jueves, 25 de junio de 2009

19/6 - DE FICHAJES, DEPORTES Y ESPECTÁCULOS

19-9

De fichajes, deportes y espectáculos


Hoy, 12 de junio, San Juan de Sahagún, es día festivo en esta ciudad, Salamanca, festivo para unos y menos festivo para otros, para cada uno según sus particulares y orteguianas circunstancias, pues eso de las fiestas implantadas por real o canónico decreto jamás llegó a convencerme. ¡Todos a divertirse! Pues no, hoy no toca, no tengo yo un día particularmente bueno, y no es que no quiera divertirme, es que no puedo reírme obedientemente, aunque vive Dios que lo intento. No tengo ánimo para emplearlo en fiestas, aunque sean las patronales. Tanta necedad en torno, tanta unanimidad, me entristece.
Los ricos, que -como decía un chungo- son amigos de la diosa Fortuna, podrán encontrarse mejor dispuestos para celebrar este día feriado, ya que parece no faltarles de nada en esta vida, y no sólo no faltarles, sino incluso sobrarles abundantemente, pero el resto, ¡ay, el resto!, tal vez para ellos hoy no sea el día más adecuado. Otro día será. Si no cascan antes. Esperemos de la misericordia divina que encuentren otro día, cualquiera, aunque no sea San Juan de Sahagún, para celebrar su particular fiestecita, aunque sea en familia y sin grandes alharacas, ni onerosos dispendios. Con una buena caldereta al estilo de Fornells, una paella valenciana, un buen cocido extremeño o un socorrido gazpacho andaluz, amén de con café, copa y puro de remate, sería suficiente, ¿para qué más? Lo del chalet en sierra o playa, descapotable en la puerta y el yate amarrado en el puerto, quede para otro día, y sobre todo para mejores tiempos, cuando no sea pecado hacer públicas ostentaciones.
Menos mal que hoy, los titulares del diario que compro y leo, producen risa, esa risa que sigue al asombro, cuando lo que lees en su portada está tan alejado de la vida del común de los mortales, tan fuera de órbita, que resulta incomprensible asumirlo, ni siquiera entenderlo, por mucho esfuerzo que pongas en ello. La festividad oficial del día la sustituiré pues por la hilaridad de la noticia. Que dicen que es de ámbito deportivo. Si eso es deporte…, iba a decir que en ese caso yo soy emperador de la China, pero no quiero molestar a nadie. Tampoco a ese emperador.
No quiero recurrir aquí al fácil y acostumbrado recurso de ampararme en citas bíblicas, trayendo a colación aquello de que Cristo valió treinta dineros, y que si Él, el mejor de todos nosotros, valió eso, esa redonda y reducida suma, nadie puede valer ni un euro más. Nos han acostumbrado a saber –por lo menos a oír- que más de uno y más de dos, se venden por más elevadas cantidades. Lo de que luego acaben algunos delante del juez, acusados de cohecho, soborno u otras especies delictivas, no altera la realidad de las compraventas, ni tampoco la de las elevadas cantidades “sobre-pagadas” y “sobre-cogidas”. Ustedes me entienden.
Al fin y a la postre, las mismas no eran nada al lado de las que el comprador de voluntades ajenas pensaba obtener con su delito, éstas incalculables. Era una especie de “do ut des”, delictivo, sí, pero de uso poco menos que normal en ciertos ambientes. Te pago mil y me llevo un millón. Y “tutti contenti”.
Cuando esa compra de voluntades ajenas -y voluntad ajena es la de querer trabajar y cumplir con el trabajo a que se dedica el comprado o usar de la influencia o poder que éste tenga-, cuando lo pagado por lograr ese trabajo, o ese enchufe, que se exige rentable y perfecto, es una cantidad que rebasa todo lo imaginable, entonces, superada la capacidad de asombro, el asombro se nos convierte en risa. ¿Y por qué no decirlo? También en pena, en avergonzada pena, en frustrante desolación al ver a qué extremos hemos llegado de falta de sindéresis, de capacidad para juzgar con seriedad lo que se hace. Ni pensar en sus consecuencias.
¿Qué por qué digo esto? Como resultado de aquello que leo, de que un club de fútbol ha pagado por un jugador “57 veces su peso en oro” –que ya son veces-, contratándole por noventa y cuatro millones de euros (15.640.284.000 pesetas), y ello, esa desmesurada contratación, después de haber contratado a otro balompedista por otros sesenta y cinco millones de euros (10.815.090.000 pesetas).
Como término de comparación y para aclararnos las ideas a los asombrados lectores, nos dice el periodista que “la suma de las dos transacciones equivale al presupuesto anual de Museo del Prado, el Reina Sofía y la Biblioteca Nacional juntos”.
O sea, descubrimos, que en el mantenimiento de esas tres instituciones culturales, en las que además se suele pagar por entrar en ellas, se gastan anualmente ciento cincuenta y nueve millones de euros (26.455.374.000 pesetas anuales), lo que supone una media diaria de casi cuatrocientos treinta y seis mil euros (72.480.480 pesetas), que tampoco es moco de pavo para un solo día. A mí, particularmente, me parece un derroche, pero ¿quién soy yo, para atreverme a opinar sobre gastos de la Administración del Estado? Sobre todo si son hechos para fomentar la cultura.
En lo que sí me considero autorizado es en opinar sobre las cantidades pagadas por esos dos futbolistas, por muy buenos que sean ellos -eso no se lo discuto-, por lo menos en cuanto al abono de esas sumas en este lugar y tiempo, es decir en España y además en medio de esta crisis que a casi todos nos afecta, galopante ésta, por mucho que digan los mandamases, empeñados éstos en anunciarnos el final de la misma a la vuelta de la esquina, el año que viene, o mejor a finales de éste. Que ya es ser optimista.
¿Puede realmente, sin ponerse en peligro de dificultades económicas, presentes o futuras, afrontar un club –por muy importante que sea o crea ser-, el pago de esas astronómicas cantidades por tan sólo un par de nuevos futbolistas? Eso, aparte de abonarles sueldos anuales de nueve millones de euros (1.500.000.000 pesetas año = 125.000.000 ptas/mes = 4.166.666 ptas/día). Periodista dixit. Desearía que sí, que pudiese hacerlo ahora, y que igualmente pudiere seguir haciéndolo en el futuro, aunque nada tengo que ver con ese club, ni con ningún otro, puesto que no soy socio, ni tampoco voy al fútbol, ni tan siquiera lo veo en la televisión, pero esos desorbitados gastos –de mantenimiento o de explotación- rebasan la capacidad de asombro del contribuyente. Que es a lo que iba.
Otras instituciones conoce uno, un día económicamente poderosas ellas, que empezaron contratando jugadores –léase consejeros-, abonándoles sueldos fuera de razón, metiéndose en aventuras descabelladas, para al final tener que recurrir al Estado salvador, el de las subvenciones –también desorbitadas-, para poder salir adelante y evitar tener que poner el ominoso rótulo de “Cerrado”, por defunción, por haber superado los gastos a los ingresos previstos en un momento de excesivo optimismo. O por sobrar tanto consejero. Lo más probable.
De todas formas, deseo éxitos a ambas partes, al club jacarandoso y postinero, a su presidente y a sus insólitos fichajes. A los aficionados me basta desearles que les abaraten las entradas y la cuota de socios. De todo corazón.
Dejemos a un lado las teorías de mi amigo Polidoro, que encuadra el fútbol dentro de la actividad empresarial de “espectáculos de masas”, no de eventos deportivos, como tampoco a esas grandes figuras le parece oportuno llamarles “deportistas”, no sé si acertada o equivocadamente. A quien juega con quien mejor le paga, entiende el ochentón Polidoro, le cuadra mejor otro nominativo, que se calla.
No comulgo con todas su teorías, pero entiendo con él que cuando media el DINERO, en mayúsculas, como en este caso que aquí comento, la deportividad queda notablemente reducida, a algo así como “deportividad”, incluso de menor tamaño. Mínimo. Dejémoslo en negocio. Sucede lo mismo que con la política, que cuando la enturbia el dinero, poco menos que deja de ser política. Todo lo más, numismática, en el mejor de los casos. Y, por supuesto, ciencias ocultas.
De todas formas, y que esto quede entre nosotros, espectáculo por espectáculo, confieso que prefiero asistir a un concierto de la Orquesta Nacional. Lo que siento es que a sus componentes, los de la orquesta, no se les abone por su trabajo los mismos sueldos que a los futbolistas. Creo que es más difícil dominar a la perfección un instrumento musical que meter un gol. Por lo menos, se tarda bastante más en aprender.
Tal vez nosotros estemos equivocados –me dice Polidoro, antes de marcharse-. Ya tenemos muchos años, somos de los de antes de la guerra. Seguramente estamos caducados y hasta puede ser que fuera de juego.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 12 Junio 2009

