miércoles, 24 de marzo de 2010

6/10: POLIDORO Y EL "PENSIONAZO·

6/10

POLIDORO Y EL "PENSIONAZO"

Será cosa de la edad, no lo niego a ustedes, pero cada día me cuesta más entender lo que pasa a mí alrededor. Se habla ahora de las pensiones y de la edad de jubilación, como si eso fuese cosa nueva. Hace cuarenta años ya hablábamos de eso mismo algunos que no veíamos con buenos ojos lo que se nos estaba viniendo encima, a la vuelta de la esquina, como no se tomaren medidas correctoras de los entonces vigentes Reglamentos. No íbamos por buen camino entonces, pero es que los de ahora, por lo que se ve y se oye, están empezando a ser intransitables.
Hay que confesar que el problema no es fácil de resolver, quien piense o diga lo contrario miente; la cosa tiene más facetas que un diamante; pero también hemos de reconocer que lo primero que hace falta es que los que quieren emprender su solución, antes resuelvan el suyo, su problema, que es el nuestro, pero al revés. O sea, renuncien a sus injustos y antidemocráticos privilegios.
Me explicaré. Pero antes pregunto: ¿Vivimos en un estado socialista, donde todos los ciudadanos tenemos los mismos derechos y obligaciones? ¿O vivimos inmersos en un brutal capitalismo, donde –para iguales supuestos- las leyes son distintas, conforme los grupos sociales sobre quienes vayan a aplicarse? (Sobre todo si la clasificación se hace en términos económicos o de poder).
Si ya existe una ley general para todos –es un decir-, ¿para qué se dictaron unas normas especiales que favorecieran tan sólo a unos cuantos? ¿Qué debe entenderse por “trabajador por cuenta ajena”? ¿Acaso no trabajamos casi todos para los demás?
Aquí hago un inciso, para exponer mi creencia sobre este último punto. Entiendo que trabajador por cuenta ajena es todo aquel que recibe periódicamente un sueldo, un salario, o como queramos llamar al “sobre”, que le paga o abona, o ingresa en su cuenta corriente bancaria, otra persona –física o jurídica, oficial o privada, otra-, en compensación a los trabajos prestados a la misma, o a otra u otros, por su encargo. En esta categoría entran desde el Presidente del Gobierno hasta el último peón de albañil, pongo por ejemplo. El primero trabaja para el pueblo soberano, como así nos llaman los políticos cuando están de coña, y el peón para un contratista de obras, pero así lo hacen –trabajar para otro- todas las personas que tienen un sobre a final de mes o de semana, que les asegure el condumio. Incluidos funcionarios, civiles y militares. Y por supuesto políticos y banqueros, que también cobran un sueldo, aunque sea excesivo para lo que hacen de bueno, tanto los unos como los otros.
Tan sólo el empresario, el negociante o el profesional, con oficina, comercio o despacho abiertos, cuya suerte depende de la aceptación que tengan sus servicios entre el público; aquellos cuyos ingresos sean aleatorios, no fijos, pendientes de cómo haya ido la caja, tan sólo éstos no son trabajadores por cuenta ajena. Trabajan por cuenta propia, aunque lo hagan para un público. Eso lo hacemos todos. Antes, estos trabajadores “autónomos”, tenían sus seguros y jubilaciones contratadas con mutuas, por estar excluidos del “régimen general de trabajadores por cuenta ajena”. Hoy, ya pueden afiliarse –según oigo- al Régimen General, como tales “autónomos”, seguramente como forma de aumentar las cotizaciones; que mañana, Dios dirá.

Mi amigo Polidoro Recuenco, jubilado del digno Cuerpo de Telégrafos, garrafinista de pro, al que ya conocen ustedes, quien tiene decidida vocación de arbitrista, de arreglalotodo, hace escasos días, al empezar a hablarse de las pensiones y del temor a su incierto futuro, me decía muy convencido lo que sigue:

“”“”José María, como ambos coincidimos en que todos los ciudadanos –salvo los rentistas, banqueros y algunos pocos más-, todos son (o han sido) trabajadores por cuenta ajena, lo más aconsejable es tender al establecimiento de una única Seguridad Social, que nos comprenda a todos, empezando por el Jefe de Gobierno, siguiendo por sus ministros, y así “to seguío”, como se dice en Andalucía. Todos, absolutamente todos, a ingresar en una Caja Única Nacional, e igualmente todos, absolutamente todos, al llegar a la edad de jubilación que la experiencia –amén de las matemáticas o de los resultados contables- exijan o aconsejen para no entrar en quiebra el sistema, retirarse cada uno cobrando lo que le corresponda, habida cuenta de los años cotizados y de las cantidades ingresadas durante sus años de vida laboral en activo. Con este método, seguramente se facilitaría el control de cuentas, el control de trabajadores, y cada uno percibiría lo justo, en proporción a sus años de trabajo y a sus aportaciones a la Caja Única durante ese tiempo. Y España sería un Estado socialista. O por lo menos, democrático.
Me da igual que el jubilado sea militar o civil, sea político o juez, sea contratista o peón albañil. Para inscribirse o darse de alta en esa Caja Única no se le va a preguntar ¿qué es usted?, sino ¿cuánto va a cotizar usted?, que es lo único que interesará mañana –lo cotizado, la totalidad de ello-, para el cálculo de la pensión de retiro que le corresponda, calculada, claro está, computando los ingresos efectuados en dicha Caja durante sus años de trabajo.
Sólo quedaría fijar la edad en que la jubilación puede solicitarse, que, no nos engañemos, vendrá impuesta matemáticamente por los resultados contables.
Eso que decía el Presidente del Gobierno (El Mundo, 31-1-10), de que “su” medida sobre la modificación de la edad de retiro, le venía impuesta “por su sentido de la responsabilidad”, no pasa de ser una bonita frase. Mejor hubiese estado decir que la adoptaba –la medida-, “obligado por la fuerza de los números”. Ante las matemáticas deben ceder las ideologías. Los números mandan, no las voces de los políticos. Más claro: donde no hay no roban. Y no valen demagogias, ni de unos ni de otros, ni de los de en medio. ¿Que para solucionar el problema, hay que modificar el sistema? Pues cuanto antes, mejor para todos, sobre todo para el pueblo llano y soberano. ¡Menudo oximorón, eso de llano y soberano!
Lo malo es que mientras los ciudadanos, en uso de su legítimo derecho de expresión, puedan decir, como -también en el mismo diario y mismo día-, decía en una “Carta al Director” el prudente señor don Manuel Villena, de Granada, que “”echo en falta también una reforma del privilegiado sistema de pensiones de ministros, diputados, senadores, presidentes y consejeros autonómicos. Sus señorías disfrutan de un plan de pensiones que no se parece en nada al de los ciudadanos de a pie. Tienen derecho, entre otras prebendas, al 100% de la pensión máxima por cotizar solamente entre 7 y 11 años”, lo que viene a calificar de vergonzosa desigualdad, puesto que ello obliga a que “los parias tengan que trabajar más años para mantener las pensiones de la casta política”. ¡Sí, señor, don Manuel, así se habla!
En un Estado socialista, sus políticos todos –si de verdad fuesen socialistas-, al acceder a sus altos cargos, lo primero que deberían hacer es renunciar a los privilegios para ellos establecidos e igualarse al ciudadano de a pie, ingresando en la Seguridad Social, establecida para el conjunto del “pueblo soberano”, sometiéndose a las exigencias que a todos se nos impone, especialmente en cuanto a tiempo de cotización y a regulación de la pensión de jubilación a que cada uno tenga derecho el día que la solicite. ¿A santo de qué diferenciarse de lo que se impone y exige al pueblo soberano? Quizá esa primera demostración de llaneza, al par que muestra de respeto al pueblo llano, podría empezar a devolver a la casta política la consideración –y pudiera ser que también la estima- del pueblo soberano, de las que no anda muy holgado.
Mi propuesta es muy sencilla: Una Seguridad Social única, para todos, y cuando digo todos, quiero decir TODOS; una Caja Única, a la que todos deben contribuir a lo largo de sus vidas laborales; una cuota mínima, para todos igual, que puede ser mejorada por cada uno, según sus posibilidades o voluntad, pensando en el importe de su futura pensión de jubilación; un número mínimo de años de cotización, igual para todos; una edad mínima de jubilación, también igual para todos; fijación de las pensiones según el número de años cotizados y de las cantidades ingresadas en la dicha Caja Única. Obvio resulta que con este sistema desaparecerían las Clases Pasivas, al convertirse en “pasivo” todo jubilado, o al revés, todo jubilado en “pasivo”.
Gran cosa sería también que el Estado socialista se viera obligado a contribuir a esa Caja Única con las cantidades que ahora distribuye a troche y moche –no cito donatarios para no ofender a nadie-, que vendrían a incrementar la solidez del sistema, y que, a través de éste, revertirían en el pueblo soberano jubilado, no en el reducido ámbito que ahora las recibe y cuya gestión o destino muchos miran con cierto recelo, por no decir desconfianza.
Todo esto que te digo, José María, puede ser objeto de matizaciones, como decía días atrás la ministro, señora Espinosa, al hablar del pensionazo gubernamental. No voy a ser yo menos transigente que ella.””””

