lunes, 21 de junio de 2010

19/10 - DE LOS JUECES Y LAS REPROBACIONES

19/10

DE JUECES Y REPROBACIONES


Últimamente he recibido alguna invitación, a través de internet, de gente para mí desconocida, para que me uniera al coro de voces que clama en defensa de un determinado juez y reprobara junto con ellos, con los que así se manifiestan en calles y plazas, pancarta en alto y flameando banderas, a aquellos otros jueces que encausaron al primero como consecuencia de unos actos supuestamente reprobables que algunos le atribuyen y al que piensan juzgar. El que le condenen o no, dependerá –creo yo-, de lo que resulte de la prueba, como no puede ser por menos.
A todos los que me hicieron tal invitación hube de contestar lo mismo, que siendo abogado, aunque ya jubilado hace muchos años, siempre sentí un profundo respeto por la justicia, en cuyas actuaciones entiendo que no se debe de entrometer nadie y a la que es forzoso otorgar un amplio margen de confianza. Que por eso mismo me era imposible unirme al coro de voces discordante con ella, con la justicia, y pasar a formar parte de esa respetable masa de ciudadanos que, seguro que cumplidamente enterados de los hechos que al juez se le atribuyen, es decir de si realmente sucedieron o no, se atreve a poner la mano en el fuego por él, y, ya de paso, condenar a unos respetables jueces, a un docto tribunal, por el atrevimiento mostrado de enjuiciar a uno de sus compañeros, de cuya inocencia responden los manifestantes callejeros y aquellos otros que lo hacen adhiriéndose por internet.
Tal vez sea deformación profesional, no lo sé, pero puedo decir que durante muchos años de ejercicio y de actuación ante la justicia, pisando los juzgados, jamás me atreví a dudar de la rectitud de ninguno de los jueces que tuve que tratar, de alguno de los cuales goce de su amistad y confianza, y a ninguno de los cuales me atreví a reprobar –siquiera fuese íntimamente-, por no haber estado ellos en alguna ocasión conforme con mi tesis defensiva, pronunciando una sentencia que me era adversa, perjudicando con ello a mi cliente. Eso de reprobar un juez o todo un tribunal por temor a que la resolución que dicte nos vaya a ser adversa, no es de recibo, sobre todo teniendo en cuenta que si la resolución nos fuere favorable, no habría pega o reparo alguno que ponerle. ¿No es cierto? Incluso dirían que qué listo y justo era el juez que no les había defraudado en sus esperanzas. Fuesen éstas justas o descabelladas.
Comentaba yo, con mi amigo Polidoro, esto de las invitaciones recibidas para unirme al coro de manifestantes, y me sorprendió el escueto comentario que éste me hizo al respecto.

Jamás, que yo recuerde –me dijo-, me he unido o secundado manifestación callejera ninguna, a favor o en contra de nada ni de nadie. Entendí la Justicia, con mayúscula, como la primera de las tres instituciones del Estado, muy por delante del resto de poderes, entendiendo que no debe interferirse jamás su labor instructora, ya que, de lo que de ella resulte, dependerá el contenido de sus sentencias. Y la buena marcha y consolidación del Estado democrático. Y el grado de confianza que debemos tener en éste.