(Publ. Es Diari del 22.06.09)

lunes, 15 de junio de 2009

18/bis - DE LOS ESTULTOS Y SU NÚMERO

18-BIS

De los bíblicos estultos y de su número infinito.

Ayer tarde, con mi buen y viejo amigo Polidoro, al que mis lectores ya conocen, hablábamos ambos de la necedad casi generalizada que impera en este mundo. No recuerdo el motivo, ¡hay tantos!, que nos condujo a recordar la cita bíblica sobre el infinito número de necios que en el mundo existen, y que, por razón de la fecha en que se compuso el libro sagrado que la encierra –la cita-, nos obliga a pensar que la necedad es consustancial al hombre y ello probablemente desde tiempos prehistóricos, cuando no desde el mismo instante de su creación. Es una de las pocas cosas, la necedad general, la que justifica o por lo menos hace disculpable la existencia de la aristocracia, entendida ésta en su recto sentido, es decir el gobierno de los mejores, que nada tiene que ver con el gobierno de los que pretenden tener sangre azulada en sus venas, blasones en las fachadas de sus casas solariegas o fortunas millonarias en los bancos, que es lo que hoy se entiende falsa y desgraciadamente por aristocracia, la aristocracia de la cuna, del dinero o del poder, juntos o separados estos tres ingredientes. No. Para mí, la aristocracia consiste en una rara mezcla de educación, ciencia y prudencia, amén de honradez y desprendimiento, lo que no es poco pedir, pero sin cuya global y simultánea posesión, y por supuesto previa acreditación, no se podría acceder a las labores de gobierno, es decir a dirigir a los demás. La aristocracia es el gobierno de los mejores, sean estos de cualquier idea o de cualquier cuna.
El derecho político es una de las asignaturas más aburridas de la carrera de leyes, por lo menos para los que carecemos de vocación política. Lo más interesante de ella es su parte histórica, el estudio de las primitivas formas de que se ha valido el hombre para gobernarse o mejor dicho para ser gobernado, puesto que de eso se trata, de las formas de gobernar a los demás sin que al que gobierna se le puedan pedir cuentas de su gestión, exigirle responsabilidad por su incompetencia ni obligarle a la devolución de la fortuna mal conseguida, es decir aprovechándose de su situación de poder, con incumplimiento de sus promesas iniciales de integridad moral, de respeto y consideración a sus gobernados. Podrá parecer una exageración lo que digo, pero no ando muy descaminado.
Hasta ahora, es evidente, todas las formas de gobierno han resultado imperfectas, y en realidad, a poco que se piense y razone, no podía esperarse otra cosa. Son leyes hechas por hombres y para los hombres, viciadas por razón de su origen, adulteradas en su génesis, burladas luego en su interpretación y aplicación por todas las imperfecciones que nos son propias, entre ellas la necedad, defecto que, basados en el documento bíblico que la declara y atestigua, puede asegurarse que es inherente al hombre, lo que equivale a decir que es de derecho divino, ya que resulta obvio que nos pudieron haber hecho prudentes «ab initio». ¿O no es así?
Me he pasado muchas horas pensando en las distintas formas de gobierno conocidas, pretéritas y actuales, tratando de analizar las causas de su fracaso y, sobre todo, como buen soñador, buscando una nueva forma de gobierno que pudiere llevar la felicidad a todos los hombres, no solamente a unos cuantos, pocos y casi siempre los mismos. Los mejores autores o creadores de ideales modelos utópicos lo han intentado, pero siempre la viabilidad de su modelo se basaba en el uso de métodos coercitivos sobre seres de carne y hueso, o en imposibles y voluntarias adhesiones de un tipo humano inexistente, dotado éste de todas las perfecciones, capaz de todas las renuncias en propio detrimento y en beneficio de la comunidad. Ni el buen gobierno puede imponerse por la fuerza –eso se llama tiranía-, ni existe el hombre perfecto que ame al prójimo como a sí mismo. El hombre es necio, pero no por eso deja de ser egoísta, requisito que considera esencial para sobrevivir.
Después de 1789 y hasta nuestros días, se usa del engañoso artificio de la igualdad de todos los hombres, a los que se pretende deslumbrar -y tal vez callar-, prometiéndoles una ilusoria democracia. Se les halaga diciéndoles y reiterándoles, a veces a voz en grito, que la soberanía reside en el conjunto del pueblo, y se les hace caer en la trampa de las urnas, con el slogan de «un hombre, un voto». Ello es una piadosa mentira o una verdad con reparos. Ni los hombres somos realmente iguales, ni es el pueblo el que gobierna, ni la soberanía radica en el conjunto de los ciudadanos, ni nuestros votos pueden ser iguales. Para votar algo, mejor dicho sobre algo, lo que sea, es preciso conocerlo previamente, y no sólo esto, sino que hay que ser capaz de analizarlo sin pasión, con discernimiento propio, sin dirigismos ajenos, libres del generalizado estigma de necedad que nos impide obrar con sindéresis.
Una de las personas más inteligentes, amén de honrada, que he conocido –mi llorado amigo Felipe-Jesús Martín García-, se negaba, allá por el año 1977, a votar en los comicios a que se nos convocaba entonces a los españoles con motivo de la nueva forma de gobierno que iba a implantarse tras la muerte de Franco. Largas conversaciones tuvimos ambos al respecto, unas veces en su despacho, otras en el mío, contiguos ambos, en el viejo edificio de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana de Avila, donde ambos trabajábamos, él como secretario de la Corporación y yo como asesor jurídico de la misma, pero no logré convencerle de que votase, de que debía cumplir un deber ciudadano, ya que no ejercer un derecho.
