siempre, cuesta enviarlos a la “Papelera”. Sobre todo a alguno.
Hace escasos días recibía yo una de esas frases que me llamó poderosamente la atención, hasta tal punto que la copié apresuradamente en una libreta que tengo siempre a mano, en espera de archivarla en la carpeta que digo, la de “Proverbios y frases célebres”. Es la expresión de un pensamiento surgido en una mente privilegiada, redactado en forma breve, concisa y clara, y además usando de inteligente eufemismo para no ofender oídos pacatos.
Decía así: “Los políticos y los pañales se han de cambiar a menudo, y además por los mismos motivos”. Venía firmada por sir George Bernard Shaw, nada menos.
¿Cabe expresar con más brevedad, al par que con más elegancia y mayor discreción, lo que está en la mente de una inmensa mayoría de ciudadanos, inducidos a pensar así por la contemplación de lo que sucede en su entorno? Y no basta argumentar que hay bebés tan limpios que no ensucian el pañal, como políticos tan honrados, al par que inteligentes, que uno quisiera tener siempre en brazos a los primeros –los bebés- y ejerciendo el mando a los segundos –los políticos-, sin necesidad de cambio alguno, ni en sus atuendos y cargos, ni en sus personas.
Se nos decía que el hombre tiende a perpetuarse en el tiempo, pero siempre entendimos que para esa perpetuación le bastaba con la procreación, reproduciéndose en sus hijos, e incluso, el artista, en sus obras. Pero esa perpetuación en los cargos, y también en la percepción de los sueldos y gabelas a la que tiende gran parte de la casta política, en cualquiera de sus niveles, ni la comprendemos nosotros, ni tampoco la consideraba admisible el eximio Bernard Shaw.
Aquí si que es de aplicación la teoría de la relatividad, o la del color del cristal con qué se mire, como usted quiera llamarla. En mis años pasados, al que se mantenía cuarenta años en el poder, se le llamaba dictador, sin más. Y seguramente se acertaba en el calificativo, y aún se quedaba uno corto.
Ahora, ¿qué político democrático no está deseando batir ese record franquista, de tiempo y autoridad, ese perpetuarse en el cargo? Y no me estoy refiriendo a ninguno en particular, que en todas partes cuecen habas. Basta echar la vista en torno y proyectarla hasta más allá de la línea del horizonte. En los países sin limitación legal de tiempo en el ejercicio del poder, basta “detentar” éste, para lograr esa garantía de perpetuidad en el mando, e incluso transmitirlo discrecionalmente a quien el “dictador” elija como sucesor. En aquellos países en que se halla regulado el tiempo de permanencia en el poder, no es extraño ver como el gobernante trata de modificar la norma limitadora de su mandato, como sea, recta o arteramente, incluso por la fuerza, para lograr esa ansiada perpetuidad en términos humanos.
Y si sólo buscare el político esa prolongación en el tiempo de mando, aunque mal hecho ello, no llegaría él a oler mal del todo, como los pañales de marras. Lo malo es cuando el político viene, con su voracidad, insaciable casi siempre, a ensuciarse, las manos primero, y todo él poco después, poniéndose hecho un sucio pañal, es decir precisando, y además urgentemente, de cambio. Él y todo el equipo que juega en su cancha.
Cualquier cosa –en este caso ese pensamiento de sir George-, sirve para detenernos a pensar y, por ende, para disgustarnos un poco más, trayéndonos a la mente el recuerdo de políticos equiparables a pañales. Usados éstos, claro está. ¡Qué asco de mundo!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 22 Marzo 2010



(Es Diari, del 29-03-10)