Me sorprendió Polidoro, en esto como en tantas otras cosas. Yo, como él, también confieso que, ni en tiempos de la oprobiosa, recuerdo haber salido a la calle con pancarta alguna. Me limité siempre a vivir de acuerdo con mis ideas liberales, que me obligaban a respetar a los demás y a creer en la existencia y probidad de unos jueces, sin atreverme jamás a enjuiciar a mi prójimo, sobre todo si carecía de datos veraces y suficientes para ello. Como simple contribuyente mi obligación estaba en trabajar; como ciudadano, en respetar las leyes; como hombre, a secas, en intentar amar a mi prójimo, por difícil que a veces se me hiciera. Creí que con eso bastaba para hacer Patria.
En esa línea trato de mantenerme, y por ello me merecen igual consideración y respeto, tanto el juez encausado como sus juzgadores, tanto cada uno de los manifestantes a favor del primero, como quienes no les secundan en el empeño, quedándose en casita. No soy nadie para ponerme a juzgar a mi prójimo. Del que además desconozco todo. No tengo abierta instrucción y carezco de datos ciertos y testimonios fiables como para comenzar su enjuiciamiento, pues, y como decía Margaret Drabble, escritora, “Cuando nada es cierto, todo es posible”. O, como se dice en Andalucía, preferible es vivir pensando que “tó er mundo é güeno”. De despegar algún día una pancarta públicamente, sería para propugnar la comprensión mutua, el encuentro entre todos los hombres, su entendimiento a toda costa, el amor sin límites,
Tuve la suerte de conocer en Ávila una serie de jueces que me resultaron inolvidables, por su rectitud, por su saber, por su prudencia, de los que mucho aprendí Permítaseme recordar aquí a alguno de ellos, como modesto homenaje a su memoria, tal como Don Manuel del Ojo, Don Argimiro Domínguez Arteaga, Don Ildefonso García del Pozo, Don Francisco Vieira Martín, entre otros muchos. De Fiscales ejemplares, tampoco estuvimos los abogados abulenses desprovistos. Baste recordar a Don Narciso Ariza Dolla, Don José García-Puente y Llamas, o Don Fidel Cadenas, con cuyo trato me enriquecí y de cuyo saber hacer y estar, aprendí mucho. Han pasado tantos años, que no sé que será de ellos, de algunos, de los más jóvenes entonces, cuando marcharon de Ávila, a otros Juzgados o Audiencias. De otros, tengo la amargura de saber que ya no están con nosotros. Es ley de vida.
Lo que quiero decir al recordarlos ahora, es que no concibo a ninguno de ellos, no sólo no habiendo jamás prevaricado, sino ni tan siquiera haber incurrido en pecado venial alguno.
No conozco a ninguno de los jueces que se reprueban, ni tampoco al juez encausado, cuyas actuaciones se esgrimen como justificación de las callejeras manifestaciones populares, y son objeto de acres comentarios salidos de boca de políticos varios, alguno de los cuales estaría más bonito callado, pero sigo creyendo en la Justicia y en la rectitud de sus servidores. Ojalá pudiere decir lo mismo del resto de las personas involucradas en este guirigay, las más de ellas inocentes, simples actuantes de buena fe, pero hábilmente conducidas en tropel, pancarta en alto, defendiendo actuaciones que desconocen e intereses que les son ajenos por completo.
¿Qué estoy equivocado? Pues pudiere ser que sí, no lo niego. ¿Y por qué no? Somos humanos. Como también pudiere ser que el equivocado sea el de la pancarta, no el que la hace y entrega a otro, sino el que la enarbola. Que el inductor de esos actos multitudinarios, ese siempre sabe, si no de la función, sí del interés que tiene en ella.

José María Hercilla Trilla
Ex-Decano del I. Colegio de Abogados de Ávila
Salamanca, 27 Abril 2010



(Public. En www.esdiari.com , del 3-05-2010)
(Id. en www.lacodosera.net del 16-05-10)

martes, 8 de junio de 2010

18/10 - OTRA VEZ EL BILINGÜISMO EN POLÍTICA

18/10

Otra vez con el bilingüismo en política


Estoy seguro de haberme referido con anterioridad a esta “grave preocupación” que embarga a nuestra casta política, resuelta la cual –la grave preocupación, no la susodicha casta, que esta no hay quien la resuelva-, se supone que todo empezaría a ir sobre ruedas en esta piel de toro, o en esta “pell de brau”, que igual da una cosa como otra. “Vusté ja m’entend”.

Hay que reconocerles que se esfuerzan lo indecible para demostrarnos que son justas sus retribuciones, acomodadas a sus altos merecimientos, al par que profundos saberes. Y no digamos patriotismo, que ese les revienta por las cinchas. ¡Pero que cachondos! Usted me perdone la expresión.