Al final de cada conversación, el único argumento que utilizaba para rebatir mis consejos era el de que mientras su voto valiese exactamente lo mismo que el voto de uno de los muchos necios que en el mundo son, incluidos también ellos -los necios- en el censo de votantes, él no podía rebajarse a votar. Lo de un hombre igual a un voto era cosa que no admitía y ello hasta tal punto que organizó un viaje al extranjero, por aquellas fechas comiciales, para poder presentar ante los demás, o darse a sí mismo, una excusa válida para no votar y que su falta en las urnas le fuera excusada por su condición de viajero ausente. Desgraciadamente, la víspera de su viaje, un desgraciado accidente automovilístico le arrebató la vida, dejándole sin urnas y sin viaje. Y a mí, sin tan buen amigo.
No obstante los años transcurridos sigo recordando con agrado a mi buen amigo Felipe-Jesús, y tengo presente su declarada aversión o reparo a la igualdad de voto, a la que, obvio es decirlo aquí, me sumo, pero cuya absurdidad no sé cómo remediar. Sentado el principio de que la igualdad no existe en cuanto a inteligencia y capacidad de raciocinio, lo difícil es establecer los criterios de clasificación y selección para distinguir y encuadrar a los hombres todos en distintas categorías intelectuales, políticamente hablando. Tampoco vale aquí aquello que decía un chungo conocido mío al rozar estos temas: «Necio es todo aquel que no piense como yo pienso». De lo que se venía a deducir obligadamente que como yo no pensaba igual que él, y a mi me lo decía, forzosamente tenía que ser yo un necio, de cabo a rabo. Y puede ser que así lo pensara el susodicho, y hasta puede ser -y eso es peor- que tuviera razón. ¿Porqué no? De menos nos hizo Dios.
Pero volviendo al camino principal, del que nos hemos separado, se debe reconocer que toda la literatura existente sobre la democracia es un puro sofisma, por mucho que políticos a la violeta y sesudos tratadistas de derecho político nos quieran convencer de lo contrario. Lo que existe no es democracia sino mucha demagogia, que no es otra cosa que el arte de halagar al pueblo de mil diferentes modos, para mejor aprovecharse del mismo. Empezando por el reconocimiento que se le hace del elemental derecho de igualdad ante las leyes, derecho éste que vemos conculcado diariamente en cuanto aparece por medio un imputado o sospechoso dotado de poder o de fortuna, que lo mismo da una cosa que la otra, puesto que parecen ser inseparables, al que se trata diferentemente. Y hasta deferentemente, también.
Ni soy un racionalista crítico ni lo contrario, un crítico que intenta guiarse a la luz de la razón. Para ser un «popperiano» me falta la fe, el creer en el hombre como colectivo capaz de autodeterminación tendente al perfeccionamiento moral de la especie a través de la crítica razonada de sus actos. Ochenta y tres años a cuestas son suficientes para que la experiencia adquirida me lleve forzosamente a concluir que si en el campo científico se avanza indefectiblemente gracias a la maravillosa e inagotable creatividad humana, no sucede lo mismo en el resto de lo que al hombre atañe: moral, costumbres, cultura general, arte, espíritu crítico, facultad de raciocinio independiente y tantas otras cosas que evitarían el estado de necedad generalizada en que estamos sumergidos, y -esto es lo peor- sin demostrar grandes deseos de librarnos de ella. Falta, en general, establecer una especie de plan educacional, de amplia aplicación, apasionante él para ser voluntariamente aceptado y seguido por todos, tendente a vacunar a la especie humana contra el funesto virus de la necedad.
Lo malo es que a nadie interesa -a nadie con poder bastante, se entiende-, que el hombre salga de su ancestral estado de necio ciudadano y manso contribuyente, fácil de engañar, conducir y dominar, y que pase a ser un ente de razón, dotado de espíritu crítico y que, si ineficaz e inerme considerado aisladamente, se pueda transformar en organizado y poderoso cuerpo al que sea difícil o imposible mantener en el engaño y la inoperancia, en el limbo político.
El que existan ciertos seres, filósofos de buena fe o soñadores arbitristas, que pierdan su tiempo pensando en estas y otras cosas parecidas, tratando de buscar remedio a la imperfección humana, no pone en peligro la estructura del tinglado político que nos aprisiona. El poder cuenta con medios suficientes para anular a los librepensadores molestos y contrarrestar sus ideas. De ahí la importancia que se da en las alturas a los medios de comunicación, medios que, en manos de los poderosos, directa o indirectamente sometidos aquéllos –los medios- y sumisos a las consignas oficiales, amén de agradecidos a las subvenciones económicas recibidas, se transforman en lo que yo llamo -no sé si otros también- medios de contaminación mental. Una campaña de prensa, radio y televisión bien orquestadas y sabiamente dirigida, acaba en poco tiempo con el soñador que se atreva a intentar la búsqueda de la verdad, aun reconociendo humildemente y ya de entrada que su búsqueda no pasa de ser un gesto de buena voluntad en pos de una meta inalcanzable.
Al iluso e indefenso hombre de buena voluntad, que cometa el horrendo pecado de hacer en solitario una crítica razonada del entorno político, se le hunde en el olvido y condena al ostracismo, con la misma facilidad con que se eleva a las cumbres de la gloria al filósofo sumiso o al artista mediocre que se aprovecha de la necedad ajena, por no hablar del crítico venal «sobre-venido y sobre-cogido», expresiones éstas tomadas del argot utilizado en el mundo taurino, sobradamente expresivas.
En mi desvarío y modesto análisis, llevado por la experiencia, concluyo que las conocidas formas de gobierno de las naciones deben ser superadas por otra nueva, todavía desconocida, pero en cuya búsqueda deben empeñarse los más esclarecidos pensadores, y no digo «debemos» pues ni me considero dentro de ese grupo que invoco, los esclarecidos, ni ya, a estas alturas, tendría tiempo suficiente para avanzar en su consecución, logro que -en mis momentos de decaimiento- considero inalcanzable.
De momento, me bastaría, para ser feliz, ver como se intenta disminuir, a través de una recta educación, el número de los estultos, paso previo para el avance y progreso de la humanidad dolorida, digna de mejores guías de los que “habemus”.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 6 Junio 2009