Asombrado me dejó mi amigo Polidoro, a quien nunca le había escuchado un razonamiento tan prolijo y dilatado. Yo no sé si tendrá la razón completa en lo que me dijo, pero no puede negarse que no andaba muy descaminado en lo esencial. Desde luego comparto con él lo que dice del socialismo, que no se ve por parte alguna, antes al contrario, hay un fervor por el elitismo político y económico, que se evidencia hacia cualquier parte que se mire. Sería necio negar la existencia de esas “altas” clases sociales, siempre las hubo y las habrá, pero lo que si encocora al pueblo “sobellano” (llano y soberano), es que no estén sujetas a las mismas leyes que nosotros, a las mismas obligaciones que a nosotros se nos imponen, a los mismos derechos que a nosotros nos conceden, que en eso, en la igualdad ante todas las leyes, creo yo, consiste el verdadero socialismo, el que yo profeso desde siempre. Sin que esto quiera decir que yo poseo la verdad absoluta, pero es mi verdad. No se me tome a mal, por favor.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 4 Febrero 2010

(Es Diari, 8-02-2010)

lunes, 15 de marzo de 2010

5/10: ¿ME QUEDO O ME VOY?

5-10

¿Me quedo o me voy?


Acabo de leer el periódico –el de papel-, y me ha sorprendido la afirmación que hace un político, diciendo que si prosigue la crisis se presentará a la reelección, a fin de liderar un tercer mandato, creo que cuatrienal. Nada dice de lo que hará si no prosigue la misma y se aclara el panorama.
Sorprendido y perplejo me ha dejado, pues tal afirmación contradice abiertamente mis creencias, mi opinión, mi modo de ser y de estar, mi pensamiento, mi regla de conducta, o como quiera usted llamarla. Si durante ocho años, es decir dos legislaturas, has pilotado la nave en la que todos vamos embarcados, y la nave lleva torcido rumbo, amenazando incluso con un forzado o inevitable embarrancamiento, cada día con un mayor censo de parados –también de funcionarios-, demostrado queda que no está pilotada muy acertadamente. O se cambia el rumbo, o se cambia al capitán, digo yo. Y conste que nada tengo contra éste, Dios me perdone, cuya eterna sonrisa admiro y envidio, pero cuyas ideas socialistas no he visto ni veo por parte alguna. Tal vez por eso de que cada día veo peor. Pudiera ser.
A mi corto juicio, no es cosa de bajarse ahora, cuando aún no se ha rematado este segundo viaje, del puente de mando, tirar la gorra de capitán por la borda y decirnos ahí te pudras, arréglatelas como puedas. Un capitán honrado, y por tal lo tengo, no abandona el barco en medio de una tormenta, y hace bien en seguir comandando la nave y en fijar su rumbo –acertado o no-, hasta llegar a puerto y entregarla al armador de la misma, o al consignatario, si así procede, en este caso al pueblo llano. Me gustaría haber escrito “al pueblo soberano”, pero hace ya muchos años que me desengañé de que tal cosa –la soberanía- fuera atribuible al pueblo llano. Por lo menos, jamás me creí en posesión de participación alguna de tan cacareada soberanía. Llano sí, en el trato, en el aspecto personal, en el trabajo, en las aspiraciones, en todo. La llaneza es atributo inseparable de toda persona educada, y por ende, de todo pueblo con las mismas cualidades, como, en general, es el nuestro.
Pues bien, volviendo al pilotaje de la nave, torno a insistir en que un avezado y honrado capitán no deja el mando sin completar el viaje –no dimite-, por muy tormentosas que sean las últimas millas del recorrido, por poco combustible que reste en los depósitos o muy deteriorada que se encuentre la nave. Pero de lo que no cabe duda es que, de gran parte de ese accidentado viaje, segundo que él comanda, de gran parte, la falta de acierto en el rumbo emprendido a él hay que achacarla, por acción, por omisión o por culpa “in vigilando” o “in eligendo” de sus hombres de a bordo, sus más próximos ayudantes.
Un capitán en esas condiciones adversas, con ese tiempo revuelto, de imprevisible apaciguamiento, que incluso amenaza con ir a peor, lo que está deseando es llegar a puerto,- eufemística forma de llamar al término de una legislatura, a un mandato cuatrienal-, y entregar la nave -o lo que quede de ella- a su armador, el pueblo llano, para que éste pueda elegir idóneo capitán para la siguiente singladura. Aunque elija otro salido de la misma Escuela, que no se trata de titularidad del elegido, sino de idoneidad, de capacidad del mismo, sea quien sea y venga de un lado o de otro.
Lo que no podré entender jamás es eso de que “si llevo torcido rumbo y además la escora de la nave es cada día mayor, intentaré seguir capitaneándola en una tercera etapa”, sin cambiar el rumbo emprendido, por supuesto, ya que eso –lo de fijar el rumbo-, entra dentro de mis competencias capitanas.
Más lógico hubiese sido oír de su boca lo contrario, algo parecido a esto: “”Como esto no se enderece, como el tiempo no aclare, como no se apacigüe la tormenta, como no desaparezcan los parados, como siga la crisis, como …, como…, como…., mientras así no suceda, mejor será dejar de pensar en seguir capitaneando la nave y acogerse a la suculenta y vitalicia jubilación que las leyes me permiten. Que otro valiente se ofrezca a capitanearla y que la suerte le acompañe en su intento. Yo, en estos ocho años, he hecho lo que buenamente he podido y lo que malamente me han dejado hacer otros, pero os aseguro que entrego el mando teniendo la conciencia tranquila. Adiós””
Sólo en el caso de una extrema bonanza, la mar tranquila, la nave surcando rutas de bienestar y de riqueza, sin un solo parado a bordo –ni tampoco deambulando por los muelles-, vencida la crisis y sin atisbos de otras en el horizonte, sólo en ese caso me hubiese resultado comprensible –y también admisible y disculpable-, una declaración parecida a: “”Como la nave marcha viento en popa, con rumbo acertado y enfilada a seguros puertos, como no existe ni uno solo de los parados de otras veces, como todo va como una seda, sin necesidad de vigilancia ni cuidados especiales, sin requerimiento de medida extraordinaria alguna, felices todos, los tripulantes y el pasaje, como sé que todos, absolutamente todos, estáis contentos con mi pilotaje, lo mejor para todos será que me nombréis capitán para esta tercera singladura que vamos a emprender juntos. Así pues, sabed que me presento a la reelección y quedad tranquilos, pues os prometo más de lo mismo, idéntico y feliz viaje””

