jueves, 29 de abril de 2010

12/10: DE CUERNOS Y FETICIDIOS

12/10

De cuernos y feticidios


Decía la semana pasada que era preferible aplazar para la siguiente –ésta-, la continuación de mi inocuo comentario sobre esa pretendida prohibición de las corridas de toros en Cataluña, dejando a salvo el clásico “correbous” que en algunos lugares se celebra anualmente, con motivo de sus fiestas. Ya iba siendo muy extenso lo que escribía entonces, como para extenderme más. Pido perdón a ustedes.
Hoy, ya descansados ustedes y yo, prosigo con mi inicial empeño, que no es defender las corridas de toros, ni mucho menos, sino la sacrosanta libertad de los ciudadanos de hacer lo que nos dé la gana, asistir o no a ellas, tal como debe ser.
Casualmente, en la página 23 del diario El Mundo, de fecha 10-03-2010, miércoles, aparecían dos artículos, uno a favor de la Fiesta, escrito por Adolfo Suárez Illana, abogado, y el otro, en contra, de mano de Juan A. Herrero Brasas, profesor de Ética Social en la Universidad californiana. Leí ambos artículos, y como todo lo bien razonado, ambos me resultaron plausibles. Al fin y a la postre, nadie es portador de la verdad absoluta, y tan admisible es defender la llamada Fiesta Nacional como pedir su desaparición, allá cada cual con sus filias y sus fobias…., con tal de que no pretenda hacernos partícipes de ellas. Yo, me confieso no aficionado a los toros –tampoco detractor-; quizás se deba ello a mis años primeros en Menorca, donde no se estilaba esa fiesta, y sí, en cambio, las carreras hípicas y de cabriolets, a las que sí solía asistir. Tampoco mis padres gustaban de toros. Ello no obstante, admito que en ellos, -en los toros, no en mis difuntos padres-, se puedan sentir todas las emociones artísticas y descubrir toda la belleza de que tan brillantemente nos habla Adolfo Suárez Illana en su bien escrito y ponderado artículo defensivo que digo antes; como admito –aunque no comprenda-, que al profesor Herrero Brasas molesten no sólo los toros de verdad, sino hasta las metálicas y publicitarias siluetas del toro de Osborne, alzadas en algunos oteros, que ya es hilar fino en cuestión de fobias. Ese mínimo detalle, ese rebajarse a menospreciar unas siluetas alzadas en el horizonte, alcanzándolas con su explícito anatema sólo por representar un toro –se supone que bravo-, minusvalora el artículo del docto profesor de la Universidad de California, dejándolo convertido en poco menos que en expresión de una rabieta.
Ni entiendo de toros, como Suárez Illana, ni odio los toros, como Herrero Brasas. Un par de veces fui invitado a presenciar una corrida, y ambas veces me salí al segundo toro, por considerarlo una repetición del anterior, tal es mi ignorancia y falta de interés taurómaco, Dios me perdone. Sin embargo, gocé con el ambiente que se respiraba en el coso taurino y quedé sorprendido con el entusiasmo de los espectadores, felices ellos con la fiesta.
Con lo que no soy capaz de gozar, ni tampoco de comprender, es con ese afán de algunos políticos, empeñados en suprimir la fiesta en el territorio de su jurisdicción, es decir en prohibirla de raíz, menoscabando con ello la sacrosanta libertad de los ciudadanos, muy dueños éstos de hacer lo que les dé la gana, ir o no ir a los toros. Y mucho menos alcanzo a comprender que, en apoyo de su tesis abolicionista, recurran a la crueldad del torero con el toro, sin alcanzar a comprender que ya está muy manido el tema de las crueldades, que los políticos solo descubren respecto a las cometidas con animales, sin entrar a considerar las que se cometen con los hombres hechos y derechos, y mucho menos con los indefensos nasciturus, los que iban a nacer, que son descuartizados impunemente, sin que ese crimen altere sus pulsos, ni los del doctor feticida de turno, ni los del docto político de ocasión.
Así como en cuestión de toros no me pronuncio ni a favor ni en contra, no puedo hacer lo mismo respecto a los abortos, esgrimidos éstos por los taurófilos como argumento en contra de los abolicionistas de la fiesta, echándoles en cara el diferente trato que dan a las crueldades, apreciando las cometidas con animales e ignorando las perpetradas contra fetos humanos.