jueves, 29 de abril de 2010

12/10: DE CUERNOS Y FETICIDIOS

12/10

De cuernos y feticidios


Decía la semana pasada que era preferible aplazar para la siguiente –ésta-, la continuación de mi inocuo comentario sobre esa pretendida prohibición de las corridas de toros en Cataluña, dejando a salvo el clásico “correbous” que en algunos lugares se celebra anualmente, con motivo de sus fiestas. Ya iba siendo muy extenso lo que escribía entonces, como para extenderme más. Pido perdón a ustedes.
Hoy, ya descansados ustedes y yo, prosigo con mi inicial empeño, que no es defender las corridas de toros, ni mucho menos, sino la sacrosanta libertad de los ciudadanos de hacer lo que nos dé la gana, asistir o no a ellas, tal como debe ser.
Casualmente, en la página 23 del diario El Mundo, de fecha 10-03-2010, miércoles, aparecían dos artículos, uno a favor de la Fiesta, escrito por Adolfo Suárez Illana, abogado, y el otro, en contra, de mano de Juan A. Herrero Brasas, profesor de Ética Social en la Universidad californiana. Leí ambos artículos, y como todo lo bien razonado, ambos me resultaron plausibles. Al fin y a la postre, nadie es portador de la verdad absoluta, y tan admisible es defender la llamada Fiesta Nacional como pedir su desaparición, allá cada cual con sus filias y sus fobias…., con tal de que no pretenda hacernos partícipes de ellas. Yo, me confieso no aficionado a los toros –tampoco detractor-; quizás se deba ello a mis años primeros en Menorca, donde no se estilaba esa fiesta, y sí, en cambio, las carreras hípicas y de cabriolets, a las que sí solía asistir. Tampoco mis padres gustaban de toros. Ello no obstante, admito que en ellos, -en los toros, no en mis difuntos padres-, se puedan sentir todas las emociones artísticas y descubrir toda la belleza de que tan brillantemente nos habla Adolfo Suárez Illana en su bien escrito y ponderado artículo defensivo que digo antes; como admito –aunque no comprenda-, que al profesor Herrero Brasas molesten no sólo los toros de verdad, sino hasta las metálicas y publicitarias siluetas del toro de Osborne, alzadas en algunos oteros, que ya es hilar fino en cuestión de fobias. Ese mínimo detalle, ese rebajarse a menospreciar unas siluetas alzadas en el horizonte, alcanzándolas con su explícito anatema sólo por representar un toro –se supone que bravo-, minusvalora el artículo del docto profesor de la Universidad de California, dejándolo convertido en poco menos que en expresión de una rabieta.
Ni entiendo de toros, como Suárez Illana, ni odio los toros, como Herrero Brasas. Un par de veces fui invitado a presenciar una corrida, y ambas veces me salí al segundo toro, por considerarlo una repetición del anterior, tal es mi ignorancia y falta de interés taurómaco, Dios me perdone. Sin embargo, gocé con el ambiente que se respiraba en el coso taurino y quedé sorprendido con el entusiasmo de los espectadores, felices ellos con la fiesta.
Con lo que no soy capaz de gozar, ni tampoco de comprender, es con ese afán de algunos políticos, empeñados en suprimir la fiesta en el territorio de su jurisdicción, es decir en prohibirla de raíz, menoscabando con ello la sacrosanta libertad de los ciudadanos, muy dueños éstos de hacer lo que les dé la gana, ir o no ir a los toros. Y mucho menos alcanzo a comprender que, en apoyo de su tesis abolicionista, recurran a la crueldad del torero con el toro, sin alcanzar a comprender que ya está muy manido el tema de las crueldades, que los políticos solo descubren respecto a las cometidas con animales, sin entrar a considerar las que se cometen con los hombres hechos y derechos, y mucho menos con los indefensos nasciturus, los que iban a nacer, que son descuartizados impunemente, sin que ese crimen altere sus pulsos, ni los del doctor feticida de turno, ni los del docto político de ocasión.
Así como en cuestión de toros no me pronuncio ni a favor ni en contra, no puedo hacer lo mismo respecto a los abortos, esgrimidos éstos por los taurófilos como argumento en contra de los abolicionistas de la fiesta, echándoles en cara el diferente trato que dan a las crueldades, apreciando las cometidas con animales e ignorando las perpetradas contra fetos humanos.
La explicación es sencilla. Tendría yo unos quince años cuando me llamó mi padre a su despacho. Había terminado la consulta y estábamos esperando que nos llamaran a comer. Me dijo que abriera la mano, y en ella me depositó un diminuto feto, de poco más de dos centímetros de longitud, fruto del aborto natural que acababa de tener una clienta aquejada de hemorragias, a la que había atendido momentos antes. Quedé sorprendido. En aquel feto blanquecino se observaban –en miniatura, claro-, todas las partes de un cuerpo humano: una pequeña cabecita encogida hacía adelante, las extremidades superiores e inferiores, rematadas en unas manecitas y pies que dejaban adivinar lo que serían sus dedos, y poco más. La visión fue rápida, tampoco era cosa de deleitarse deteniéndose en el examen. “Esto, hijo –me dijo mi padre-, es un feto, es decir un pequeño hombrecito, un hombre en ciernes, fruto de un aborto natural, no querido por nadie, ni por la madre, ni por el médico. Y que, además, tenía vocación de llegar a término y nacer felizmente. De haber sido voluntario el aborto, no hubiese ocurrido ni en mi presencia, ni tampoco en esta casa, pues lo considero un crimen”.
Nunca olvidé aquella lección magistral. Al estudiar derecho, evocando aquel momento, recuerdo que presté especial atención al tema del “nasciturus”, el que va a nacer, al que los proabortistas de entonces consideraban “mulieris portio est, vel viscerum”, parte de la mujer o víscera de la misma, y por tanto sujeto a la voluntad de la embarazada, que podía librarse del feto en cualquier momento, y hasta me atrevería a decir que por cualquier medio. La otra corriente, consideraba el feto como una promesa de hombre e independiente de la voluntad de la madre, que nada podía hacer para obstaculizar su desarrollo y llegada a término. Y finalmente, otro sector de la opinión, consideraba que el feto, desde el mismísimo momento de la concepción estaba dotado de alma, estando por ello doblemente protegido contra los agentes extraños, empezando por la madre. Aquí había una divergencia de opiniones sobre en qué momento se instalaba o insuflaba el alma en el ser recién concebido.
Tampoco entro a considerar esas diversas doctrinas, puesto que no es ese el motivo que ahora mueve mi pluma. Allá cada cual con sus creencias y opiniones científicas, laicas o religiosas.
Yo, que tuve aquel feto en la palma de la mano, me declaro antiabortista, y en consecuencia, así como otros defienden a los toros de la crueldad de los hombres, yo grito mi derecho a defender a todos los fetos del mundo de esa misma crueldad humana.
El hecho de que ahora el aborto haya sido despenalizado no lo hace mejor ni peor desde un punto de vista estrictamente ético, pero lo exonera de sanción penal, dejando a cada uno –sujeto colaborador feticida-, o a cada embarazada –frustrada madre-, en libertad de decidir y obrar en consecuencia.
Esa misma libertad del Código Penal para con el aborto, invoco yo para el resto de las actividades humanas, por ejemplo, para poder ir o no ir a los toros. Invito a nuestros ilustrísimos políticos a que establezcan un orden de prioridades entre los problemas que tienen pendientes de resolver y que más pueden afectar al bienestar de todos los ciudadanos, y empiecen por dar solución a los de mayor gravedad y urgencia, problemas entre los cuales no está, evidentemente, el de prohibir los toros, o el de retirar un monumento histórico de su emplazamiento o el de cambiar el nombre de una calle, por ejemplo.. Y que se den cuenta de que gobernar no es prohibir, en absoluto, sino hacer la vida más grata a los demás, para que podamos aproximarnos, aunque sea desde lejos, al nivel de vida por ellos mismos, los políticos, alcanzado. Basta de perder el tiempo en bagatelas, señores. Sean serios. De mí, además de reclamar la libertad que ustedes tratan de coartarme con sus absurdas e inanes prohibiciones, la libertad de ir o no ir a los toros, puedo decir, que aunque no aficionado a la Fiesta, prefiero ir a ella y ver un toro muerto en la plaza, que volver a tener un solo feto en la palma de mi mano. Aquí, si que se puede decir que las comparaciones esgrimidas por los taurófilos en materia de crueldades, no están hechas sobre materias homogéneas –toro por un lado, feto humano por otro-, sino que son inoperantes y odiosas, aparte de –Dios y ellos me perdonen, que no quise ofenderles-, un tanto necias. A mí, como argumento válido para defender mi libertad, la de ir o no ir a los toros, o cualquiera otra, me basta esgrimir nuestra Constitución, que me declara hombre libre. El Tribunal Constitucional dirá si estoy equivocado.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 16 Marzo 2010