Uno, en su insignificante insignificancia –ajustada redundancia-, de haber estado al mando y gobierno de cosa alguna, hubiese pensado así:
De ir bien mi gobierno, ¿a quién tengo que dar las gracias? ¿A Dios, a la suerte, a mis dotes personales o a mis gobernados? ¿Debo o no seguir desafiando la suerte?
Y de haber ido mal mi pilotaje de la nave, de haberla conducido a -o de no ser capaz de sacarla de-, una crisis, ¿no seré yo el culpable de esta situación? ¿No sería mejor para todos, que dejare el mando a otro, más capaz o más afortunado que yo, y me fuere a casa a gozar las mieles del retiro?

Comprendo que debe ser muy agradable estar oyendo todo el día, y en toda ocasión, al grupo de agradecidos botafumeiros eso de: Tú eres el más listo, tú eres el más guapo, tú eres el más sonriente, tú eres el único, tú…, tú…, y así hasta la extenuación. De los que te aclaman, claro; que no de la tuya, encantando de verte y sentirte poco menos que santificado. Que eso no cansa, sino que encanta.
Pero también hay que saber mirarse al espejo mágico de vez en cuando y preguntarle: “”Espejito lindo, dime la verdad. ¿Es cierto lo que dicen quienes me aplauden? ¿Soy tan guapo como dice mi cohorte de agradecidos amigos? ¿Soy tan listo como me aseguran? ¿Soy el único que puedo gobernar esta nave, en la que todos vamos embarcados? ¿Puedo, incluso, gobernar un continente, aunque sólo sea durante un semestre? ¿Y por qué no el mundo entero?””
Los espejitos mágicos, desgraciadamente, no hablan, eso lo sabemos todos. Pero estoy seguro de que piensan. Yo no voy a constituirme en la voz transmisora de ese pensamiento que tiene el espejo. Si él, el espejo, se niega a hablar, negándole la contestación a quien se mira en él, no voy yo a corregir su mudez.
Sin embargo, recordando lo que le sucedió al mozo torrejoncillano –que ya conté el otro día-, sorprendido por su abuela frente al espejo, interrogando a éste que qué más le faltaba a él, rico, listo, guapo, simpático, etc., etc., tal vez me atreviere a darle la misma contestación que dio la sabia abuela a su presumido nieto: “Prudencia, hijo; eso es lo que te falta a ti, mucha prudencia”

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 27 Enero 2010


(Public. en www.esdiari.com del 31-01-2010)