(Es Diari, 15-06-09; Blog, 15-06-09)

domingo, 14 de junio de 2009

18/9 - LA VERDAD

18-9

La Verdad

La Verdad os hará libres, eso nos dicen. Así se lee en la Vulgata: “Veritas liberavit vos”. No sé si eso será cierto en todos los casos, puesto que en no pocos de ellos, decir la verdad, proclamarla, expandirla a los cuatro vientos, gritarla, puede llevar a la cárcel. Recordemos que eso pasaba en tiempos no lejanos, y eso sigue sucediendo en muchas partes del mundo. Lo que sí sé, y en ello creo firmemente, es que la Verdad, si no libre, hará creíble a quien la diga, le hará fuerte frente a los demás, lo que no es poco. Por eso mismo, por la fortaleza que tiene la verdad, también en la Vulgata se lee: “Veritas magna et fortior prae ómnibus”, o sea que la verdad es grande y más fuerte que todo. ¿Qué usted lo duda? Está en su derecho, pero así es, o, por lo menos, así debiere ser.
La casta política, sobre todo en vísperas de elecciones, ahora y siempre, aquí y en todas partes, se muestra recelosa y desconfiada respecto al porcentaje de votantes que acudirá a las urnas a depositar sus votos. Y no debe culparse de ese poco presumible entusiasmo “votero” a los ciudadanos, puesto que la culpa no es de éstos, siempre dispuestos a seguir fiel y lealmente a quien consideren un verdadero líder, al hombre que se hizo, por sus palabras de verdad, su recta conducta y también por sus obras en beneficio ajeno, digno de toda confianza. No olvidemos que la verdad siempre es una. También lo dicen los clásicos: “Veritas semper una est”, cita que no necesita de traducción, por lo clara. El hombre, en general, también en todo tiempo y ocasión, seguirá al Mesías político que le hable palabras de verdad y actúe en su vida privada y pública de acuerdo con las normas que en su prédica imparta.
Cuando el ciudadano advierte que la verdad le es escamoteada por el predicador político, o que la conducta del candidato no se ajusta y acomoda al contenido de su discurso, sobreviene la desilusión de los votantes, la deserción de los en tiempos sus fieles seguidores, que se sienten defraudados en sus esperanzas, en ocasiones hasta estafados en su buena fe, objeto de mofa por parte del político poco veraz, que esconde sus propósitos o que no piensa cumplirlos tal cual promete. Ya lo dice el saber popular, labrado en la experiencia, casi siempre acertado en sus conclusiones: Que una cosa es predicar y otra cosa dar buen trigo.
Este tema de la verdad siempre me tuvo obsesionado, tal es la importancia que le concedo. Tan ello es así que, en el ejercicio de mi profesión, sentí una innata prevención frente a las pruebas testificales que me eran facilitadas para la defensa de mis clientes, o de las propuestas de contrario en perjuicio de los mismos, por mí colocada la prueba testifical en último lugar de las pruebas creíbles, salvo honrosas excepciones. Y si en el acontecer forense debe reconocerse el valor que tiene la verdad, así como su escasez o rareza, igual o mayor reconocimiento y estima debe dársele en el ámbito político, también por su idéntica escasez o rareza.
No voy a hablar aquí ni de la verdad procesal, ni tampoco de la verdad desde un punto de vista filosófico, limitando este comentario a la verdad que los distintos políticos, cada uno a su manera, tratan de imponer a los ciudadanos en defensa de sus particulares intereses –de ellos-, verdades que pocas veces cumplen con la exigencia de adecuarse a las realidades del mundo exterior en un momento determinado, perceptibles por quienes, sin dejarse manejar o conducir, sin estar obligados a creer a cierraojos, son capaces de discernimiento, de comparar, de elaborar y emitir juicios de valor, poniendo –si llega el caso- en prudente cuarentena lo que se le dice, y hasta a rechazarlo de plano cuando lo que le es dicho y lo que realmente sucede -o es- no guardan relación alguna, o incluso se oponen abiertamente entre sí.
Cuando se da esa discrepancia entre lo que se dice al ciudadano con lo que realmente es, ha sido o está siendo, es cuando se falta a la verdad que a éste interesa, la que le toca de lleno, la que puede condicionar su vida.
Igual sucede cuando la conducta del político no se ajusta al discurso que imparte. Una cosa es predicar igualdad entre los hombres, y otra considerarse igual, es decir con los mismos derechos y obligaciones, que ellos, el conjunto de ciudadanos de a pie, masa informe de la que el político se siente distinto y distante, ubicado él a nivel muy superior, casi tocado de la mano de Dios.
Lo que sí es evidente es que con el tiempo se manifiesta la verdad, hasta la más oculta. Tertuliano dice: “Veritas praevalebit”, es decir que la verdad prevalecerá, y no añade que siempre por ser innecesaria esa precisión. La casta política parece olvidar –o quizá desconocer- esa axiomática afirmación tertuliana al formular sus discursos, con lo que, al transcurrir del tiempo, sale a la luz la falta de concordancia –espontánea o premeditada- entre sus palabras y la obstinada realidad que se empeña, a poca paciencia que se tenga, en salir a la luz pública.
No voy a traer aquí esas faltas de verdades con las que algunos políticos trufan sus discursos, sobradamente conocidas por todos aquellos que discurren por cuenta propia y son capaces de discernir verdades de falsedades, aunque sea con ayuda del tiempo, que a todo y a todos pone en su lugar. Entre ellos mismos, en sus rifirrafes, se las ponen de manifiesto unos a otros, arrojándoselas mutuamente a la cara, como si fuesen proyectiles.
Allá ellos con su modo de ser y con su modo de vivir, tan alejado de la verdad que predican. Lo que sí es evidente es que el pueblo llano, desengañado por conductas políticas ajenas, escarmentado por injusticias, harto de falsas promesas, va distanciándose de la casta política y hasta se atreve a juzgarla. La sentencia popular, claro está, sólo puede dictarla ante las urnas, con el socorrido voto en contra de, o con el voto en blanco o con la abstención. Sería interesante llegar a saber cuantos votos son por convicción y cuantos lo son por castigo.