(Es Diari, del 22-03-10)

11/10 : DE LOS PROHIBIDORES EMPREÑADORES

11/10

De los prohibidores empreñadores


Es ley de vida. Además inexorable. Menos mal que, a título personal, sólo de vez en cuando nos encontramos en el camino con estas gentes empreñadoras –que haberlas, hailas-, gentes que se complacen en amargarte la vida, sea por una cosa, sea por otra, la cuestión es empreñarte la existencia. Hacía muchos años que no usaba de esa certera y ajustada palabra, de casi igual o muy parecida escritura en castellano que en menorquín, “empreñar” y “emprenyar”, que repetíamos a menudo cuando éramos niños y correteábamos las calles y paseos de Mahón, siempre dirigida a compañeros latosos, cargantes, en ocasiones inaguantables. “No m’emprenyis mes”, es decir, hablado por lo fino, que es como debe hablarse: No me fastidies más.
Una de las variantes del empreño –entre las muchas posibles-, puede ser la del reniego injustificado, aparte de congénito, la del sujeto que lleva a todas partes su mal humor, tiñendo de gris -con sus solas presencia y voz- cuanto local invade. Hubo un tiempo, ya jubilado yo, transformado mi bufete en privado y recoleto cuarto de trabajo y biblioteca, en que solía visitarme un amigo, uno de esos renegones que digo, disconforme con todo, yo creo que hasta consigo mismo. ¡Qué hombre más pesado! Entristecía a cualquiera. Me encontraba yo trabajando afanosa y plácidamente, sin cuidarme de nada que no fuese lo que llevaba entre manos, y entraba mi buen amigo, no sé si a visitarme, o a hacerme mudo oidor de sus quejas y reniegos varios. En resumidas cuentas, a empreñarme.
De entonces data un cartel, debidamente enmarcado, escrito con letra grande en negrita, colgado todavía de la puerta de mi gabinete de trabajo, que dice así: “ABSTENERSE RENEGONES”
Debió entender la alusión mi buen amigo, sin necesidad de que fuese nominativa y singularizada, sino tan sólo genérica e indeterminada, puesto que poco a poco fue espaciando sus visitas, hasta suprimirlas por entero, volviendo con ello la paz a mi entorno. Y a mi espíritu, más dado a sufrir en paz –cuando ello procede-, que a quejarme por doquiera vaya, dejando un rastro de tristeza detrás de mí, como hacía el renegón amigo visitante.
¿Qué por qué traigo aquí la anécdota del cartel de marras, el de “Abstenerse renegones”?
No, no es por nada en particular, simplemente por estar tentado ahora de hacer un cartelón enorme y colocarlo en medio de España, para hacerlo visible a todos, desde todas partes. Un cartelón de dimensiones descomunales, para que pueda ser visto y leído por todos y desde lejos, especialmente por los que se dedican, es decir los que viven, de la política, los que nos empreñan. Ese cartelón que digo en proyecto, diría así: ”PROHIBIDO PROHIBIR”, nada más que eso. Y también nada menos, que no es poco.