jueves, 11 de marzo de 2010

4: COMENTARIOS A UN DOCUMENTAL SOBRE MENORCA

4/2010

Comentarios a un documental sobre Menorca

Este pasado domingo, día 17 de Enero, a las nueve y media de la noche, me hicieron un inesperado regalo. En la segunda cadena de televisión emitieron un documental titulado “Menorca”, dentro de la serie “Ciudades para el siglo XXI”
Inútil es decir que desde un cuarto de hora antes, ya estábamos –mi mujer y yo- colgados de esa 2ª cadena de TV, esperando deleitarnos con el citado documental. Con los documentales, cuando se trata de algo que tú ya conoces, siempre se tiene la impresión de que su autor se ha dejado algo en el tintero, de que se ha olvidado de lo mejor, de lo más interesante. Seguramente esto no pasa de ser una sensación subjetiva, variable según el sujeto opinante, pero siempre creí que para realizar cualquier documental, además de la técnica, es preciso el amor hacia lo que se va a documentar, conocerlo a fondo, quererlo como algo propio.
El documental fue bueno, pero sí, creo poder afirmar que le faltó algo; que pudo dedicarse algo más de tiempo al puerto, e incluso también a la ciudad, y a otras muchas cosas, pero hay que conformarse con lo visto y respetar al documentalista.
¡Cuántos recuerdos se despertaron en mí a lo largo de su contemplación! ¡Cuántos posos se removieron en lo hondo de mi memoria! Y de mi alma. Por lo que pude ver, y por las noticias que de tarde en tarde llegan hasta mis oídos, parece ser que de aquella isla fortificada y militarizada, famosa en el mundo militar, apenas queda nada. Cuando ahora veía los cañones de gran calibre de La Mola y de San Felipe, creo que poco menos que abandonados –por el aspecto que presentaban-, me acordaba del trabajo que supuso desembarcarlos en Mahón y trasladarlos, cada uno a su batería. Eran los años treinta, en su primera mitad; una vez puestos sobre el muelle surgió el problema del traslado de aquellas enormes y pesadísimas piezas. La subida hasta la carretera de Villacarlos se hacía –y supongo se seguirá haciendo- por la empinada cuesta que desde Calafiguera conectaba los muelles con aquella vía de enlace entre Mahón y Villacarlos, ahora llamado Es Castell. Como esa cuesta pasaba por encima de un almacén, excavado bajo ella, destinado al negocio de desguace de los barcos, en su cala alineados, y se temía que el excesivo peso de dichos cañones pudiera producir el derrumbe del mismo, del almacén, hubo que reforzar su techo con enormes puntales internos, con una especial capa de rodadura externa, en fin, con una serie de medidas extraordinarias, antes de iniciar su traslado a las baterías de destino en las distintas fortalezas costeras. Fue un verdadero espectáculo, hasta creo que hubo cruce de apuestas entre los mirones, sobre si el almacén aguantaría aquel peso o “si faría figa”, es decir, se desplomaría con si fuese un higo maduro.
Aquellas fortalezas de La Mola, San Felipe, etc., las visité varias veces en compañía de mis padres, amigos éstos de varios jefes de aquellas guarniciones, en las que tenían sus respectivos pabellones. Recuerdo al teniente coronel Miñambres, al comandante Olivares, al Comandante Sampol, este último uno de los doce muertos en Los Freus, el 2 de Agosto de 1936, y a algunos otros. Descansen todos en paz.

De los faros que jalonan el litoral isleño, algunos verdaderamente soberbios, también pudo dársenos mejor información. De la sacrificada vida de los fareros, y de sus familias, también. El más conocido para mí fue el de Capifort, que mi padre iba a visitar por estar alguien enfermo, no sé si el farero o alguno de sus familiares. Después de la visita médica, bajábamos a una playa cercana, pequeña, recoleta, solitaria, a bañarnos.
En cierta ocasión visitó a mi padre un hombre joven, madrileño, recién llegado a la isla, recomendado a él por algún conocido común. Le explicó que había hecho la oposición a farero, logrando plaza en uno de los faros menorquines; que en dicha nueva ocupación no buscaba sino el modo de aislarse completamente del mundo exterior, y de sus tentaciones, para poder dedicarse por completo al estudio del programa exigido para las oposiciones a Notarías. Desconfiaba de sí mismo y de su fuerza de voluntad, por lo que decidió recluirse voluntariamente en un apartado faro hasta considerarse en condiciones y posesión de saberes bastantes, como para poder opositar con éxito. No volvimos a saber de él. De todas maneras, dado el tiempo transcurrido, vete a saber dónde andará, o si ya no andará, que es lo más probable.

Todos estos recuerdos, y otros muchos, innumerables, iban surgiendo en mí conforme volvía a ver Menorca, lo poco – a mi juicio- que nos mostraron de ella.
Al mostrarnos la Iglesia de Santa María recordé una travesura infantil, por la que merecí un par de tortas que me dio mi padre cuando el párroco le dio aviso de haberme sorprendido pinchando alfileres en el asiento de anea de las sillas, sujetas éstas mediante su clavazón a unas largas tiras de madera, que permitían mantenerlas perfectamente alineadas. Esa barrabasada la hice en compañía de otro buen amigo, Columbrans, hijo de un Guardia Civil. Alguna beata se pinchó el trasero al sentarse y puso el grito en el cielo, dando quejas al cura. No sé que le pasaría a mi amigo. A mí, bastaron aquellas dos tortas paternas para quitarme las ganas de poner alfileres a los asientos. Ésas, y otras dos por otra trastada cometida en otra ocasión, en la que fui cogido “in fraganti”, fueron las únicas recibidas de mi padre, poco amigo de violencias él. Fue allá por el 1935 ò principios del siguiente, antes de quemarse aquellas sillas, confesonarios, etc., etc., en la plaza pública, delante del Ayuntamiento. Doy gracias a Dios por aquel paterno correctivo inopinado, que corrigió de una vez para siempre aquel afán de gamberrear que me dominaba por emtonces. Creo axiomático que una torta a tiempo puede cambiar el rumbo de una vida.
Como inciso, ya que estamos en Santa María, debo hacer referencia al magnífico órgano de esa Iglesia, obra del alemán Juan Kyourz, acabado en 1805 y reformado luego en 1910, famoso mundialmente. Más de uno y de dos tubos fueron arrancados de su sitio en los primeros días de nuestra guerra civil y soplados luego en la calle por algún que otro desalmado. No sé como se habrá repuesto su falta. Durante aquellos tres años de guerra incivil fue destinada la iglesia a almacén de abastecimientos.