-La política, dice mi amigo Polidoro, hace tiempo que dejó de ser una honrosa vocación de servicio a los demás, para convertirse en una lucrativa colocación, en un bien remunerado “modus vivendi”, a ser posible con vocación de perpetuidad, en la que, llegados ellos a la poltrona, lo primero que se atiende y regula son los privilegios de los integrantes de la casta, tanto en lo que atañe a retribuciones como en el régimen especial y abreviado para gozar de una privilegiada jubilación, en abierta infracción del mandato constitucional e hiriente desconocimiento de un ministerio de igualdad que guarda respetuoso silencio ante los desafueros, en vez de denunciarlos a la justicia.

-Puede que tengas razón, Polidoro –le contesto-, pero lo cierto es que la igualdad democrática y constitucional se ha convertido en una entelequia. Basta leer el artículo de Henry Kamen, publicado en El Mundo de hoy, bajo el título de “La corrupción y las elecciones europeas”, donde se denuncia ese notorio afán de enriquecimiento que mueve a alguno de los eurodiputados, para entender la falta de interés que cunde entre los electores, para quienes resultan incomprensibles aquellos suculentos sueldos y demás gabelas, como también incomprensible que sean necesarios tantos eurodiputados para tan pocos resultados. Aquello parece haberse convertido en una especie de cementerio de elefantes, superpoblado, bien alimentado, cuya principal mira parece ser el logro de una jugosa jubilación. Y obsérvese que digo “parece”, aunque sin afirmar que lo sea. Es la conclusión a la que he llegado después de leer al señor Kamen, conclusión derrotista y entristecedora, es verdad, pero no disparatada.

La verdad no se nos dice, la corrupción la silencian, el nepotismo se intenta transformar en virtud, las nóminas pagadas con cargo al presupuesto no se publican para conocimiento de todos, las leyes especiales dictadas a favor de la casta política se ocultan vergonzosamente, y encima pretenden que les votemos. Votar a alguien cuando se ha perdido la confianza en él, exige tener poca o ninguna sindéresis. En el votante o en el votado.
Lo malo de nuestras elecciones, votantes nosotros desengañados y hartos del modo de hacer la política de una gran mayoría de los candidatos, es que nos han convertido en “votantes en contra” –la peor especie-, no en “votantes ilusionados” a favor de uno o de otro, que todos nos dan casi lo mismo, salvo prueba en contrario.
Escribo estas líneas, deslavazadas por cierto, con el ánimo por los suelos como consecuencia de los casos de corrupción que se están dando en los diversos partidos políticos, con la credibilidad -que debieran ofrecerme- en uno de sus niveles más bajos, con el desencanto a flor de piel, con un rictus de desconfianza y amargura en los labios, con un acentuado mal sabor de boca. Siempre fue mi divisa: “Veritas me dirigit”, la verdad me conduce. Claro está que jamás tuve vocación política. Ni tan siquiera de enriquecimiento.
Lo cierto es que quien, por no decir o no actuar con verdad, dejó de ser creíble para mí, no puede pedirme mi voto.
Afortunadamente, este comentario –de publicarse- se publicará después de celebradas las elecciones que tenemos encima, por lo que no tendré remordimientos de haber podido influir en ellas en forma ni cantidad alguna, por mínima que fuere.
Espero de todos los votantes que, al publicarse este inane comentario, ya hayan depositado su voto en forma tal que tampoco a ellos pueda remorderles la conciencia por el mal menor que hayan elegido. Que hayan tenido buen ojo y buena mano, amigos. Por el bien de todos.