Antes de llegar esto que algunos llaman “Democracia”, en tiempos de la oprobiosa dictadura, solamente una cosa estaba clara y terminantemente prohibida en España: Hablar mal del Régimen, es decir del Dictador y de su Gobierno. De todo lo demás, nadie se preocupaba. Todos hacíamos lo que podíamos y nos íbamos ganando la vida sin más limitaciones que las propias de cada uno.
No, no se crean que exagero, pues hablo por experiencia. Antes de acabar la carrera, todavía soltero, hube de meter la cabeza por donde encontré hueco para ganarme el sustento. Tuve varios negocios, ninguno floreciente, esa es la verdad, pero para abrirlos no tuve que hacer solicitud alguna, no fue preciso pedir permisos a la autoridad competente, no estuve sujeto a control ninguno que pudiera limitar mis iniciativas. Es decir, actué con absoluta libertad. Con el contrato de arrendamiento del local te hacían el contrato de la luz. Montabas el utillaje preciso a la clase de negocio; rotulabas la fachada con la sola autorización del arrendador, en el tamaño, formato y lengua que quisieses; te dabas de alta en Industria a fin de pagar el recibo de Contribución Industrial que te correspondiese, y al llegar la fecha oportuna bastaba presentar la declaración sobre la renta e ingresar la cantidad resultante en Hacienda. Porque eso sí, de pagar, no se libraba nadie, excepto los de siempre. ¡Qué tiempos aquéllos!
Los recuerdo frecuentemente, sobre todo viendo la enorme cantidad de cortapisas que hoy se ponen para abrir cualquier modesto negocio; la serie de prolegómenos que se exige a todo el que quiera abrir un local para intentar ganarse la vida; la de permisos que hay que gestionar y obtener para poner un taller, un comercio, un establecimiento cualquiera; la de carpetas que hay que abrir para guardar –previamente clasificados, porque si no, te vuelves loco-, los innumerables documentos, papeles y papeluchos que garanticen tu inocencia en caso de una más que probable inspección administrativa, sanitaria, fiscal, etc., etc.
Muchas veces lo pienso y llego a la triste conclusión de que, si en vez de haber vivido yo aquellos años de posguerra, de miseria incluso, de escaseces, hasta de hambre en ocasiones, hubiere llegado a vivir en estos otros de ahora, de democracia y abundancia, a estas horas estaría lampando, buscando como poder comer todos los días. O vete a saber si traficando en drogas, o lo que es peor, adicto a las mismas. O apuntándome a algún Partido, buscando iniciar una carrera política en la que medrar sin dar palo al agua. Sí, no bromeo. Son tantas las dificultades que encuentra un hombre joven e independiente, sin padre o padrinos a los que recurrir, para abrirse camino en la vida con el sólo auxilio de su imaginación y de sus manos, que no me extraña nada el elevado número de jóvenes fracasados, de parados, incluso de pequeños delincuentes, como se ven en nuestros días. Y también de vocaciones políticas. Todos conocemos casos de quienes, siendo poco menos que nada, hoy, con carné en el bolsillo, escupen por el colmillo –perdón por la rima, que ha sido casual, no buscada-, felices con su enchufe y cargo al Presupuesto.
Eso sí, entonces no podíamos hablar mal del Gobierno, ni intentar achacarle a él la culpa de nuestros males. Exactamente al revés de lo que ahora sucede, en que se pone a parir al Gobierno, a la casta política, incluso hasta alguno de ellos mismos tilda al adversario de hideputa, sin que nadie se altere por tan insólita calificación. Corren o circulan por la red internáutica una incontrolada serie de correos, en los que se zahiere, denigra, ridiculiza, y a veces hasta se infama, a todos los gobernantes, en activo o en expectativa de destino; a los políticos, politiquillos y politicastros de turno, del primero al último, sin que pase absolutamente nada. También alguna prensa escrita osa publicar noticias que pudieran rayar en lo ofensivo, cosa que antes no era posible.. Ni los unos se dan por aludidos, cómodos en sus asientos, ni los otros creen otra cosa sino estar ejerciendo su derecho a la libertad de expresión. ¡Bendita libertad! ¡Cuántas insensateces y faltas de prudencia y de educación amparas!

Ahora bien, para lo que de verdad era necesaria mayor libertad, para facilitar el trabajo, en eso brilla ésta por su ausencia. Una Administración, “partida por lujo” en tres –imitando al poeta, que dijo “partido por lujo en dos”, refiriéndose al rubí de los labios de su amada-, sobrecargada de funcionarios de toda clase, se muestra ávida, incluso necesita para subsistir y justificarse, de papeleo, de mucho papeleo, de todo género: Solicitudes, concesiones, revisiones, inspecciones, declaraciones, limitaciones, permutaciones, condonaciones, subvenciones, etc., etc., (muchos “ones”, tantos “ones”, que te hacen sospechar que te los están tocando, los susodichos “ones”, claro está).
Y cuando no es el digno funcionario, que al fin y a la postre -¿qué culpa tiene él?-, se limita a cumplir con lo que le exigen leyes y reglamentos, es el abnegado político que cree que su cargo y sueldo han de ser justificados con la implantación de nuevas limitaciones, con más intervenciones en la vida privada de los ciudadanos, prohibiciones de todo género en sus actividades, incluso en sus aficiones. Y así vemos a los excelsos, cultos y sensatos Padres de la Patria, o de la Autonomía respectiva, en resumen del territorio a que alcance su jurisdicción, preocupados en cosas que a los demás ni nos van, ni nos vienen, e incluso que nos da igual. Lo que destaca de todas esas altas preocupaciones de nuestros distinguidos gerifaltes, es que casi siempre se traducen en prohibiciones. Casi podríamos asegurar, sin temor a equivocarnos, que lo único que no se nos prohíbe a los ciudadanos es contribuir al sostenimiento de los gastos generales del tinglado que nos han montado, cada día mayores.
Últimamente destacan las prohibiciones –unas en curso, otras en grado de tentativa-, referidas a lenguas, a rótulos publicitarios, al fumeteo, a espectáculos taurinos… No sigo, no quiero incordiar; hablo el menorquín desde mi más tierna infancia, además del sonoro castellano, y amo ambas lenguas por igual, lamentando que se intente limitar el libre uso de cualquiera de ellas. Yo soy yo, y la lengua que hablo en cada momento, pues no olvidemos que la lengua imprime carácter. Y considero sagrado e inviolable mi derecho a usar de la que, en cada ocasión, me sirva para mejor entenderme con mi prójimo o favorezca mis intereses, económicos o comerciales. O ambas lenguas simultáneamente, si se trata de un rótulo comercial expuesto al público. Eso de prohibir o limitar el uso de una lengua cualquiera pudiere estar bien –nunca lo estará-, si el gerifalte de turno empezara por dar ejemplo, implantando la norma prohibitiva en su propia familia, pongo por ejemplo. Quien quiera entender, que entienda.
Otro día escribiré de la corriente antitaurina que parece haber saltado al ruedo político. Merece comentario aparte, pues éste ya se va alargando demasiado y no quiero cansarles a ustedes. Hasta la semana próxima en que hablaremos de los cuernos.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 12 Marzo 2010