El puerto pudo mostrársenos más detenidamente, desde su bocana hasta La Colársega, aprovechando la muestra para mostrarnos todas las calas que lo circundan, Cala Rata, Cala LLonga, Calafiguera, los acantilados de Es Repós d’es Rei, la isla del mismo nombre, donde se enclavaba el Hospital Militar, etc., etc.
Una pregunta, ¿quién recuerda la Isla de Las Ratas, por frente a Calafiguera, que dificultaba la navegación? En menos tiempo del que se tarda en contarlo, fue dinamitaba y dragada por una compañía holandesa, que cargaba sus enormes gánguiles con el material dinamitado y después dragado, para remolcarlos luego y verter su contenido fuera de puerto, en alta mar. Seguramente en perjuicio de más de una pradera submarina de posidonia.

Tampoco nos mostraron el recoleto puerto de Fornells, bello lugar, cuna del exquisito poeta lírico menorquín Gumersindo Riera, gran amigo de mi padre él. En ese puerto amerizaba el hidroavión Dornier, de la Compañía Air France, en sus viajes semanales de ida y vuelta entre Marsella y Argel, a repostar combustible.
No nos mostraron ni Alayor, entonces sede de la gran industria zapatera; ni Ferrerías, ni Villacarlos, ni San Luis, con sus molinos de viento; ni ninguno de los predios de esa bendita isla, entre los que recuerdo a Binifabini, Binimasoc, Son Tema, Son Temet y algunos otros. En Son Temet vivimos un corto tiempo, para alejarnos de una mala racha de crecientes bombardeos. Dios tenga recogidos a “l’amu Jaume y a sa madona Catalina”, su mujer, por su amable hospitalidad. Aprendí mucho el tiempo que estuve allí, ayudando a “l’amu Jaume” en sus cotidianas faenas, principalmente cuidando las vacas y en la elaboración del queso. También arrancando “drapons”, planta que no servía para nada y estropeaba el forraje de “sas tancas”. El trabajo de un niño es poco, pero quien lo desprecia es un loco, y ese no era el caso de aquel buen hombre.

Tampoco nos mostraron Montetoro, con su santuario y las hermosas vistas que desde aquella altura se pueden divisar. Ni las playas de La Mezquita, Algallarens, Calas Covas, la Isla del Aire, ni otras muchas cosas que iba recordando conforme veía ese documental, y, todo hay que decirlo, esperando que nos las mostrarían antes de llegar al final del mismo.

De Ciudadela nos mostraron algo más, pero tampoco cuanto yo deseaba volver a ver. Hasta Ciudadela acompañaba a mi padre algunas veces, cuando iba allí a pasar consulta. Mientras el atendía a los enfermos, yo recorría la ciudad y bajaba al bonito puerto, a pasear por su muelle. Y volvía a Mahón hablando con el dulce acento “ciutadallenc”, a pocas personas con las que hubiera estado hablando. Es contagioso, encantador e inolvidable.

Finalmente, para no hacer más largo este inconexo comentario, lo que más eché de menos fue mi Plaza de La Miranda, con su mirador sobre el puerto, por frente de la Base Naval Submarina, y “els carrers de S’Arrabaleta y es carrer Nou”, con sus animados paseos vespertinos de entonces. Lo mismo que sucedía con “sa Explanada y es Paseig de sas Moreras”. Ahora tal vez no se lleve eso de pasear, que tan barato resultaba. La televisión lo ha cambiado, todo. Y también el tiempo, como a mí.

De todas maneras, agradezco a esa segunda cadena de Televisión ese regalo, ese documental, que me hizo recordar aquella lejana infancia menorquina, en la que hubo de todo. Yo prefiero recordar sólo lo bueno. Es mejor para todos. ¿Para qué amargarnos recordando aquel negro e infausto trienio de horrores, de lucha fratricida, pasado en la Isla Blanca y Azul?

