miércoles, 29 de abril de 2009

13/09 - PENSIONES, COMUNES Y ESPECIALES

13-9

Pensiones, sí, pero no comunes y especiales

Las aguas bajan revueltas, José María –me dice mi amigo Polidoro, que entra en mi cuarto de trabajo, llevando varios recortes del periódico E.M. en la mano-.
Todos los recortes son de ese diario, siempre el mismo, al que está suscrito; antes, Polidoro, fue lector de otro famoso diario abecedario, que dejó de frecuentar ante la obsesión de un antiguo director, empeñado en hacer creer a sus lectores que las personas de sangre real, aunque no fuesen reyes, y aunque además viviesen en el exilio –voluntario o no, que eso no importa-, no hacían pipí, como el resto de los mortales, sino agua bendita. Se pasaba, el hombre. Y perdía lectores, claro, por lo menos del gremio de los librepensadores. Los fanatismos, periodísticos o políticos, incluso filosóficos, no fueron buenos jamás.
Lo lamentable de las acotaciones que me trae Polidoro, es que casi siempre huelen a cuerno quemado, quiero decir que –aunque verdaderas las noticias-, tienen poco de agradables y menos de tranquilizadoras, por lo menos en cuanto erosionan el ideal humano que uno tiene forjado en la mente, esa utópica idea de que los hombres todos, sin excepción, “toos son güenos”, o debiéremos serlo.
Los recortes que hoy me trae, corresponden a los diarios del 16 y del 18-4-9. Uno de ellos habla de que un «ponente del Tribunal de Cuentas, el socialista y ex diputado Ciriaco de Vicente, considera escandaloso que hasta 237 directivos de esas ocho Mutuas (de Trabajo), recibieran (supongo que en el pasado año) retribuciones anuales de 111.000 euros como media, (18.500.000 pesetas/año = 1.550.000 ptas/mes, en números redondos), superiores a las del presidente del Gobierno». Por todo ello, afirma ese ponente, «el Tribunal de Cuentas urge al Gobierno una reforma legal para controlar más las Mutuas». Me recuerda esto aquel estribillo de que; “el controlador que las controle, buen controlador será”.
También me recuerdan esas cifras, aunque no lleguen, ni mucho menos, las cantidades percibidas por los directivos –presidente y consejeros- de ciertas entidades de crédito, de que hablaba yo en comentarios anteriores. Son dos pequeñas –bueno, eso es un decir-, muestras del desaforado culto al dinero que se da entre nosotros, los hombres, donde se viene a confundir lamentablemente lo que se cobra con lo que honradamente se gana. Y cuidado que son conceptos dispares, que nada tienen que ver el uno con el otro.
Esas mutuas de que habla Ciriaco de Vicente, socialista de pro, pueden llegar a descapitalizarse con esas desorbitadas retribuciones, como puede sucederle lo mismo a esas otras entidades de crédito –y a otras muchas, de todo género-, donde no coincidan lo ganado con lo cobrado por “los directivos”. Cada vez que oigo decir que vivimos en socialismo, en un Estado donde hasta existe un Ministerio de Igualdad, o para la Igualdad, me asombro de que haya personas, sobre todo políticos, que puedan creérselo. Lo de la igualdad. Y lo del socialismo. Yo, sigo esperándolo. También digo que “el igualador que nos iguale, buen igualador será”.

- Esto es puro capitalismo, José María –me dice sentencioso Polidoro-. En un régimen socialista, se trabaja para vivir, unos con mayor holgura que otros, como siempre ha pasado y pasará, pero todos iguales ante la ley, sin necesidad de Ministerios Igualitarios. Ahora, todo el que puede -y más puede quien más “directivo” sea o más alto cargo ocupe-, trabaja para enriquecerse, pero no a lo largo de una vida de trabajo y economía, lo clásico, sino en cuatro días, y a ser posible en menos tiempo aún, con un pelotazo a tiempo, alerta a la ocasión.

