jueves, 22 de abril de 2010

9/10.- ¿PACTOS? ¡QUÉ RISA!

9/10

¿Pactos? ¡Qué risa!

El pasado 17 de este mes de Febrero del 2010, me pasé la mañana sentado al brasero -¡bravo invento, vive Dios!-, escuchando a ratos (es decir prestando atención), u oyendo otros (como quién oye llover), los discursos pronunciados por los más conspicuos políticos del momento, en un pretendido debate acerca de los pactos, o del Pacto a secas, acertadamente aconsejado por el Rey, aparte de exigido por el lamentable estado de la Nación. ¡Dios se lo pague, al Rey, y perdone a los causantes del desaguisado!
Me gustaría poder calificar con nota alta esas intervenciones que digo, aparte de poder hacerlo –creo yo- con total neutralidad y falta de apasionamiento, dada mi condición de “no afiliado” a ninguno de los Partidos políticos allí representados, ni tampoco a ningún otro. Confieso ser un escéptico político apartidista independiente. Nadie me lo tome a mal, por favor. Me explicaré, aunque alguno pueda decirme que me guarde mis historias particulares, que a nadie interesan. Le pido perdón, pero es lo único que me queda realmente verídico. Además de que creo es más perdonable oír hablar a uno, a cualquiera, incluso a mí, bien de sí mismo, que oírle hablar mal de los demás. Que algunos hay, que dicen que esto último, la difamación, es nuestro deporte nacional. El gran Montaigne decía que “hablo de mí porque es la persona que tengo más a mano”. Me permito añadir, modestamente, que porque es la que más conozco y de la que más cosas sé.
En política, jamás pasé de mero y desconfiado espectador, tal vez por haber vivido en mi niñez y sufrido en mis propias carnes los avatares políticos de un abuelo salmantino, diputado socialista él, que desatendió su bufete –amén de su esposa y trece hijos- por “darse a” y “preocuparse de” sus convecinos electores; y las mucho y mayores desventuras de un padre, el mío, que sin desatender a sus enfermos, arruinó su vida y la de su familia por meterse a redentor idealista, es decir a político vocacional stricto sensu, es decir sin sueldo o gabela de clase alguna que compensase su dedicación e idealismo. Cárcel, y hasta paredón de fusilamiento, del que fue librado milagrosamente a última hora por un grupo de milicianos de la FAI, clientes suyos, que por allí pasaban, lo vieron y reclamaron para ellos, conduciéndole a casa; amén de venir a padecer luego una vejez prematura y una desilusión crónica por ver como se desarrollaba el final de la aventura en la que un día le embarcó un amigo, fue todo lo que sacó –lo que sacamos la familia- en limpio de aquella empresa. Ese amigo que digo, Juan Aizpuru, gran persona, aún sacó menos en limpio puesto que perdió alevosamente la vida en La Mola menorquina. Mi abuelo tuvo suerte y no acabó en el paredón o la cuneta de cualquier camino. Murió en el 1935, cuando ya todo olía a chamusquina en España. Al año siguiente, unos valientes falangistas se conformaron con fusilar la placa que el Ayuntamiento de Ledesma había colocado en la plazoleta donde vivió mi abuelo, rindiendo con ella –con la placa- honores a su hijo predilecto. Dios les haya perdonado. A los del frustrado fusilamiento, no a los agradecidos munícipes que colgaron la honorífica placa dedicada a Don Ulpiano Trilla, mi abuelo, dando nuevo nombre a la plazoleta donde éste tenía su casa.
Creo que con esos antecedentes familiares queda justificada mi vacunación preventiva respecto a eso que algunos llaman política, aunque otros hay, sinceros ellos, que lo llaman simplemente “modo de vida”, sin entrar en ociosos y prescindibles pormenores. Amén de también odiosos.
Y tal parece ser –lo del modo de vida-, por el ardor con que defienden sus respectivos escaños, sus coches oficiales, sus jubilaciones vitalicias, todos los privilegios y prebendas inherentes a sus respectivos y en ocasiones múltiples cargos. ¿Quién es el primo que se deja arrebatar esa suculenta bicoca?
Ya decía al principio que me hubiese gustado calificar sus respectivos discursos –los que digo haber oído pocos días atrás-, con nota alta, por su contenido, o por su brillantez. Ni por lo uno, ni por lo otro: Vacíos y oscuros. Lo lamento. Lo curioso es que los oradores representantes de pequeños partidos, algunos de ellos de ámbito autonómico –que algunos dicen “nacionalista”, confundiendo churras con merinas-, estuvieron mucho más brillantes si cabe que los grandes espadas, que se quedaron en poco menos que en nada. Escarbabas en ellos, en sus palabras, y mucha paja y escaso grano. Por no decir craso y repetido aburrimiento. Son ya muchas ediciones las que nos han servido de la misma copla, como para creer en ella.
Ya decía antes de mi nula vocación política, pero entiendo que cualquier discurso, para ser convincente, lo primero que necesita, aparte de originalidad, es demostrar a los oyentes el convencimiento del que habla. De eso hubo poco. Y de eso sabemos bastante los abogados, pues una cosa es defender un pleito porque así nos lo pide un cliente, al que no podemos negar la defensa por las razones que sean, y otra es, llevados por la autoridad que da ser portadores de la verdad, enfrentarse a un tribunal y, con absoluto convencimiento de ella, de la verdad por nosotros esgrimida, tratar de que ésta sea compartida por quien nos oye. O sea ganar el pleito, sacar la verdad a flote, hacer que reine la Justicia.