José María Hercilla Trilla
Salamanca, 1º Junio 2009


(Publ. en www.esdiari.com del 8-06-09)

16/9 - POLIDORO, ARBITRISTA

16/9

Polidoro, arbitrista

Mi amigo Polidoro Recuenco, jubilado del noble Cuerpo de Telégrafos, garrafinista de pro, amén de librepensador a ultranza, es hombre de ideas fijas. Tal vez sea cosa de la edad. Pero tiene la inmensa ventaja de que, a pesar de la fijeza de sus ideas, no pretende ni tener la verdad absoluta, ni tampoco implantar sus creencias, sus arbitrios en economía, a nadie. Jamás le dio por la política. Siempre fue un hombre honrado, amén de independiente. Observa, piensa, razona, y saca sus propias conclusiones. El que luego venga a mí, a contármelas, a desahogarse, incluso a contrastar opiniones, es lo más natural del mundo. Para eso son –o somos- los verdaderos amigos. Para escucharnos los unos a los otros. Unas veces con delectación; otras, con paciencia, pero siempre fraternos.
Polidoro sigue obsesionado con los conceptos leídos, de “masa monetaria emitida” y “masa monetaria circulante”. Siempre hay una diferencia cuantitativa entre ellas, me dice, pero cuando más acentuada está esa diferencia es en los tiempos de crisis, cuando la masa circulante disminuye. Y sigue diciendo:

««La primera, la “masa emitida”, está sometida a control de las autoridades monetarias. Nadie puede emitir dinero sin autorización y control del Gobierno. Quien lo haga será un monedero falso. Si es descubierto, pagará su delito con la cárcel.
La de más difícil control es la “masa monetaria circulante”, la que da vida a una nación, como la circulación sanguínea da vida a una persona. Una circulación defectuosa puede conducir a la estasis sanguínea y finalmente a la muerte, ya sea por obstáculos en sus normales desplazamientos –trombos-, ya sea por congestión, súbita o lenta, en lugar determinado o por otra causa cualquiera.
Con el dinero –dice Polidoro-, pasa lo mismo. La masa monetaria –equivalente a los cuatro o cinco litros de sangre del cuerpo humano-, emitida aquélla por el Banco emisor central controlado por las autoridades, mientras fluya sin estorbos entre todos los individuos que componen la nación, mientras no se congestione o acumule en unos pocos, la nación permanecerá viva y rozagante. Lo malo es cuando se acumula entre esos pocos, excesivamente pocos, y encima los de siempre.
Otro símil que usa Polidoro es el de comparar la sociedad con una balsa flotante, no en la mar sino en el tiempo, que se mantiene a flote mientras su carga -los hombres y el dinero-, están bien distribuidos, bien estibados, repartidos no por igual, que eso sería una utopía, sino conforme la estructura de la balsa flotante lo exija. Lo importante no es el reparto igualitario, utópico él, sino el reparto inteligente, el que garantice una navegación serena, sin peligro de naufragio, y sabido es que una estiba mal realizada trae consigo una escora, por débil que sea, y que si ésta no se detiene sobreviene el naufragio, equivalente, en términos económicos, a la crisis.
Y ésa –sigue diciéndome Polidoro-, es la situación actual. La estiba de la masa circulante realizada durante estos últimos años ha sido llevada a cabo en forma irregular, aparte de incontrolada, sin atender a la deseable estabilidad de la sociedad, acumulándose su mayor porcentaje tan sólo en una de sus amuradas, a un lado, es decir repartida entre muy pocas manos –las de los elegidos o las de los insaciables e insolidarios avariciosos-, hasta lograr primero la escora y finalmente el naufragio de la sociedad, la crisis, que no ha hecho más que empezar. El naufragio acaba cuando se toca fondo. Aún no lo hemos tocado. Estamos descendiendo. No sabemos hasta qué profundidad.
En estas circunstancias –las de la mala estiba-, no cabe remediar la escora de la nave social aumentando la masa monetaria emitida, ya de por sí suficiente, como ha quedado probado con el desenvolvimiento económico gozado durante estos años de vacas gordas, en los que el dinero fluía abundantemente y sin obstáculos. Había exceso de dinero. Nuevas emisiones ahora, no tendrían otro efecto que la depreciación de la moneda, e igual de mala estiba de las nuevas emisiones, es decir mayor enriquecimiento de los ya sobradamente enriquecidos.
No es tarea fácil subsanar el problema de nivelar la nave. ¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién pone límites a la desmedida avaricia de algunos, para quienes toda riqueza es poca? Se nos enseña que las políticas fiscales conducen a ese fin regulador. Es falso. Nunca fue posible lograr que quién más tuviese, y sobre todo que quién más ganase, pagase más –es decir tributase a un tipo proporcional a sus ganancias- que quién ganase menos. Los tipos impositivos que gravan las rentas se estancan a partir de cierta cantidad de éstas, y ya todo lo ganado en exceso es miel sobre hojuelas, ganancias casi netas. Aquella ridiculez de que a cada uno se le debe dar según sus necesidades y cada uno debe contribuir al bien común conforme a su capacidad económica, no pasa de ser una entelequia.
Esa idea que esgrime mi admirado Cayo Lara, de limitar los ingresos altos, de establecer una especie de salario máximo, en idéntica forma a como se regula el salario mínimo interprofesional, idea digna de alabanza, no deja de ser una utopía, imposible de llevar a cabo. ¿Quién pone puertas al campo? Aparte de que ese noble impulso de algunos, de lograr mayores ganancias con su trabajo, no con especulaciones ni agiotajes vergonzosos, es lo que mueve el mundo. Sin hombres emprendedores la humanidad estaría condenada al fracaso. Hay que reconocerlo, pues así es.
No, no son esos hombres los culpables de la crisis, ni de ésta, ni de ninguna. El hombre que con su actividad, unida a sus dotes personales, crea y reparte riqueza, bienvenido sea. No así el que con sus malas artes, con sus especulaciones, con sus abusos, lo que hace es sustraer riqueza, buscando tan sólo acumular la mayor cantidad posible de dinero, ser más rico cada día, aunque ello suponga que los demás sean más pobres que nunca y para siempre.
De esa desmedida avaricia de algunos es de la que debe precaverse la sociedad, y la única manera de hacerlo –a mi entender-, es con la implantación de una política fiscal adecuada, amén de justa, cuyos tipos impositivos vayan creciendo proporcionalmente a los tramos de rentas obtenidas, llegando –si preciso fuere- hasta el 99 por 100 en los tramos altos, altísimos, desaforados, de renta, tramos cuya obtención pudiera llegar a considerarse ilícita, hasta constitutiva de delito de acaparamiento. Doctores tiene la Iglesia, es decir nuestro órgano legislativo, para considerar esta solución, única que considero eficaz para evitar la disminución de la masa dineraria circulante, disminución que conduce a la crisis de cualquier sociedad aquejada de ese mal de la avaricia de algunos, para quienes todo dinero es poco, en ocasiones hasta sin importarles el modo de enriquecerse, caiga quien caiga. Ni tampoco cuántos caigan.
Con el sistema fiscal actual, con un tipo impositivo que no excede del 43 por 100 –en el IRPF-, claro está que la carga se distribuye principalmente entre las clases medias –en sentido económico- de la población, y ello, evidentemente, no es justo, no se acomoda al principio de “a cada uno según sus necesidades, y cada uno según su capacidad”, axioma que debiere servir de guía en la aplicación de las políticas fiscales de una sociedad que se proclama justa, además de socialista. No veo yo el socialismo por parte alguna, esa es la verdad. Empezando por quienes lo predican. Bien es verdad que siempre fueron cosas diferentes predicar y dar buen trigo.
Mientras un presidente de un consejo de administración pueda cobrar impunemente 420.000 € anuales (setenta millones de pesetas), como decías tú el otro día de uno conocido, salmantino por más señas; y otro pueda gastar 510.717 euros (casi ochenta y cinco millones de pesetas) de otra Caja que preside, en comprarse un coche de superlujo (E.M. 19-05-2009, 1ª página), estaremos muy lejos de ese ideal de justicia, es decir de justa distribución de la riqueza, necesario para vivir en un estado de bienestar, donde todos tengamos cabida y podamos forjar proyectos, sin temor a crisis económicas, donde el hombre avaricioso deje de parecer –y de ser- un lobo para el resto de los hombres. ¿De qué estarán hechos algunos sujetos para considerarse siempre insuficientemente retribuidos? »»