(Es Diari, del 15-03-10)

sábado, 24 de abril de 2010

10.- ¿PACTO, O MALPARTO?

10/10

¿Pacto o malparto?


Sabido es de todos que cuando el diablo no tiene que hacer, mata moscas con el rabo. Poco más o menos, algo parecido me pasa a mí, que sin obligaciones laborales, digamos que en expectativa de destino, aunque éste sea el definitivo, encima malgasto el tiempo en ociosos pensamientos, perdiéndome en vagas lucubraciones que a nada conducen. Dios me perdone.
Y es que, la verdad, no acabo de comprender eso del Pacto o de los pactos surgidos a última hora, y además apresuradamente. Una cosa es que el Rey, Dios le conserve la vida, dé un toque de atención al Gobierno por entender que no se va por buen camino, y otra muy distinta creer que un Gobierno pueda pactar, lo que rectamente se entiende por pactar en términos jurídicos, es decir convenir entre iguales, con partidos políticos no gobernantes, es decir carentes de la “auctoritas” precisa para no ser o no verse capitidisminuidos en el tan cacareado pacto frente al partido gobernante, único legitimado, con poder suficiente, para convocar al resto de ellos a ese “impreciso” e “indeterminado” pacto de esotéricos contenido y alcance, y también con poder bastante para hacer oídos sordos a todo lo propuesto de contrario.
Entre verdaderos amigos, de los de toda la vida, idénticas o parecidas costumbres, acostumbrados a transigir entre ellos cualquier disparidad que surja en su trato diario, llegar a un acuerdo no resulta insólito, es más, es lo natural y obligado; pero pretender llegar a un acuerdo, a un vago e indeterminado pacto, tanto en extensión como en contenido, en fondo y forma, amén de en fechas y modos de aplicación, y ello entre partidos cuyos afiliados no se miran como leales adversarios políticos sino como enemigos poco menos que mortales, a los que se menoscaba y ningunea a la menor ocasión, se zahiere y hasta insulta cuantas veces se puede, y que encima no gozan de igual status, empezando porque uno de ellos, por el simple y accidental hecho de gobernar, se niega a modificar sus coordenadas y enfocar nuevos derroteros, y que otros hay que establecen la premisa de que sin doblegamiento previo del gobierno convocante no están ellos dispuestos a dar su aprobación a nada de lo que pudiera surgir en esos etéreos pactos a que han sido llamados, evidente resulta que su resultado, más que fruto de un Pacto en la cumbre, pudiera resultar el vagido de un mal “parto” de los montes.
Porque ¿para qué le sirve la autoridad a un gobernante, si no es para poder implantar la propia doctrina, la que le llevó a gobernar, la que cree adecuada para llevar el Estado a buen fin? Si se tiene un programa propio e idóneo de gobierno, y además se tiene la legitimidad que dan los votos y la autoridad precisa para implantarlo, ¡implántese de una vez! Sin más garambainas dilatorias y déjense de pactos que a nada conducen.
Si, dotado el gobernante de la inteligencia que se le supone, advierte que el programa que impuso no da los resultados que de él se esperaban, mude el programa, motu proprio o recabando los múltiples asesoramientos de que dispone a su alrededor, junto a él, que todos los consejos que reciba estarán destinados a salvar, no sólo la mala situación que se atraviesa, sino también a salvarle a él, al mandamás, puesto que ellos le serán dados por “sus” agradecidos mentores, amén de también “perceptores”.
Lo que me parece ridículo en un gobernante, advertida la mala dirección que ha impuesto a los ciudadanos y a la economía de éstos, con evidente riesgo de estrellarnos en la próxima curva, es pretender hallar la solución en partidos opuestos, que, desde el momento en que carecen de autoridad alguna para hacer valer sus propias ideas, poco representan en tan desigual trato. Además de –tal vez- no ser de fiar. Es como si cualquier vecino, encargado de administrar su casa, y viendo que ella va de mal en peor, convocara a sus más próximos vecinos de portal o de planta, con alguno de los cuales apenas se habla, ni se saludan al encontrarse en la escalera, esperando que éstos, ajenos a sus problemas, desconocedores de su medio de vida o de sus reales obligaciones familiares, dieran solución a su problema de mala administración doméstica. Amén de reírse de él, ninguna de las soluciones propuestas sería de fiar. Digo yo.
A mí, que me dejen de “divergencias ideológicas”, ni de lucha de clases, ni pamema de ninguna clase. Gobernar no es, en resumidas cuentas, otra cosa que dirigir sabiamente y administrar rectamente, eso sí, al mismo tiempo ambas cosas. En ocasiones, aunque la dirección sea mala, si la administración es buena, es decir existiendo superávit de los ingresos sobre los gastos, se puede ir tirando –aunque sea a disgusto de los ciudadanos-, hasta que una revuelta –en este caso sí de tipo ideológico-, eche todo a perder. Lo que no puede conseguirse en modo alguno, aunque la dirección hacia la que nos encaminen sea la acertada, es seguir adelante con ella cuando la administración, no sólo no es la adecuada, sino que es francamente mala. Ruinosa. Es decir, cuando los gastos de administración superen los ingresos. No es necesario recurrir al clásico refrán de que “donde no hay harina todo es mohína”. Elemental resulta que, cuando el Estado, o el honrado padre de familia, gastan más de lo que ingresan, ni la nación ni el hogar familiar son lugares seguros para vivir, y mucho menos para cimentar un futuro apetecible.
Lo cierto es que un Estado que ha renunciado a su territorio, fraccionándolo en regiones autonómicas; que se ha desprendido de gran parte de su inicial autoridad legítima, cediendo ésta a las neonatas autonomías; que ha aumentado desorbitada e innecesariamente el número de sus funcionarios, amén de amparar el crecimiento de la casta política propia, y permitido igualmente el crecimiento de la autonómica y de la municipal; que, en resumidas cuentas, y para no incordiar más, gasta mucho más de lo que ingresa, no sé qué pretende sacar con esos ilusorios pactos, como no sea repartir responsabilidades.
El Congreso, entiendo yo, es el único lugar idóneo que existe para proponer y discutir esas soluciones ajenas que ahora se buscan, y que, aprobadas o no por mayoría, el Estado es el único, en virtud de su legitimidad y “auctoritas” indiscutibles –aunque discutidas por algunos-, capaz de implantarlas en un intento de cambiar de dirección, o bien de rechazarlas abiertamente y hacernos caminar en la misma dirección que llevábamos hasta ahora. Eso sí, asumiendo su propia responsabilidad, no pretendiendo repartirla entre todos. No olvide el gobernante aquel dicho, recordado de mis tiempos de estudiante de Derecho, o sea hace mil años, que decía que “auctoritas, non veritas, facit legem”, es decir que quién está en posesión de la autoridad suficiente puede dictar su propia ley, sin necesidad de pactar con nadie.
Requerir a otros a formalizar un pacto, es una manifiesta confesión de impotencia. Y la impotencia se puede perdonar, pues es su estado natural, a un octogenario, pero jamás a un político en la cima de la vida, a esa edad gloriosa en la que se espera todo de él. Porque tiene el vigor físico, la plenitud mental, y además la autoridad ganada en las urnas, para sacarnos del atolladero, sin tener que pactar con nadie.
Que una cosa es que oiga un consejo, una advertencia, un requerimiento incluso, pronunciado o hecho ante el Congreso en pleno, y otra que, teniendo o contando con la mayoría de la Cámara, no haga lo que buenamente crea que es mejor para todos, porque así se lo dicta su “ideología política” .
Pero, vuelvo a insistir, con ideologías no se va a parte ninguna, si no va acompañada su implantación de una recta y estricta administración de los ingresos y gastos.