- Seguramente tienes razón, Polidoro –le contesto-; todos queremos vivir por encima de nuestras posibilidades, y, lo que es aun más reprobable, por encima de nuestros merecimientos; afanes, que si son dignos en parte, no lo son en cuanto perjudican a tercero, bien sea este tercero un cliente, un depositante, un mutualista, un empleado, cualquiera, al que se le mermen sus derechos y seguridades, amen de sus intereses. Para una vida tan corta, no son necesarios tantos millones, sobre todo si resultan injustificables, cuando no vergonzosos. Para mí, lo de izquierdas y derechas, es una filfa. No son las ideas las que dividen a los hombres, sino su modo de vivir. Que un señor con yate y avión privado, por ejemplo, me diga que es de izquierdas, me desternilla de risa. Y que un honrado padre de familia, que no sabe como llegar a fin de mes con lo que gana, me diga que es de derechas, me desencaja la mandíbula a puras carcajadas. No hay hombres de izquierdas y hombres de derechas; hay ricos y hay pobres, y además existe una honrada clase media, la que siempre sale peor parada en todos los casos, mande quien mande. ¿Cuál es la otra noticia que me traes, amigo Polidoro?

- La más chunga, José María, la del pelapollos entre el Presidente del Banco de España y tu paisano el Ministro de Trabajo –mejor dicho, al revés-, con motivo de las pensiones presentes y futuras. El primero dice que peligran las futuras; el segundo asegura lo contrario. Me recuerdan ambos la polémica sostenida hace poco más de un año entre el ministro Solbes –apoyado por el Gobierno en pleno- y el economista Montoro, sobre la crisis económica en ciernes. El uno la negaba, el otro insistía en ello, y al final ya vemos donde estaba la razón y la verdad. A la vuelta de la esquina.

- Ya sabes tú, Polidoro, cual es mi punto de vista en este asunto de las pensiones, lo hemos hablado muchas veces. Solo debe existir una Seguridad Social, común a todos los ciudadanos, sin excepción alguna. Todo trabajador, por cuenta propia o ajena, tiene que tener los mismos derechos y obligaciones, empezando por la de estar afiliado y cotizar conforme a su sueldo, y acabando por percibir una pensión al término de su vida activa, pensión que se determinaría en función de los años de cotización y de las cantidades ingresadas durante los últimos veinte años. Dejando a un lado a la valiente y sufrida clase de los trabajadores autónomos, de todas las especialidades, amen de a los funcionarios con mutualidad propia, todos los demás somos trabajadores por cuenta ajena, lo mismo el que trabaja en una empresa privada que el que lo hace en la pública, y tan empleado es el operario de la Nisam, por poner un ejemplo, como el concejal, alcalde, consejero autonómico, diputado, senador, eurodiputado, ministro, etc., que trabaja –se supone que lo hace- para el común de los ciudadanos, ya estén representados por una institución municipal, autonómica o estatal, lo mismo da. Mientras dure su elección, es decir mientras cobren dineros públicos, debieran estar dados de alta en la Seguridad Social, obligatoria y común para todos los trabajadores por cuenta ajena, (también para los trabajadores autónomos que no acrediten estar afiliados a una mutualidad propia), y sujetos a las mismas leyes sobre prestaciones de enfermedad o jubilación. Eso de que a un trabajador se le exijan 35 años de cotización para cobrar la pensión, y de que a un político, si es ministro le baste jurar el cargo para tener derecho al 80 % de la pensión máxima, aunque lo cesen a los dos días, y si sólo es diputado (aunque sea autonómico) o senador, le baste con 8 años de presencia en las Cortes para tener derecho a la pensión máxima, eso podrá ser todo lo legal que se quiera, pero es una inmoralidad en un régimen que presume de socialista y que además tienen un Ministerio para la igualdad de los ciudadanos. ¿Dónde está la igualdad? Si todos, sin excepción alguna, cotizáramos a la Seguridad Social con arreglo a lo que ganamos –o cobramos-, y todos nos jubilásemos en las mismas condiciones y exigiéndosenos los mismos requisitos, otro gallo nos cantara. De no ser así –y no lleva camino de serlo-, no me extrañaría nada que, para poder salvar la quiebra del sistema, tuviere que posponerse la fecha de jubilación, que prolongarse los años de trabajo de los que no somos ministros, ni senadores, ni diputados, ni otros privilegiados que vienen a quebrar, con sus regímenes especiales –por ellos y para ellos mismos dictados-, la deseable igualdad entre todos los ciudadanos.