La explicación es sencilla. Tendría yo unos quince años cuando me llamó mi padre a su despacho. Había terminado la consulta y estábamos esperando que nos llamaran a comer. Me dijo que abriera la mano, y en ella me depositó un diminuto feto, de poco más de dos centímetros de longitud, fruto del aborto natural que acababa de tener una clienta aquejada de hemorragias, a la que había atendido momentos antes. Quedé sorprendido. En aquel feto blanquecino se observaban –en miniatura, claro-, todas las partes de un cuerpo humano: una pequeña cabecita encogida hacía adelante, las extremidades superiores e inferiores, rematadas en unas manecitas y pies que dejaban adivinar lo que serían sus dedos, y poco más. La visión fue rápida, tampoco era cosa de deleitarse deteniéndose en el examen. “Esto, hijo –me dijo mi padre-, es un feto, es decir un pequeño hombrecito, un hombre en ciernes, fruto de un aborto natural, no querido por nadie, ni por la madre, ni por el médico. Y que, además, tenía vocación de llegar a término y nacer felizmente. De haber sido voluntario el aborto, no hubiese ocurrido ni en mi presencia, ni tampoco en esta casa, pues lo considero un crimen”.
Nunca olvidé aquella lección magistral. Al estudiar derecho, evocando aquel momento, recuerdo que presté especial atención al tema del “nasciturus”, el que va a nacer, al que los proabortistas de entonces consideraban “mulieris portio est, vel viscerum”, parte de la mujer o víscera de la misma, y por tanto sujeto a la voluntad de la embarazada, que podía librarse del feto en cualquier momento, y hasta me atrevería a decir que por cualquier medio. La otra corriente, consideraba el feto como una promesa de hombre e independiente de la voluntad de la madre, que nada podía hacer para obstaculizar su desarrollo y llegada a término. Y finalmente, otro sector de la opinión, consideraba que el feto, desde el mismísimo momento de la concepción estaba dotado de alma, estando por ello doblemente protegido contra los agentes extraños, empezando por la madre. Aquí había una divergencia de opiniones sobre en qué momento se instalaba o insuflaba el alma en el ser recién concebido.
Tampoco entro a considerar esas diversas doctrinas, puesto que no es ese el motivo que ahora mueve mi pluma. Allá cada cual con sus creencias y opiniones científicas, laicas o religiosas.
Yo, que tuve aquel feto en la palma de la mano, me declaro antiabortista, y en consecuencia, así como otros defienden a los toros de la crueldad de los hombres, yo grito mi derecho a defender a todos los fetos del mundo de esa misma crueldad humana.
El hecho de que ahora el aborto haya sido despenalizado no lo hace mejor ni peor desde un punto de vista estrictamente ético, pero lo exonera de sanción penal, dejando a cada uno –sujeto colaborador feticida-, o a cada embarazada –frustrada madre-, en libertad de decidir y obrar en consecuencia.
Esa misma libertad del Código Penal para con el aborto, invoco yo para el resto de las actividades humanas, por ejemplo, para poder ir o no ir a los toros. Invito a nuestros ilustrísimos políticos a que establezcan un orden de prioridades entre los problemas que tienen pendientes de resolver y que más pueden afectar al bienestar de todos los ciudadanos, y empiecen por dar solución a los de mayor gravedad y urgencia, problemas entre los cuales no está, evidentemente, el de prohibir los toros, o el de retirar un monumento histórico de su emplazamiento o el de cambiar el nombre de una calle, por ejemplo.. Y que se den cuenta de que gobernar no es prohibir, en absoluto, sino hacer la vida más grata a los demás, para que podamos aproximarnos, aunque sea desde lejos, al nivel de vida por ellos mismos, los políticos, alcanzado. Basta de perder el tiempo en bagatelas, señores. Sean serios. De mí, además de reclamar la libertad que ustedes tratan de coartarme con sus absurdas e inanes prohibiciones, la libertad de ir o no ir a los toros, puedo decir, que aunque no aficionado a la Fiesta, prefiero ir a ella y ver un toro muerto en la plaza, que volver a tener un solo feto en la palma de mi mano. Aquí, si que se puede decir que las comparaciones esgrimidas por los taurófilos en materia de crueldades, no están hechas sobre materias homogéneas –toro por un lado, feto humano por otro-, sino que son inoperantes y odiosas, aparte de –Dios y ellos me perdonen, que no quise ofenderles-, un tanto necias. A mí, como argumento válido para defender mi libertad, la de ir o no ir a los toros, o cualquiera otra, me basta esgrimir nuestra Constitución, que me declara hombre libre. El Tribunal Constitucional dirá si estoy equivocado.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 16 Marzo 2010


(Es Diari, del 22-03-10)

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