De nuevo vuelven a la carga del pluri-lingüismo en las Cámaras, esta vez creo que intentando implantarlo en el Senado, como si no estuviese ya éste lo suficientemente trastocado por las ideas, amén de intereses regionalistas o autonomistas, como para pretender ahora trastocarlo aún más con el lenguaje, cada uno hablando a su aire, esperando epatar al colega que no conozca su particular jerga y se admire de la innata sabiduría del orador de turno, tal como le sucedía al portugués, aquel que se admiraba de que en Francia todos, desde niños, supieran hablar francés. El Senador extremeño, pongo por caso, quedaría boquiabierto al oír expresarse en perfecto catalán a su colega barceloní, diciendo éste aquello de “setze jutges menjen fetja d`un penjat….”, aludiendo por ejemplo a que ahora, en esta pluscuamperfecta democracia (¿dónde está ella?), tal “menjaduría de fetja” no sería permitida. Se diría mi paisano cacereño, echándose las manos a la cabeza: “Jamás creí que ese colega fuese tan inteligente, que hasta habla en catalán con evidente soltura y desparpajo”.

Con esa admiración mutua, asombrados de oírse hablar, cada uno en su regional gabacho, se aumentaría el aprecio, respeto y consideración entre ellos, y hasta podría conseguirse cierto nivel, aunque no fuere mucho, de rendimiento en su trabajo en bien de la comunidad nacional, la que les mantiene. Tal vez, un día, decidieran ponerse a trabajar en asuntos serios, de los que verdaderamente nos preocupan a los contribuyentes, tal como el paro, la corrupción, etc., etc.

Al surgir alguna duda, en cualquiera de ellos y sobre cualquier asunto, podría uno decir: “Preguntadle al colega gallego, que es un sabio, tal como habla en su lengua”. Desde luego, no iban a preguntarle a mi paisano, cacereño él, que será senador, pero no sabe gallego, el pobre, ni tampoco otras lenguas de esta España nuestra.

En aquel Mahón de mi lejana infancia, donde, tal como hacía el niño nacido o llevado a Francia, que aprendía francés sin darse cuenta de ello, y además lo dominaba con correcto acento, yo, en Mahón, me hice bilingüe, sin darme cuenta de ello, usando indistintamente una lengua u otra, el castellano o el menorquín, sin que nadie pudiera adivinar mi nacencia extra-insular por causa del acento de mis palabras menorquinas. Ahora, cuando oigo a algún político hablar en catalán y presumiendo de catalanismo, con un acento castellano que no se lo quita nadie de encima, que da repelús, no puedo por menos de sonreírme. A este que digo, no me lo imagino hablando en la Alta Cámara en catalán, pues se expondría a que algún senador, chungo él, le dijere: “Habla en castellano, colega, que se te ve la oreja; es lo tuyo, y se te da mejor”.

Perdón, que me he ido por las ramas. Estaba recordando mis años menorquines, cuando oí a mi padre decirme aquello de que “el sentido común es el menos común de los sentidos”. Seguramente me estaría llamando la atención por alguna de mis muchas locuras, que no eran pocas, aunque de escasa entidad. Recuerdo cuando puse alfileres en las sillas, con asiento de anea, en la Iglesia de Santa María, con destino a las nalgas de los devotos fieles que acudían a oír misa. Afortunadamente, para los fieles, fui descubierto en mi faena por el sacristán y entregado por el párroco a la jurisdicción paterna. De ahí esa admonición, aparte de un cachete, que me endilgó mi padre sobre el sentido común y su escasez en el hombre común. Y entonces, también en mí, aunque todavía no llegaba a hombre.

Cuan lejano ese día, y sin embargo no lo he olvidado jamás, ni el discurso, ni tampoco el cachete que me gané con mi “travesura”. Nada tiene de extraño que cada vez que veo agitarse a un político para, al final, salirnos con una “boutade” –por decirlo finamente-, me viene a la memoria el recuerdo de mi padre y sus sabias palabras sobre lo escaso que es el sentido común en el común de los hombres.