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 20 Enero 2010


(Public. en www.esdiari.com del 25-01-10)

viernes, 5 de marzo de 2010

3/10: UTÓPICAS DIVAGACIONES

3/10

Utópicas divagaciones en una tarde invernal


Cuidado que es difícil encontrar tema del que escribir un rato, sobre todo si no se quiere molestar a nadie. E incluso haciéndolo con todo esmero –el escribir-, suprimiendo además cuanto de esquinado pueda encontrarse en cada relectura de lo ya escrito, desterrando cualquier calificativo de doble sentido, sustituyendo unos términos por otros más suaves, moderando el tono, hasta advirtiendo que no se escribe movido por pasión ni interés alguno -sino conforme prescripción médica-, que nada de lo escrito ha sido parido “ánimus injuriandi”, ni tampoco “ánimus offendendi”, sino más bien “ánimus iocandi”, y aún así, escribe y siempre encontrarás quien tache al escritor de lo que no es, alguien que encuentre segundas intenciones en lo escrito, en fin, que busque tres pies al gato, cuando el pobre no tiene más de cuatro.
Es algo parecido a lo que decíamos, creo que ayer, o anteayer, de que siempre ha de haber –en cualquier tipo de comunidad-, uno que grite “yo me opongo”, u otro que proclame que no puede llegar a un acuerdo con el contrario, simplemente por diferencias ideológicas, como si las ideas, y sobre todo las apellidadas políticas, fueren inconmovibles, eternas, verdaderos artículos de fe. Es más fácil cambiar de ideas que de chaqueta, así nos lo demuestra la experiencia. ¿No es cierto? El venderse al mejor postor suele ser moneda de curso corriente en no pocos casos, hechas las salvedades oportunas. Según vengan los tiempos, que lo primero –opinan- es asegurar el garbanzo.

Al llegar aquí, a lo de la transigencia ideológica y cambio de chaqueta, recuerdo a aquel político intransigente que se dejó la vida por no abjurar de sus convicciones, llamado Tomás Moro, el autor de la “Utopía”. Eran otros tiempos, por supuesto. Claro está que más que ideas políticas, lo que tenía el susodicho Moro eran principios éticos, firmes fundamentos morales, de los que es más difícil desprenderse, tal vez por su solidez, que de unos cuantos vagos e inconcretos conceptos “ideológicos”, mudables con el tiempo y la ocasión.
Y así, Enrique VIII, de Inglaterra, se estrelló ante la firmeza de los principios de su Gran Canciller, Tomás Moro, que se negó a secundarle y a aprobar la conducta privada de su rey, por muy rey que fuera. La firmeza de sus creencias, de sus principios, le costó a Tomás Moro ser separado de su elevado cargo y la condena a morir en la horca, arrancársele las entrañas estando moribundo, ser descuartizado, expuesta su cabeza al público y finalmente lanzada al Támesis. Menos mal que alguien, más sensato que Enrique VIII, optó por la decapitación, a secas, procedimiento más rápido y expeditivo, algo parecido a esa “hora corta” con la que todos soñamos al aproximarnos al final del camino.
A mí, con perdón –como dicen los educados-, eso de las ideologías me hace mucha gracia, tal vez por eso mismo de que soy propenso al “ánimus ridendi”. Quizá peque de escéptico, pero los únicos predicadores en los que creo es en aquellos que nada piden para sí, sino para los demás, a los predicadores que tienen verdadera vocación de servir, no de servirse. La política, tal como hoy se entiende y practica (léase “La Casta”, libro cuyo resumen circula por la red), no puede gozar de mucho crédito, y ello por la simple razón de que casi siempre resulta lucrativa para quien se dedica a ella. Y aún me quedo corto en mis apreciaciones. Se queda uno entonces con la duda de si su ejercicio será por puro idealismo, incluso como consecuencia de unos inconmovibles principios, o si podrá ser por otros motivos menos confesables, amén de inconfesados. Por ejemplo, el pan nuestro de cada día, y además el de todos los días futuros. Y no pan a secas, ciertamente.
No llego yo a los radicalismos del ya citado Tomás Moro, que proscribía la existencia de la moneda, achacando al dinero la culpa de todos los males de la humanidad. Sería absurdo pretender implantar una economía universal basada en el trueque, poco menos que en el “do ut des” de las sociedades primitivas. Pero una cosa es reconocer la necesidad de que exista el dinero, sin cuya existencia sería imposible el comercio, y por ende el progreso, y otra muy distinta es elevarlo al concepto de divinidad, darle culto, adorarlo, y lo que es peor admitir como buenos todos los caminos que hasta él conducen. Incluso el de la indignidad.
El bueno de Tomás Moro –tan bueno que se le hizo Santo-, dio muestras, no sólo de su integridad moral, de la firmeza de sus convicciones (que no ideología), sino de su excepcional inteligencia, puesta ésta de manifiesto a lo largo de su vida y de su obra. De éstas, de las obras, la más conocida, la que sigue siendo de actualidad a pesar de los casi quinientos años transcurridos desde su publicación en Londres, en 1516, es la titulada “Utopía”, en la que nos muestra una especie de república feliz, por él ideada a lo largo de sus viajes por el extranjero, y que viene a situar en una isla, a la que llama Utopía, tan sólo existente en su fogosa imaginación. Por eso, por no estar ubicada en lugar alguno, la denominó con ese nombre que viene a significar algo así como “fuera de lugar”, palabra que hemos heredado y venimos usando todos los hombres desde entonces para referirnos a algo deseable, pero inexistente.
Bien es verdad que desde entonces, desde Moro, muchas de esas cosas deseadas e incluso vehementemente ansiadas por los hombres se han ido logrando, poniendo imaginación, esfuerzo y buena voluntad en alcanzarlas. De ahí que Lamartine pudiera decir que “las utopías no son a menudo sino verdades prematuras”, afirmación que me atrevo a discutirle, basando mi oposición en la experiencia.
Efectivamente, lo que llamamos utopías y se refieren a avances, adelantos o logros materiales o científicos, tales como volar, sumergirnos en las profundidades del mar, acortar distancias con nuevos y veloces medios de comunicación, hablarnos y vernos desde cualquier punto sin necesidad de estar unidos por cables, etc., etc., todos esos primitivos anhelos, considerados utópicos al momento de su formulación, se han ido logrando con el transcurso del tiempo, y cada día un nuevo invento nos sorprende y transforma lo que fuera una inicial utopía en una realidad. En eso doy la razón a Lamartine: Lo soñado es anticipo de un adelanto material, que un día se hará hueco entre nosotros.