A este respecto, me decía el otro día mi buen amigo Polidoro Recuenco –al que ya conocen ustedes-, que si él dispusiera de autoridad, lo primero que haría sería cortar esa política de pródigas subvenciones estatales, que viene a ser una de las principales sangrías presupuestarias. Esas inexplicables, e inexplicadas, subvenciones a bancos, cajas, grandes empresas, locos proyectos varios, etc., etc., que a nada bueno conducen, salvo a enriquecer a unos cuantos, siempre a los mismos, serían suprimidas de raíz. En vez de eso extremaría la exigencia de responsabilidades, incluso penales si llegare el caso, a los malos administradores de tales desaguisados, necesitados de esas subvenciones para sobrevivir, interviniendo y limitando los secretos e incontrolados ingresos de sus directivos y consejos de administración. Eso y una política fiscal progresiva, sin fisuras ni vías de escape para eludirla, no serían malos comienzos para demostrar el espíritu de enmienda de un gobierno que se dice socialista, sin serlo realmente. Por lo menos, no se les ve en su forma de comportarse y vivir, muy por encima del resto de los ciudadanos.

Con Polidoro no entro en discusiones, y si él lo cree así, bien pudiera ser que estuviese en lo cierto. Como me decía mi hermana Pilar, los quereres vienen de los buenos procederes. Algo así como obras son amores. Y eso tanto vale para el matrimonio –a lo que ella se refería-, como para la aceptación de la casta política por parte de los sufridos administrados. Analícense a sí mismos, los políticos todos, sin excepción, y vean si son dignos de nuestros quereres, o nuestros amores. ¿O, tal vez, de nuestra indiferencia, cuando no de nuestra desconfianza? Ésta, ganada a pulso, desde luego.
No quiero ser gafe, que es triste papel para cualquiera, pero considero ese “malparto”, que no pacto stricto sensu, como una pérdida de tiempo. ¡Ojalá me equivoque! Que “errare humanum est, perseverare diabolicum”, como reconocen los prudentes clásicos.



José María Hercilla Trilla
Salamanca, 5 Marzo 2010


(Public. en Es Diari, del 08-03-10)

jueves, 22 de abril de 2010

9/10.- ¿PACTOS? ¡QUÉ RISA!

9/10

¿Pactos? ¡Qué risa!