Lo hablaba con Polidoro, mi buen amigo, recordando la oración que reza su santa esposa, pidiendo a Dios “que los políticos tengan sentido común, a falta de inteligencia; acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia. Con eso nos conformamos, Señor, Dios nuestro. Amén”

En una de esas locas cabecitas que Dios les ha dado, de pronto, surge una idea, y sin más, sin pensar las consecuencias de todo género que puedan derivarse de su aplicación, se emperran en aplicarla y además inmediatamente, a ser posible. ¿Puede haber algo más ridículo, amén de disparatado, que una reunión de trescientas personas, todas ellas -sin excepción-, conocedoras de una misma lengua común, y que además dominan a la perfección, empeñadas en hablar cada una de ellas en su particular idioma -y con su peculiar acento casi todas, excepto contadas excepciones-, exigiendo además la intervención de una serie de intérpretes, bien retribuidos, por supuesto, para que traduzcan lo hablado en aquel guirigay, aumentando los costos de personal y dilatando innecesariamente los tiempos de discusión de cada uno de los problemas que sus señorías tienen la obligación de resolver?

Además, no olvidemos que los intérpretes conocen –se supone-, cada una de las lenguas de su especialidad, generalmente en su versión culta o académica, pero en ocasiones pueden desconocer ciertos giros “no académicos” o ciertos eufemismos usados en el habla corriente de las gentes, y también por los senadores, que siguen siendo corrientes, aunque algunos lleguen a senadores. Que de menos nos hizo Dios.

Yo, como cacereño de nacencia, aunque mahonés de crianza, habré de rogar al senador de mi vasta región extremeña que exija la presencia del “castúo” en los debates de la eficiente y docta alta Cámara. Que no va a ser menos mi Extremadura que Cataluña, o Galicia, o Vascongadas, o Asturias, pongo por caso. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Para que sepa España entera, como decía el eximio poeta Luis Chamizo, en su “Miajón de los castúos”, “como palramos / los hijos d’estas tierras, / porqu’icimos asina: -Jierro, jumo, / y la jacha y el jigo y la jiguera”.

Si viviere mi padre, hombre recto y sabio, y tuviere que reprender –como hizo conmigo-, a tantos cabezas huecas y sin sentido como viven en y de la política, y ello de uno en uno, para más eficaces logros, recapacitaciones y arrepentimientos de los amonestados, tendría que hacer muchísimas horas extraordinarias. Y además, seguro que lo haría gratis total, no como los intérpretes de sus señorías, que nos costarán un ojo de la cara.

Se dice que el coste de la traducción no bajará del millón de euros. Lo justo, me dice Polidoro, es que quien quiera un capricho se lo pague de su propìo bolsillo, o séase, que se lo descuenten a los señores senadores de sus nóminas, no que tengamos que pagárselos nosotros, los sufridos y cansados contribuyentes.

Porque está visto, señores, sigue vigente el antiquísimo dicho que asegura que “el sentido común es el menos común de los sentidos”, por lo menos en ciertas castas y ambientes.

Una mica de serietat, Senyors. No vulgueu ara fer allò que no pasaba, fins ara y en moltas ocasions, de comic, sempre que s’escoltasi amb esprit lliura e independent, no vulgueu fer-ho ara també ridicol, y no mes que per ganas d’emprenyár-vos els uns als altres. No sigueu caps buids.

(Animus ridendi, scriptum est. Que no está en la nostra ánima l`emprenyament a ningú. Ho juro)


José María Hercilla Trilla
(Pentalingüe, sin presunción alguna, más bien de
casualidad, como otros muchos)
Salamanca, 25 Abril 2010


(Publ. En La Codosera, el 2-05-10,
y en Es Diari el 10-05-10)