En sus discursos no creo que ninguno de los oradores lograra convencernos a los anónimos oyentes de sus respectivas verdades, salvo, como es lógico, a los que estaban convencidos previamente de ellas, sin necesidad de oírles, sobre todo a ese clan de aplaudidores “espontáneos”, unos puestos en pié, otros dando su asentimiento con ostentosas inclinaciones de cabeza, haciéndose notar, ser visibles a los ojos del jefe, único repartidor de prebendas. ¡Más discreción en los aplausos, amigos todos! Muchas veces más dice un respetuoso y oportuno silencio que ese agitar sin motivo el botafumeiro, tanto, que a algunos se les ve el plumero. Uno comprende esa vocación de botafumeirista que embarga a algunos, pero no la comparte en absoluto. Más de uno y de dos empezaron así su carrera política, dando incienso al jefe, sin otro título que llevarse a la boca. Y claro, así nos luce el pelo a los gobernados por tan “hábiles” trepas.
Del debate “político” del otro día, el españolito de a pie salió convencido de que hemos llegado a un punto en el que, por mucho pacto que se logre, nada habrá de cambiar, por lo menos en lo esencial. ¿Cabe acaso pactar con un adversario al que se considera y se trata como un enemigo, al que se insulta en ocasiones, al que siempre se menosprecia, pretendiendo además –cada una de las partes-, ser portadora de la verdad absoluta, sin admitir la parte de verdad que pueda aportar la contraparte, y –sobre todo- sin que ninguna de ellas tenga en cuenta la ley inexorable de las cifras?
No olvidemos que en economía política, al final, sobran las ideologías. Todas. El dinero disponible es el que manda. Siempre. Cualquiera que pretenda ir contra esa evidencia, corre el riesgo de incurrir en demagogia. Lo que prima son las cifras de resultados, y en tanto éstas no se modifiquen y mejoren, preferible es dedicarse a otra cosa, por ejemplo, a cerrar todos el puño, no para acogotarnos con él los unos a los otros, o para blandirlo en alto en signo de amenaza o de victoria, sino para evitar que se desperdicie ni una sola peseta. Si en boca cerrada no entran moscas, como nos enseñaron en nuestra lejana infancia, de puño cerrado no se desperdicia ni un euro. Por algo se dice de los poco gastosos que son “del puño cerrado”. De esos debiere estar formado el Gobierno, de “puños cerrados”, incluso “amartillados”.
Sí, ya sé que para eso del ahorro controlado hay que empezar dando ejemplo. Además de renunciar a los privilegios de que goza la casta política, que les diferencia y aleja de los simples administrados, hay que reformar la onerosa y supercargada estructura de la Administración Pública, en todos sus niveles.
Un país con unos cien mil políticos de ámbito municipal, entre alcaldes y concejales; con miles de diputados provinciales; con más de millar y medio de políticos autonómicos, entre presidentes y parlamentarios; con trescientos cincuenta Diputados y trescientos Senadores estatales, amén de con casi medio centenar de Eurodiputados; con una veintena de Ministros (con su cohorte de Directores Generales, amén de incontables funcionarios de todo género), todos ellos, del primero al último cobrando de la Caja Común, representan una carga que sólo una nación rica puede soportar. Seguramente si en vez de ser políticos ellos, fueren gestores capacitados, serían bastantes –y aún sobrarían con un centenar de los mismos- para rectamente gobernar el mundo entero.
No he dicho nada de los Sindicatos, que algunos llaman de clase, pero mantenidos, se dice, mas que por las cuotas de sus pocos asociados, por los Gobiernos de turno, colgados por tanto, con subvenciones o ayudas de todo género, de las tetas del Presupuesto Nacional. Tal vez no sea así y yo esté equivocado, en cuyo caso retiro lo escrito.
Lo que es evidente es que antes de formular pacto alguno, hay que sanear las cuentas. Y que para esa labor el único competente es el Gobierno de turno, quien tiene, o debería tener, la autoridad suficiente para poner manos a la obra y recortar toda estructura administrativa sobrante. Es esencial una labor de poda, sin contemplaciones. O podamos el Estado o se nos muere por falta de savia nutricia bastante a tan excesiva frondosidad.
Y, claro está, cuando se pide o exige sacrificios a los demás, lo primero que hay que hacer es sacrificarse uno mismo, dando ejemplo. No se crea nadie que hablo en broma, que lo digo muy en serio. Lo primero que propondría es la renuncia de sueldo y toda clase de gabelas, formulada por la casta política, gobernante o no, durante, al menos, el plazo de un año. Para los siguientes, su reducción paulatina –del total de retribuciones- de un 10 por 100 anual, hasta llegar al ejercicio vocacional de la política, es decir el que se hace por amor al prójimo, no por lucro o lucimiento personal.
Pedir ahora pactos, no sólo para salvar la economía nacional, sino también la propia estabilidad en los cargos, es confesar públicamente la incapacidad gubernamental de alcanzar esas metas. Ante ese reconocimiento de impotencia, lo más discreto, más que pactar con el adversario, dispuesto o no a cooperar, es retirarse voluntariamente a tiempo, antes de que uno se vea forzado a hacerlo.
Yo, vuelvo a decirlo, sólo creo en el ejercicio vocacional, gratuito y desinteresado, por amor al prójimo, de eso que se llama política.
Y quede constancia de que nada de lo dicho hasta aquí encierra ánimus offendendi, mucho menos ánimus injuriandi, y además pudiera ser que yo, por razón de la edad, ya estuviese chocheando. Pero insisto: ¡Hay que empezar dando ejemplo! Sacrificios, sí, pero absolutamente para todos, empezando por los hasta ahora menos sacrificados: Nuestros políticos. Que pronto van a ser los de ustedes, no míos. ¡Dios proteja a mis sucesores!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 25 Febrero 2010



(Public. en Es Diari, del 01-03-10)

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