La otra noticia que te traigo, José María, es de ayer, día 18, que recoge la propuesta de IU, de establecer un salario máximo interprofesional, ya que «para Cayo Lara, de igual manera que el Estado nos dice que una familia puede vivir con 624 euros de salario mínimo, también debe haber un techo a la hora de cobrar». Parte de razón tiene, habida cuenta de los incomprensibles cobros de algunos “directivos”, pero es propuesta de difícil cumplimiento. Las leyes, no sólo han de ser justas, sino además posibles. A nadie se le pueden coartar sus ambiciones, aunque resulten desmedidas. En eso consiste la libertad, en respetar a los demás en el ámbito de sus particulares decisiones y proyectos. Otra cosa sería que IU, o cualquiera con convicciones parecidas, exigiera del Estado la implantación de un sistema fiscal justo, que viniere a gravar con una escala de tipos más amplia, y más justa, las rentas personales. Esa es la verdadera justicia distributiva, dar a cada uno conforme a sus merecimientos, y exigir de cada uno conforme a sus ingresos. ¿Pero quién le pone el cascabel al gato? El sistema tributario actual me parece ridículo. A partir de 52.360 euros anuales de ingresos, es decir de 8.711.971 pesetas/año, las cantidades percibidas en exceso de esa cantidad deben tributar por el Impuesto sobre las rentas de las personas físicas al 43 %. ¿No sería más lógico establecer mayor número de escalas, por ejemplo del 20, 30, 40, 50 por ciento, y así sucesivamente hasta llegar a escalas de hasta incluso el 80 ó 90 por ciento para los tramos superiores, cualesquiera que éstos fuesen? Lo que desde luego no es lógico es que quien gane 52.350 € anuales empiece a tributar al 43 % por todo lo que exceda de esa cantidad. Los tramos contributivos debieren ser establecidos de 25.000 en 25.000 euros, hasta cierta cantidad, por ejemplo hasta 100.000 euros; luego, de 50.000 en 50.000 euros, debiendo tributar progresiva e independientemente cada tramo, hasta llegar en los últimos, a esa tributación del 80 ó 90 por ciento, que no estimo ningún disparate. ¿Qué importa que el número de tipos se multiplique? ¿Por qué dejarlo reducido a los cuatro tipo actuales, y que toda ganancia superior a los 52.360 €/anuales (8.711.971 ptas/año), tribute al 43 % actual? Ya sé que mi propuesta no es de las que ganan votos, sobre todo entre las clases privilegiadas, pero no por eso deja de ser justa, pese a quien pese.

No andas descaminado, Polidoro, creo yo. Que nadie se ofenda por nuestros –de Polidoro y míos- proyectos legales “en socialista”, pues no está en nuestro ánimo ofender a nadie, sino simplemente ofrecer ideas, tal vez aprovechables, para mejorar este puñetero mundo. No es tan difícil. Basta pensar más en los demás y menos en uno mismo, y menos aún en el dinero, aunque uno sea importante “directivo” o insigne político. Ahora, cuando oigo a alguno –y sobre todo a alguna-, afirmar que las pensiones futuras están aseguradas, me queda la duda de saber si se refiere a las de todos los ciudadanos o solamente a las suyas, que bien se cuidaron ellos de asegurarlas con leyes especiales. Y ya se sabe que la ley especial solo se justifica en ausencia de una ley general. Y ésa, la del Régimen General de la Seguridad Social, ya la teníamos, para todos, sin excepción. Todos, de ser verdaderamente socialistas, cabíamos en ella.


José María Hercilla Trilla
Salamanca, 19 Abril 2009



(Publicado en www.esdiari.com del 28-04-09)

lunes, 20 de abril de 2009

11/9 - DEL OCIO Y EL PLURIEMPLEO

11-9

Del ocio y el pluriempleo


Estoy leyendo “La princesa de Éboli”, del muy culto y ameno historiador don Manuel Fernández Álvarez. Lo recomiendo, el libro, sin cobro de comisión alguna por mi parte.
Llego hoy, en mi lectura, a la página 86, y leo en ella una frase reveladora de lo que era la vida de algunos –de muchos-, en aquella Corte palaciega. Dice así: “Puede afirmarse que el principal problema de aquella Corte, presidida por la reina Isabel de Valois, era la de combatir el tedio”.
Y me he quedado pensando en lo que pudiere tener todavía de vigente esa afirmación, referida –claro está- a ciertos ámbitos de la vida política, o más concretamente a ciertos sujetos que a su amparo viven. Una cosa es el Gobierno, y sus componentes, el llamado poder ejecutivo, que por estar obligado a cuidar de la “res pública” –y a dar cuenta de ello-, es obvio que no puede descuidar un momento su atención, y carece –o debe carecer, por lo menos- de tiempos muertos dedicados a la ociosidad, y otra cosa es el resto de la cohorte política, gran parte de ella no tan ocupada como la anterior, como resulta evidente.