martes, 1 de junio de 2010

17/10.- REFLEXIONES EN VOS BAJA

17/10

Reflexiones en voz baja


Quisiera poder gritar a plenos pulmones que vamos por buen camino; quisiera aplaudir a los mandamases de que disfrutamos, pero me es imposible. Al revés, lo que opino, forzado a ello por lo que veo, es que estamos siguiendo un muy equivocado y tortuoso sendero, un camino que no puede conducirnos a buen puerto.
Nadie me crea agorero, ni tampoco pesimista. Siempre enfoqué la vida con valentía y con esperanza de salir ganador de ella. Pero cuando en ese afán de superación no va uno solo, cuando salir adelante no depende tan sólo del propio esfuerzo, sino que se va acompañado de otros muchos millones de personas, de conciudadanos dirigidos y sometidos a una política divergente, obligado a pasar por donde todos pasemos, y viendo además que en vez de progresar todos, es decir la nación en pleno y paralelamente todos, gobernantes y gobernados, lo que está sucediendo es la división y escisión de los ciudadanos en clases, entre ellas la de ricos y pobres; la de izquierdas y derechas; la de los ocupados y la de los parados, ésta cada día más numerosa e imparable en su crecimiento; la de los que creen en la justicia y la de los que abominan de ella; la de los que sueñan con una Patria única y grande, y la de quienes la quieren fragmentada y dispersa, en porciones independientes las unas de las otras; la que es partidaria de olvidar agravios pasados y mirar con ilusión y esperanza hacia el futuro, y la de quienes siguen pensando en castigarlos, mirando obstinadamente hacia atrás, sin capacidad de olvido y perdón; la de los que viven más que holgadamente, dedicados ellos a atesorar riquezas, y la de los que tienen que hacer filigranas para llegar a fin de mes; la de los que viven –o malviven- con el sudor de su frente, y la de quienes triunfan con la suciedad de sus manos, etc., etc.
Siempre hubo clases, ya lo sabemos, pero creo que jamás las diferencias entre ellas fueron tan señaladas. Y tan injustas. Aparte de injustificadas, a estas alturas.
Como siempre pasa en épocas de confusión social, también ahora surge en el ciudadano reflexivo la idea del Estado Utópico, la añoranza de ese Estado en el que no hay sino perfección por todas partes, y sueña con esos gobernantes que no sólo se preocupen de hacernos posible la vida, sino que también cuiden de hacernos felices. Lo malo es que el logro de ese ideal de perfección no es propio de nuestro estado de seres humanos. Desde que el hombre es hombre, no ha habido grupo social que lo consiga; ese anhelo sigue –y seguirá, no nos engañemos-, siendo un sueño.
Al hombre se le permite, en el mejor de los casos, engañándole previamente con el falso latiguillo de que es libre y vive en democracia, se le permite –digo- hasta pensar libremente, pero nada más. Piensa, sí, pero obedece, parece ser la consigna. Seguramente la de siempre.
En cuanto al obrar, por mucha libertad que nos pregonen, poco podemos hacer para adecuar el mundo real en el que vivimos, al libremente soñado por nosotros en nuestros momentos de euforia mental. Los gobiernos, éste, ése y aquél, todos, sin excepción, aunque dicen concedernos libertad, lo cierto es que no nos conceden poder, que cada día nos sentimos más reglamentados, más controlados, más estrechamente cercados en nuestra individualidad, de la que no podemos gozar sin pasar por las horcas caudinas de la omnipotente y omnipresente reglamentación, sin inclinarnos delante de una ventanilla en solicitud de la oportuna licencia o del engorroso documento administrativo, que ni se da al primero que llega, ni tampoco sin el preceptivo desembolso.
Ni soy anarquista –aunque de buena gana lo sería si creyera en la efectividad y bondad de esa doctrina-, ni simpatizo con las varias otras que hoy están en uso, que de poco nos sirven a los ciudadanos para lograr nuestra felicidad. Ninguna de ellas. Aparte de que los afiliados a los distintos partidos viven en total descuerdo con lo que nos predican a los demás. Aquellos que nos dicen, de que la felicidad no está en lo que se tiene, sino en cómo eres, no pasa de ser una falacia más de las muchas que se reparten a diario y gratis total, para consuelo del incauto contribuyente.