Finalmente, Polidoro calla, no sé si extenuado por su facundia. He estado atendiendo en silencio este casi soliloquio arbitrista de mi amigo Polidoro, y debo confesar que, salvo en algunos puntos de su discurso, por lo demás sin importancia éstos, no he sido capaz de argüirle de contrario cosa alguna. Así pues, habré de poner punto final a este comentario, mejor dicho a esta transcripción de ideas ajenas, ideas “polidóricas” ellas, del más puro estilo arbitrista, diciendo tan sólo esto: “Polidoro dixit”. Juzguen ustedes. A mí, que no me reclamen.
¿Sabían ustedes que en Zurich, Suiza, la cuantía de las multas depende de la fortuna del sujeto que comete la infracción automovilística? Eso es lo justo. A mayores ingresos, mayor sanción. Como Dios manda. Y el sentido común. Y la justicia social. Si la hubiere, claro.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 19 Mayo 2009




(Publ. en www.esdiari.com del 31-05-09)

17/9 - LOS ORDENADORES EN LA ESCUELA

17/9

Los ordenadores en la escuela

La cosa no es de ahora, no, viene de lejos. Hace ya tiempo que vengo pensando en ello, concretamente desde que empezó a hablarse de repartirlos, los PC, entre los colegiales –creo que en el 2004-, como si eso fuese la panacea para todos los males que sufre la enseñanza primaria. Lo que sucede es que como ahora, con motivo del reciente discurso sobre el estado de lo que queda de la nación, ha vuelto a repetirse la misma cantinela política, también yo he vuelto a dar en pensar en todo ello, en los pobres colegiales, en los ordenadores portátiles y unipersonales prometidos, y en todo lo que viene detrás, que esa es otra. Porque el problema es siempre eso, lo que viene detrás, en la cola, a la rastra, en lo que jamás se piensa, pero que nos espera a la vuelta de la esquina, pasado algún tiempo, menos del que pensamos si tal reparto se lleva a cabo.
Dejemos a un lado el descomunal coste de adquisición de los cientos de miles de ordenadores necesarios para satisfacer a todos los colegiales, que tampoco es cosa de darlos a unos sí y a otros no, que para eso tenemos una ministra de igualdad. O a todos o a ninguno, no valen diferencias. España está boyante, rezumamos riqueza por todas partes, el Tesoro Público rebosa por los cuatro costados, se ha logrado el pleno empleo, no hay crisis que valga, podemos dejar de pensar en atender a lo necesario para podernos meter de lleno en atender superfluidades, somos felices, todos, sí, todos, no sólo los políticos. Que lo sean también los escolares a partir de 5º de primaria, y así “tutti contenti”. Una España feliz.
No entremos tampoco en los posibles enjuagues, dicho finamente esto, que en toda adquisición pública de consideración se suponen, aunque a veces sea temeraria y errónea suposición. Perdón entonces. Pero ya decía uno que en España lo que mejor funciona y es más rentable es la amistad. No entro en eso, ni a nadie culpo de ello, pero ha visto uno muchas cosas en la vida como para no ser desconfiado, o cuando menos precavido. Además, basta leer los periódicos. Los de aquí y los de fuera.
Sigamos. Tampoco entro en lo que supondrá para el Tesoro Público, es decir para los contribuyentes, la creación de un “Cuerpo técnico de asistencia técnica escolar” para mantener en funcionamiento los cientos de miles de ordenadores escolares que se proyecta repartir. Si de 600.000 antiguos funcionarios hemos pasado a los actuales 3.600.000, ¿qué importan unos cuantos miles más? Bienvenidos sean. Lo ideal sería que todos, absolutamente todos, fuésemos funcionarios, así se evitaría el riesgo de paros laborales futuros, ya que paro presente parece que no le hay. O se ignora.
Digo esto por el hecho de que, además de darle a los colegiales “su ordenador”, se habla de permitirles que se los lleven a sus casas para estudiar en ellas y en ellas hacer “los deberes”. ¿Se ha pensado cuántas manos extrañas van a tocar y enredar en esos ordenadores portátiles? Son aparatejos de precisión, y como tales, exigen que se les trate con cuidado, amén de con cierta pericia. Aparte de que hay que cargar sus baterías. ¿Quién será el responsable de su carga? ¿El maestro, el alumno, el técnico oficial de mantenimiento, o el padre del alumno? ¿O el ministro del ramo? De no ser así, de no tener carga, o de no ser adecuadamente manejados, se declaran en huelga esos aparatos. Hasta que acude un técnico en su ayuda. Pues debemos reconocer, aunque nos escueza, que no todos los docentes –antes honrados maestros de escuela- tendrán conocimientos técnicos suficientes para atender prestamente a esas previsibles interrupciones, a esas inevitables –y a veces costosas- averías que darán al traste con la formación continuada e “ininterrumpida” de los alumnos.
Al técnico en reparación de ordenadores escolares habrá que asignarle, eso es evidente, una dependencia aneja para llevar en ella su trabajo, pues no va a interrumpir el normal desenvolvimiento y desarrollo de una clase con su incómoda y abultada presencia y sus manejos. ¿O no es así?
Ya hemos aludido al desmesurado coste de los cientos de miles de ordenadores necesarios, a posibles enjuagues en su adquisición, al oneroso mantenimiento de aquéllos –de los ordenadores, no de los enjuagues, claro-, a descontrol extraescolar y domiciliario en su manejo, pero aún no hemos entrado en lo que considero más importante. Voy a intentarlo.