-Para mí –me comenta mi buen amigo Polidoro, con quien he hablado de esa ociosidad palatina en la corte de Felipe II-, que es cosa ésa, la posibilidad de ocios, que debiere cuidarse, e ítem más, también evitarse-, en toda corte, palatina o no, que no en balde es de conocimiento popular aquello de que la ociosidad es madre de todos los vicios. La ociosidad, entendida ésta como tiempo libre de obligaciones o dedicaciones, laborales o de otro género, debiere estar prohibida. No sé si esto que digo será fiel, aunque tardío recuerdo de lo que viví en casa de mis padres, donde estaba vetado el vivir mano sobre mano. ¿Qué haces?, me decía mi padre, al verme parado. “Nada”, le contestaba yo. Y me decía así: “Pues haz algo, hijo, lo que sea; lee, estudia, escribe, trabaja, canta, silba, haz gimnasia, pero haz algo, no estés parado”, con lo que queda claro que en aquella casa vivíamos en movimiento continuo. Hasta emanciparme no logré encontrar un momento de ocio, por lo menos sin que la conciencia me remordiera.

-Pues seguramente esa misma educación, casi espartana, que a ti te impartieron –le digo a Polidoro-, es en la que debieron educarse alguno de esos políticos, a los que no les basta con dedicarse a las labores propias de su sexo, digo de su alto cargo político, ocupación debidamente retribuida con cargo al Tesoro Público, como propias de trabajo exclusivo y dedicación a tiempo completo, y que buscan rellenar los huecos, y no pequeños, que el desempeño de su cargo ofrece, con otra actividad al margen de la política, prohibida en principio, esta segunda actividad, por sus propios estatutos. De ahí, de ese loable huir de la ociosidad, el pretender llenar su tiempo con otra ocupación –aunque vetada-, amén de con otro sueldo, suculento, claro está, que algunos solicitan.

-Y yo no lo veo mal, José María –me dice Polidoro-; eso de los tiempos muertos, de los prolongados ocios, debiere estar prohibido, sobre todo en actividades retribuidas como de dedicación exclusiva, salvo que el laborioso sujeto que pretendiere ocupar ese tiempo vacante –y retribuido- en otra actividad distinta, devolviere al Tesoro la parte proporcional de lo que recibe de éste por su principal actividad política. No me parece de recibo que los contribuyentes abonemos a esos hiperactivos señores un suculento suelto –amén de dietas y otras gabelas-, por ocho horas de trabajo diarias, que es lo menos que se puede exigir a cualquier ciudadano, y que además se busquen un sobresueldo en trabajos extraordinarios y también extraordinariamente retribuidos. Y remarco lo de extraordinarios, pues siempre suelen ser trabajos de asesoría, dirección, representación, pero jamás de los que verdaderamente exigen sudar la camiseta, y perdón por usar este democrático símil ciclista. En estos momentos de crisis, cuando más de tres millones y medio de ciudadanos están buscando un trabajo cualquiera, de lo que sea, no importa si celador o basurero, no resulta muy elegante saber de otros ciudadanos privilegiados, que no sólo tienen un trabajo –en realidad un cargo de dedicación exclusiva-, seguro y extraordinariamente bien remunerado, sino que además, al amparo del mismo, se les ofrece separadamente una segunda colocación, también soberbiamente retribuida, sin devolver ellos al Tesoro un dinero no ganado, es decir el correspondiente al tiempo dedicado a la segunda actividad. Cuando vuelvan –si vuelven- los tiempos de las vacas gordas, cuando exista pleno empleo, cuando las ofertas de trabajo superen las demandas del mismo, entonces será admisible esa situación de dos sueldos completos a cambio de dos medias actividades, pero de momento tal pretensión resulta, cuando menos, vituperable, poco elegante, casi ofensiva para la pléyade de desheredados de la fortuna, en situación de paro forzoso y sin ver una rendija por donde meter la cabeza, ni encontrar solución al terrible dilema de pago de la hipoteca o desahucio a la vuelta de la esquina.