El pasado 17 de este mes de Febrero del 2010, me pasé la mañana sentado al brasero -¡bravo invento, vive Dios!-, escuchando a ratos (es decir prestando atención), u oyendo otros (como quién oye llover), los discursos pronunciados por los más conspicuos políticos del momento, en un pretendido debate acerca de los pactos, o del Pacto a secas, acertadamente aconsejado por el Rey, aparte de exigido por el lamentable estado de la Nación. ¡Dios se lo pague, al Rey, y perdone a los causantes del desaguisado!
Me gustaría poder calificar con nota alta esas intervenciones que digo, aparte de poder hacerlo –creo yo- con total neutralidad y falta de apasionamiento, dada mi condición de “no afiliado” a ninguno de los Partidos políticos allí representados, ni tampoco a ningún otro. Confieso ser un escéptico político apartidista independiente. Nadie me lo tome a mal, por favor. Me explicaré, aunque alguno pueda decirme que me guarde mis historias particulares, que a nadie interesan. Le pido perdón, pero es lo único que me queda realmente verídico. Además de que creo es más perdonable oír hablar a uno, a cualquiera, incluso a mí, bien de sí mismo, que oírle hablar mal de los demás. Que algunos hay, que dicen que esto último, la difamación, es nuestro deporte nacional. El gran Montaigne decía que “hablo de mí porque es la persona que tengo más a mano”. Me permito añadir, modestamente, que porque es la que más conozco y de la que más cosas sé.
En política, jamás pasé de mero y desconfiado espectador, tal vez por haber vivido en mi niñez y sufrido en mis propias carnes los avatares políticos de un abuelo salmantino, diputado socialista él, que desatendió su bufete –amén de su esposa y trece hijos- por “darse a” y “preocuparse de” sus convecinos electores; y las mucho y mayores desventuras de un padre, el mío, que sin desatender a sus enfermos, arruinó su vida y la de su familia por meterse a redentor idealista, es decir a político vocacional stricto sensu, es decir sin sueldo o gabela de clase alguna que compensase su dedicación e idealismo. Cárcel, y hasta paredón de fusilamiento, del que fue librado milagrosamente a última hora por un grupo de milicianos de la FAI, clientes suyos, que por allí pasaban, lo vieron y reclamaron para ellos, conduciéndole a casa; amén de venir a padecer luego una vejez prematura y una desilusión crónica por ver como se desarrollaba el final de la aventura en la que un día le embarcó un amigo, fue todo lo que sacó –lo que sacamos la familia- en limpio de aquella empresa. Ese amigo que digo, Juan Aizpuru, gran persona, aún sacó menos en limpio puesto que perdió alevosamente la vida en La Mola menorquina. Mi abuelo tuvo suerte y no acabó en el paredón o la cuneta de cualquier camino. Murió en el 1935, cuando ya todo olía a chamusquina en España. Al año siguiente, unos valientes falangistas se conformaron con fusilar la placa que el Ayuntamiento de Ledesma había colocado en la plazoleta donde vivió mi abuelo, rindiendo con ella –con la placa- honores a su hijo predilecto. Dios les haya perdonado. A los del frustrado fusilamiento, no a los agradecidos munícipes que colgaron la honorífica placa dedicada a Don Ulpiano Trilla, mi abuelo, dando nuevo nombre a la plazoleta donde éste tenía su casa.
Creo que con esos antecedentes familiares queda justificada mi vacunación preventiva respecto a eso que algunos llaman política, aunque otros hay, sinceros ellos, que lo llaman simplemente “modo de vida”, sin entrar en ociosos y prescindibles pormenores. Amén de también odiosos.
Y tal parece ser –lo del modo de vida-, por el ardor con que defienden sus respectivos escaños, sus coches oficiales, sus jubilaciones vitalicias, todos los privilegios y prebendas inherentes a sus respectivos y en ocasiones múltiples cargos. ¿Quién es el primo que se deja arrebatar esa suculenta bicoca?
Ya decía al principio que me hubiese gustado calificar sus respectivos discursos –los que digo haber oído pocos días atrás-, con nota alta, por su contenido, o por su brillantez. Ni por lo uno, ni por lo otro: Vacíos y oscuros. Lo lamento. Lo curioso es que los oradores representantes de pequeños partidos, algunos de ellos de ámbito autonómico –que algunos dicen “nacionalista”, confundiendo churras con merinas-, estuvieron mucho más brillantes si cabe que los grandes espadas, que se quedaron en poco menos que en nada. Escarbabas en ellos, en sus palabras, y mucha paja y escaso grano. Por no decir craso y repetido aburrimiento. Son ya muchas ediciones las que nos han servido de la misma copla, como para creer en ella.
Ya decía antes de mi nula vocación política, pero entiendo que cualquier discurso, para ser convincente, lo primero que necesita, aparte de originalidad, es demostrar a los oyentes el convencimiento del que habla. De eso hubo poco. Y de eso sabemos bastante los abogados, pues una cosa es defender un pleito porque así nos lo pide un cliente, al que no podemos negar la defensa por las razones que sean, y otra es, llevados por la autoridad que da ser portadores de la verdad, enfrentarse a un tribunal y, con absoluto convencimiento de ella, de la verdad por nosotros esgrimida, tratar de que ésta sea compartida por quien nos oye. O sea ganar el pleito, sacar la verdad a flote, hacer que reine la Justicia.