Hace bastantes años, primero tímidamente, después a raudales, se difundieron e implantaron las calculadoras. En un principio, cada una de ellas ocupaba una habitación entera. Tan sólo estaban al alcance de grandes empresas. Pero fueron reduciendo su tamaño hasta convertirse en portátiles, y finalmente en calculadoras de bolsillo, ya de uso generalizado, al alcance de todos, hasta de un estudiante de primaria. Al principio fueron miradas con cierta prevención en los centros docentes, por suponer un menor esfuerzo por parte de los examinandos al realizar éstos sus ejercicios, pero poco a poco se las fue tolerando, hasta acabar siendo permitidas, aparte de que era muy difícil el control de su uso, tal vez por su diminuto tamaño, que permitía su fácil escaqueo o uso subrepticio.
Desde entonces, Dios nos perdone, no hay estudiante que sepa sumar, restar, multiplicar o dividir, sin echar mano de ellas. Y no digamos, si se trata de resolver una ecuación, aunque sea de las modestas de primer grado…. Ya, ni entre los bancarios –antes acreditados sumadores de carrerilla- se encuentra quien sepa sumar de corrido. Multiplicar o dividir, no te digo; y extraer una raíz cuadrada, mucho menos. Las cúbicas, ni se sabe qué es eso.
Pues bien, si a las calculadoras, que vinieron a atrofiar la capacidad mental infantil, añadimos ahora los ordenadores portátiles, ya me dirán ustedes qué margen reservamos a los infantes para que ejerciten sus neuronas, convertidos ellos en meros espectadores de lo que aparezca en sus pantallas. El más completo y sofisticado ordenador del mundo no es capaz de superar el ordenador que cada niño encierra en su cerebro, dispuesto –si se le educa correctamente- a ponerse a trabajar, a razonar libremente, a desarrollar sus propias y particulares aptitudes, hasta convertirle en un hombre adulto, capaz de valerse por sí mismo y de ser útil a la sociedad.
Ofrece a un niño un ordenador y verás como desaparece su capacidad de escribir a mano, como desapareció su capacidad de calcular con la llegada de las calculadoras. Por otra parte ¿qué le va a ofrecer un ordenador que pueda compararse con lo que le ofrece un buen libro? ¿Qué “deberes” se hacen en un ordenador? No nos engañemos, los ordenadores han venido a desempeñar un importante papel en nuestras vidas; nos sirven de archivo, de buscadores de datos, de transmisores de noticias o avisos, de muchas cosas, sí, pero el estudio personal, el esfuerzo que el aprendizaje exige no nos lo eliminan, y mucho menos en los primeros años de nuestras vidas, aquellos en los que se forma el niño, en los que se moldea su carácter, los más importantes de sus vidas, de los que dependerá su futuro.
Gracias a aquellos muchos ejercicios de caligrafía, con papel, pluma y tintero –no se había inventado el bolígrafo-, hoy soy capaz de escribir a mano una carta, aunque ya mi letra no sea ni prima hermana de la que entonces alcancé a escribir. Ya es temblorosa, pero con ochenta y tres años no se me pueden pedir perfecciones caligráficas.
Gracias a los miles de problemas, resueltos sobre papel y calculando a mano, que tuve que resolver, hoy soy capaz de realizar sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, sin necesidad de calculadoras. A punta de bolígrafo.
Gracias a los muchos libros que tuve que manejar y las horas de estudio que se me exigieron, hoy puedo prescindir de ordenadores, sin que decline mi actividad, ni peligre mi vida por ello. No niego su utilidad para ciertos trabajos, pero sigo considerando que en la edad escolar el mejor ordenador es el que cada alumno encierra en su cabeza, y que si se lo atrofiamos por falta de uso, mal porvenir le estamos preparando.
Otra cosa sería programar en los planes de estudio, como una asignatura más, y a partir de cierta edad, el conocimiento de cómo se maneja un ordenador, de para qué sirve –además de para jugar-, de qué rendimientos y utilidades se pueden obtener de ellos. Para cuando en realidad los necesiten, que no es ahora.
Luego, el que quiera tener un ordenador en su casa, que se lo compre; o acuda a una biblioteca pública, donde el solícito y previsor mandamás político deberá cuidar de que haya alguno para uso público y gratuito.
Pero a los niños, que no me los toquen, como decía un poeta de la rosa, son sagrados, intangibles. Son arca cerrada en la que se encierra el más sofisticado ordenador que se haya podido uno imaginar: El cerebro.
De todas maneras, mirada con humor, la cosa resulta cómica. No hay ordenadores para modernizar los Juzgados, precisados con verdadera urgencia de ellos, y los repartimos en las escuelas de primaria, para entretenimiento de los alumnos, y encima de primaria, donde son totalmente prescindibles. Incluso pudiera ser que también verdaderamente desaconsejables, por lo menos desde mi modesto –y puede ser que equivocado- punto de vista. No hay ordenador que pueda sustituir a un buen maestro, por lo menos de aquéllos de mis lejanos tiempos de escolar. Hace mil años.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 22 Mayo 2009


(Publ. en www.esdiari.com del 25-05-09)