-Sí, Polidoro, eso del ocio -cortesano o palatino, congresual o senatorial, da igual-, parece poco oportuno, pero no somos nosotros los llamados a corregirlo, ni los que podemos hacerlo. Si los interesados lo creen aceptable –en ellos, claro está-, ¿qué vamos a hacer nosotros? Y quede claro que en este inane comentario no existe atisbo alguno de “animus offendendi”, sino la simple constancia de una situación que no se acaba de comprender, ni por mí, ni por ninguna de las personas con las que hemos hablado de esta situación de privilegio que algunos pretenden hacer suya. Dios les perdone.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 6 Abril 2009

(Publ. en www.esdiari.com del 20-04-09)

miércoles, 15 de abril de 2009

12/9 - EL G-20, LA PANACEA DE NUESTROS MALES

12-9

La panacea de nuestros males: El G-20

Se han reunido en Londres los jerifaltes del G-20, con el apéndice de los que, sin pertenecer al grupo de los elegidos –los 20-, tienen el privilegio de ser invitados a la fiesta, no sé si con voz, pero creo que sin voto. Creo que quieren salvarnos de la ruina que a todos –menos a ellos, claro está-, nos amenaza, sacarnos de la crisis que nos invade y ahoga, a unos más deprisa y cruelmente que a otros.
No sé si lo conseguirán, por muy buena voluntad que tengan y pongan en ello, cosa que no dudo. Pero entiendo que es como ponerse a ejercer la medicina sin ser médico, ni haber estado enfermo jamás –Dios me perdone-. Ponerse a hablar de crisis sin haberla padecido, sin sufrir sus angustias, podrá resultar muy académico, pero poco práctico. Ciertas desgracias, para conocerlas a fondo, y por lo tanto intentar darles solución, hay que haberlas vivido antes, y sufrido en la propia carne.
Además de que, por mucho poder que tengan ellos, el G-20 en pleno y sus invitados, han de chocar en su empeño con un poder, soterrado quizá, pero mucho mayor: El del dinero, el del sistema capitalista, con tentáculos suficientes para defenderse de cualquier ataque exterior, de cualquier intento de regulación y sobre todo de cualquier asomo de control externo. El poder del dinero es de tal entidad y calibre que no se encuentran calificativos suficientemente superlativos para describirlo. Y de ello es suficiente prueba el hecho de que gran parte de los que ya son poseedores de enormes sumas, ceden y se doblegan, abjuran de las que dicen sus convicciones, bordean el Código Penal incluso o meten las patas en él, cuando de incrementar las mismas –sus grandes sumas- se trata.
Gran parte de la culpa de esa avaricia la tiene el confusionismo general que existe a la hora de interpretar y usar la palabra dignidad. Casi todo el mundo quiere ganar más dinero para poder vivir con mayor dignidad. Eso dicen. Es frase de uso común, queja acostumbrada esa de “con lo que gano, ¿cómo voy a poder vivir con dignidad?”, viniendo con ello a confundir dignidad con holgura, boato, u ostentación. La dignidad no la da el dinero; es una cualidad que emana de las personas, digamos que a modo de invisible aureola, como fruto o consecuencia de una recta manera de vivir, siempre derivada de una también recta manera de pensar. Un poco confusa es la definición que de dignidad –y de digno- nos da el Diccionario de la RAE. Decir que es “gravedad y decoro de las personas en su modo de comportarse”, es poco menos que decir nada. Se puede tener gravedad y no tener decoro, como al revés. Todo prosopopéyico personaje muestra sobrada gravedad en sus públicas apariciones, ante quienes se digna mostrarse, y sin embargo pudiera pecar de indigno. Como más de uno puede vivir con muestras externas de suntuoso decoro –no de gravedad- y pasarle lo mismo. Tal vez de ese confusionismo, que ni la misma RAE es capaz de salvar en sus imprecisas definiciones, venga a ser creencia, poco menos que general, lo de que a mayor riqueza mayor dignidad. ¿Y quién no quiere ser digno en ese caso?
Hoy y siempre, digan lo que digan eminentes economistas y poderosos jefes de estado, el mayor poder no está en la ley, sino en el oro, en el dinero. Ya lo decía Quevedo, que “Poderoso caballero es don dinero”, axioma como la copa de un pino, de un pino grande, claro, muy grande, enorme. Precisamente estos días se están aireando casos diversos de presuntas claudicaciones de poderosas personas, que no tuvieron escrúpulos ante un rápido y fácil mayor enriquecimiento, sujetos que presuntamente no dudaron entre elegir dignidad o riqueza. Se afirma por algunos que hasta a un padre se le perdonan las indignidades si, a cambio, la herencia que deja es buena. El brillo del oro, la magnitud de la cifras reveladoras del capital heredado, la tranquilidad –y satisfacción- que produce, enceguecen a los herederos. Ya decía aquel emperador romano que “pecunia non olet”. No importa de donde venga el dinero.