En la vida íntima de cada sujeto, cabría admitir ese aserto, que diferencia el tener con el ser, además de la primacía de este último verbo sobre el primero. Pero no así en la vida real en sociedad, donde –los dirigentes los primeros-, nos demuestran con su ejemplo que es mucho más importante lo que se tiene, que lo que realmente es cada uno de ellos. O cómo es, o lo que es, incluso hasta lo que sabe. No cabe ya dudar de la vigencia del dicho clásico que afirma que “Tanto tienes, pues tanto vales”. También cabría decir: tanto nos cuestas. Que no es lo mismo lo que cuesta algo que lo que realmente vale, como sabe toda sufrida ama de casa.
En estos momentos podremos presumir de muchas cosas, de muchos avances técnicos, de muchos adelantos, pero seamos veraces y confesemos que en cuanto a ética –e incluso también a estética-, de poco podemos vanagloriarnos. Vuelvo a mis clásicos y trato de consolarme –consuelo de tontos-, de que así viene sucediendo a través de los años, de todos ellos, desde que el hombre vive en sociedad.
No es que admita como incontrovertible cuanto nuestro viejo amigo Platón nos dejó escrito, buena parte de ello muestra de sus inquietudes al respecto de estos problemas de conducir a los hombres por un recto camino y bajo la dirección de un gobierno de sabios, de filósofos, como él dice. Otros antes que yo, y por supuesto también más inteligentes que yo, por ejemplo Erasmo –con quién no oso compararme-, hacemos notar que no es precisamente un filósofo el hombre ideal para dirigir el gobierno de una nación, y que quienes lo intentaron la condujeron al mayor de los fracasos. Ni siquiera, creo yo, que sea necesario un gobierno de sabios, aparte de la dificultad de encontrarlos en el momento y número oportunos. Intentó Platón hallar solución a los problemas de la vida en común, empezando por proponer la selección, educación, pruebas previas de aptitud, y final elección de la clase dirigente, pero fueron tantos los cabos que dejó sin atar, o que se negaron a anudar los que veían como se limitaba su desaforada ambición de poder, que seguimos como si Platón –y con él otros filósofos prudentes-, no hubiesen existido, ni nos hubiesen dejado por escrito el valioso tesoro, resultado de sus cavilaciones.
El Estado platónico, a poco que cavilemos, no tiene cabida en una sociedad de hombres libres, que no admitirían jamás la servidumbre a que se verían sometidos si un día se intentara implantar entre ellos ese sistema de gobierno –el de los filósofos-, ni esa ciega obediencia de todos, requerida para su viabilidad. Todas las propuestas “utópicas” que han surgido a lo largo de la historia para un recto gobierno suponen una ignominiosa dictadura, una obediencia total de unos y un poder absoluto de otros. Y ya dijo Lord Acton que Platón, al forjar idealmente su utopía, “no se percató de que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”, máxima que no debemos olvidar.
Desgraciadamente se sigue confundiendo poder con capacidad, y no digo sabiduría por que a estas alturas es desconocida esa cualidad en el ámbito de la actividad política. Nos conformaríamos los ciudadanos con la prudencia de nuestros gobernantes, que no es cosa baladí. ¿Recuerdan ustedes aquella oración que rezaba y sigue rezando la esposa de mi amigo Polidoro, en la que, entre otras cosas, después de pedir a Dios por muertos y vivos, pide por los políticos, suplicando les conceda “sentido común, ya que no inteligencia, acrisolada honradez y acendrado amor a la Justicia”?
Tanto me sorprendió aquella sencilla súplica dirigida al Señor por aquella buena mujer, que desde entonces la hice mía –la súplica, no la mujer-, uniéndome a tales peticiones. Seguramente, como punto de arranque para lograr una casta dirigente medianamente aceptable, nos bastaría que Dios hiciera caso de ese elemental deseo de los creyentes y accediera a repartir esos bienes, equivalentes a los de prudencia, templanza y rectitud, a todo aquél que se creyere elegido para guiarnos en nuestra aventura terrena. A todo aquél que supiere distinguir entre vocación política, que supone servir a los demás, y colocación política, que implica solamente servirse a sí mismo, y preferiblemente con carácter vitalicio. Además de soberbiamente retribuido, por supuesto. Que es de lo que se trata. ¡Porca política!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 22 Abril 2010

(Publ. en www.esdiari.com del 26-04-10)