En sus discursos no creo que ninguno de los oradores lograra convencernos a los anónimos oyentes de sus respectivas verdades, salvo, como es lógico, a los que estaban convencidos previamente de ellas, sin necesidad de oírles, sobre todo a ese clan de aplaudidores “espontáneos”, unos puestos en pié, otros dando su asentimiento con ostentosas inclinaciones de cabeza, haciéndose notar, ser visibles a los ojos del jefe, único repartidor de prebendas. ¡Más discreción en los aplausos, amigos todos! Muchas veces más dice un respetuoso y oportuno silencio que ese agitar sin motivo el botafumeiro, tanto, que a algunos se les ve el plumero. Uno comprende esa vocación de botafumeirista que embarga a algunos, pero no la comparte en absoluto. Más de uno y de dos empezaron así su carrera política, dando incienso al jefe, sin otro título que llevarse a la boca. Y claro, así nos luce el pelo a los gobernados por tan “hábiles” trepas.
Del debate “político” del otro día, el españolito de a pie salió convencido de que hemos llegado a un punto en el que, por mucho pacto que se logre, nada habrá de cambiar, por lo menos en lo esencial. ¿Cabe acaso pactar con un adversario al que se considera y se trata como un enemigo, al que se insulta en ocasiones, al que siempre se menosprecia, pretendiendo además –cada una de las partes-, ser portadora de la verdad absoluta, sin admitir la parte de verdad que pueda aportar la contraparte, y –sobre todo- sin que ninguna de ellas tenga en cuenta la ley inexorable de las cifras?
No olvidemos que en economía política, al final, sobran las ideologías. Todas. El dinero disponible es el que manda. Siempre. Cualquiera que pretenda ir contra esa evidencia, corre el riesgo de incurrir en demagogia. Lo que prima son las cifras de resultados, y en tanto éstas no se modifiquen y mejoren, preferible es dedicarse a otra cosa, por ejemplo, a cerrar todos el puño, no para acogotarnos con él los unos a los otros, o para blandirlo en alto en signo de amenaza o de victoria, sino para evitar que se desperdicie ni una sola peseta. Si en boca cerrada no entran moscas, como nos enseñaron en nuestra lejana infancia, de puño cerrado no se desperdicia ni un euro. Por algo se dice de los poco gastosos que son “del puño cerrado”. De esos debiere estar formado el Gobierno, de “puños cerrados”, incluso “amartillados”.
Sí, ya sé que para eso del ahorro controlado hay que empezar dando ejemplo. Además de renunciar a los privilegios de que goza la casta política, que les diferencia y aleja de los simples administrados, hay que reformar la onerosa y supercargada estructura de la Administración Pública, en todos sus niveles.
Un país con unos cien mil políticos de ámbito municipal, entre alcaldes y concejales; con miles de diputados provinciales; con más de millar y medio de políticos autonómicos, entre presidentes y parlamentarios; con trescientos cincuenta Diputados y trescientos Senadores estatales, amén de con casi medio centenar de Eurodiputados; con una veintena de Ministros (con su cohorte de Directores Generales, amén de incontables funcionarios de todo género), todos ellos, del primero al último cobrando de la Caja Común, representan una carga que sólo una nación rica puede soportar. Seguramente si en vez de ser políticos ellos, fueren gestores capacitados, serían bastantes –y aún sobrarían con un centenar de los mismos- para rectamente gobernar el mundo entero.
No he dicho nada de los Sindicatos, que algunos llaman de clase, pero mantenidos, se dice, mas que por las cuotas de sus pocos asociados, por los Gobiernos de turno, colgados por tanto, con subvenciones o ayudas de todo género, de las tetas del Presupuesto Nacional. Tal vez no sea así y yo esté equivocado, en cuyo caso retiro lo escrito.
Lo que es evidente es que antes de formular pacto alguno, hay que sanear las cuentas. Y que para esa labor el único competente es el Gobierno de turno, quien tiene, o debería tener, la autoridad suficiente para poner manos a la obra y recortar toda estructura administrativa sobrante. Es esencial una labor de poda, sin contemplaciones. O podamos el Estado o se nos muere por falta de savia nutricia bastante a tan excesiva frondosidad.
Y, claro está, cuando se pide o exige sacrificios a los demás, lo primero que hay que hacer es sacrificarse uno mismo, dando ejemplo. No se crea nadie que hablo en broma, que lo digo muy en serio. Lo primero que propondría es la renuncia de sueldo y toda clase de gabelas, formulada por la casta política, gobernante o no, durante, al menos, el plazo de un año. Para los siguientes, su reducción paulatina –del total de retribuciones- de un 10 por 100 anual, hasta llegar al ejercicio vocacional de la política, es decir el que se hace por amor al prójimo, no por lucro o lucimiento personal.
Pedir ahora pactos, no sólo para salvar la economía nacional, sino también la propia estabilidad en los cargos, es confesar públicamente la incapacidad gubernamental de alcanzar esas metas. Ante ese reconocimiento de impotencia, lo más discreto, más que pactar con el adversario, dispuesto o no a cooperar, es retirarse voluntariamente a tiempo, antes de que uno se vea forzado a hacerlo.
Yo, vuelvo a decirlo, sólo creo en el ejercicio vocacional, gratuito y desinteresado, por amor al prójimo, de eso que se llama política.
Y quede constancia de que nada de lo dicho hasta aquí encierra ánimus offendendi, mucho menos ánimus injuriandi, y además pudiera ser que yo, por razón de la edad, ya estuviese chocheando. Pero insisto: ¡Hay que empezar dando ejemplo! Sacrificios, sí, pero absolutamente para todos, empezando por los hasta ahora menos sacrificados: Nuestros políticos. Que pronto van a ser los de ustedes, no míos. ¡Dios proteja a mis sucesores!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 25 Febrero 2010



(Public. en Es Diari, del 01-03-10)