Me contaba mi padre, médico en aquel Mahón de finales de los años veinte y completa década de los treinta, la historia de un cliente suyo, capitán de la marina mercante. Había capitaneado uno de los barcos de un rico naviero, que entregaba a sus capitanes una hoja de ruta, en sobre cerrado, que éstos no podían abrir hasta después de equis horas de haber zarpado de puerto. Sucedía eso durante la primera guerra mundial. Zarpó ese capitán y abrió, ya en altamar, el sobre con la ruta a seguir y destino al que dirigirse. Como en esa misma ruta habían sido torpedeados y hundidos varios barcos, optó por cambiar la que se le había señalado, logrando llegar a destino y retornar luego a su puerto de origen. Gozoso por haber salido con bien del empeño, salvando tripulación y carga, se presentó en la oficina del dicho naviero, donde, en vez de recibir la felicitación que esperaba, se le entregó la carta de despido. Preguntando por el motivo de éste, se le contestó que las hojas de ruta estaban para seguirlas, sin variación alguna, que no podía quebrantarse el principio de autoridad.
Tiempo después oyó decir que, presuntamente, aquel naviero vendía la carga –generalmente armas- a una de las partes en guerra; a la otra parte vendía un duplicado de la hoja de ruta a seguir por el buque que las transportaría; e incluso, le dijeron, cobraba de la compañía aseguradora el buque hundido y la carga perdida, previamente asegurados. Todo eran ganancias.
Aquel naviero era el hombre más rico de por entonces, pero ¿era el más digno? Parece ésta una historia inverosímil, verdaderamente. Si la creo es por haberla oído de labios de mi padre, además de por haber conocido a aquel capitán mercante, que sufrió en sus carnes –con el riesgo de verse torpedeado primero, y después con su despido-, la desmedida avaricia de su patrón.
Pero dejemos a un lado avaricias e indignidades –muy humanas, por otra parte, como dice Polidoro-, y volvamos a los hombres del G-20, que, en principio, parecen haberse puesto de acuerdo, aunque sea sobre mínimos, para que, los contribuyentes todos, aportemos a un Fondo Monetario Internacional 800.000 millones de euros, una friolera, para tratar de arreglar los estropicios que, por inepcia, cuando no por malicia, otros han causado en diversas empresas, entidades de crédito, etc., etc., a ellos confiadas, poniendo en grave peligro los capitales de las mismas, y por ende su supervivencia.
No sé si será válida esa opción política, esa elegida fórmula de inyectar a las empresas en riesgo de quiebra dinero público, pero desde luego no es ejemplarizante tal forma de auxilio. La destitución fulminante de esos directivos y la exigencia de responsabilidades, civiles –caso de inepcia-, o penales –en caso de malicia-, debiera ser el primer paso a dar, previo a la inyección económica en ellas del dinero recaudado por el Estado con nuestros impuestos. Eso, y la obligada devolución, por esos mismos directivos, a la empresa dañada, a cada una de ellas, de los haberes que, por diversos conceptos, hubiesen percibido durante los últimos diez años de su equivocada, cuando no torticera, gestión. Inyectarles dinero público equivale a premiar lo mal hecho, además de qué, agotando el Tesoro, con esos auxilios, viene a trasladarse la ruina ajena al conjunto de los contribuyentes, como resulta obvio. No es eficaz, ni tampoco es justo. ¿Por qué tengo que dar mis impuestos –la parte que me toque- a quién no supo administrar los ahorros a él confiados?
Tal vez pueda equivocarme en mis apreciaciones, no tendría nada de particular. Por eso creo prudente, para cerrar este comentario y en mi ayuda, traer aquí lo que pensaba Thomas Jefferson en 1802, siendo presidente de los Estados Unidos de América, acerca de la banca en general. Decía así: «Pienso que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda … privarán a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación, enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo, sobre la tierra que sus padres conquistaron». Un poco exagerado parece el señor Jefferson, ¿no?, pero quizá tampoco mucho.
Vamos a ver en qué queda todo esto y pidamos a Dios que ilumine las decisiones de los componentes del G-20 –y de sus invitados-, sino dotándoles de inteligencia, por lo menos de sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia, preferentemente la distributiva. La de más ardua consecución.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 8 Abril 2009