Pero ¿y en el ámbito de las personas? Ese deseo de perfección del hombre, y por ende de la sociedad, que viene reiterándose desde los tiempos de Platón, con su “Republica”, amén de con otras obras; que sigue de siglo en siglo repitiéndose en las obras de los mejores pensadores que en el mundo han sido, entre ellos el ya aludido Moro; que llega hasta nuestros días, recogido en las doctrinas marxistas y otras de diverso apellido, aunque de familia parecida; ese utópico deseo de perfección humana, ese amarnos los hombres los unos a los otros, en tratarnos –ya que no querernos- como pacíficos hermanos; en partir nuestro pan –por lo menos- con el que tenga hambre; todo eso, y perdóneme Lamartine, no es que siga siendo una verdad prematura, una utopía, anticipo de una situación a la que un día se llegará, sino que es de todo punto imposible llegar a ella, Siempre ha de haber el que se oponga a ello, el que se escude en cualquier particular y nimia ideología para evitar hacer las paces y ponerse de acuerdo con el contrario, el que prefiera pensar en si mismo, en el partido o en el sindicato, antes que en la comunidad.

No quiero profundizar aquí –que materia hay para ello-, por eso mismo que decía al principio, de que no quiero molestar a nadie con estos inocuos comentarios semanales, realizados para evitarme caer en la inacción total, precursora del fin. No quiero que nadie pueda pensar que me regodeo en poner de manifiesto ajenas y vituperables conductas, como me decía, echándomelo en cara, hace escasos días un culto y buen amigo al que envié –retransmitido por correo electrónico- uno de los muchos que acababa de recibir yo, de tantos como circulan por la red, que nos recordaba el incumplimiento gubernamental de una serie de promesas formuladas a los ciudadanos. A mí, como seguramente también a usted, amigo lector, no nos regodean (ese era el verbo usado por mi amigo para reprobar mi envío), no nos regodea nada de lo que esté mal hecho, lo haga quien lo haga; no nos regodea ninguna de las imperfecciones humanas, mentira alguna de las que intentan endilgarnos -unos u otros- para ocultar su ineptitud, su incapacidad para guiarnos por rectos y adecuados caminos de verdades, pero ni podemos cerrar oídos y ojos ante ellas, ni tampoco callarnos como muertos, en muda resignación. De ésta, de la muda resignación, a la tácita aceptación tan sólo hay un paso, y además muy corto. Además de que, una sana crítica, aunque pueda doler al que se cree criticado, puede ser siempre más provechosa a éste que todos los sahumerios prodigados por los habituales aduladores de la cohorte de paniaguados que todo poderoso arrastra consigo, magnificándole sus actos, sacralizando todas sus palabras.
Como decía Aristóteles en su “Ética a Nicómano”, aconsejando decir siempre la verdad, incluso a los poderosos: “Amicus Plato, sed magis amica veritas”. O, lo que viene a ser lo mismo: Amigo soy de Platón, pero más amigo soy de la verdad, (la diga quien la diga).
Por eso mismo, vuelvo a insistir en que discrepo de lo que afirmaba Lamartine, de que “las utopías no son a menudo sino verdades prematuras”. Así será, salvo cuando los sueños utópicos se refieran a la perfección del género humano, meta, ésta, desgraciadamente inalcanzable. Por lo menos mientras no intentemos sustituir las ideologías políticas, tan complicadas ellas y de tan costoso mantenimiento para el contribuyente, por el sencillo, barato y universal precepto de “Amarnos los unos a los otros como hermanos”. Tal vez me equivoque, pero mientras no se me demuestre lo contrario, dejo a un lado toda ideología política y opto por tan elemental norma de conducta. (Aunque pueda suponer, en algunas ocasiones, un gran esfuerzo amar a determinadas personas, Dios me perdone).

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 15 enero de 2010

(Public. en www.esdiari.com del 18-01-10)