(Publ. en www.esdiari.com del 14-04-09)

9/9 - DE LOS VANOS COMPLEMENTOS CIRCUNSTANCIALES

8-9

De los vanos complementos circunstanciales


Son como niños, sí, como niños; pero mal criados, claro está. Llenos de caprichos y antojos, engreídos, fatuos, satisfechos de si mismos, convencidos de ser los más guapos y los más listos de la clase, iba a decir que convencidos de ser los elegidos por Dios para gobernar el mundo, pero no lo digo, pues tal vez se confiesen ateos, y pudiera darse el caso de que incluso afirmaren que su ateismo lo era por la gracia de Dios, y en tal caso, eso de la dirección del mundo, quedaría en serlo por méritos propios, incluso, algunas veces, por lo que saben en virtud de ciencia infusa.
Mi amigo Polidoro, aunque fue del honroso Cuerpo de Telégrafos, hoy ya jubilado y dado a la garrafina en sus ratos de ocio, también tiene sus lecturas y es amigo de observar la conducta del prójimo y sacar después sus propias –y muchas veces acertadas- conclusiones, que luego, en nuestros largos paseos, me va confiando, si vienen al caso. Que casi siempre vienen.
Hablando del derroche de ciertas personas públicas, que tiran el dinero en vanas ostentaciones, en superfluos gastos suntuarios, en desorbitados muebles de despacho por un lado, vehículos de lujo por otro, fiestas por el de más allá, viajes al extranjero sin causa justificada, cacerías mayores de asistencia restringida, etc., etc., todo con cargo al sufrido contribuyente, sostiene Polidoro la teoría de que todo ello es fruto de un revanchismo incontrolado, cuando no de un snobismo manifiesto. Y ya sabemos todos lo que significa snob, no es necesario insistir en ello. Ninguno podemos elegir nuestra cuna, es cierto, pero unos se conforman con ella y, sin renegar de sus orígenes, tratan de superarse, sin hacer ridículas ostentaciones; otros, en cambio, reniegan de la misma, de la cuna, aunque jamás se superan –por lo menos en cuanto a conducta-, y muestran la oreja con vanos e improcedentes alardes. Con dineros públicos, eso sí.
Estos días atrás han causado estruendoso revuelo ciertas cacerías llevadas a cabo por ciertas distinguidas autoridades en finca privada y hasta en otra del Patrimonio Nacional, como también lo causaron –el mismo o parecido asombro-, lujosos muebles y vehículos de otros, políticos ellos, no hace tanto tiempo.
A este respecto, siempre recuerdo lo de aquel zagal extremeño, de Torrejoncillo él, anécdota que contaba mi suegra. Es el caso que aquel mozo se pavoneaba ante el espejo, mirándose y remirándose, mientras exclamaba satisfecho: “¿Pero qué te falta a ti, Julián? Eres alto, eres guapo, eres listo, eres rico, eres simpático. Pero ¿qué te falta a ti?” Y dio la casualidad que cruzaba por el pasillo su abuela, y estando abierta la puerta, alcanzó a verle y oírle, sobre todo oírle. Se asomó la abuela y le dijo: “Prudencia, hijo, prudencia. Eso es lo que te falta a ti”.
A más de uno le haría falta tener una abuela como aquélla prudente extremeña, para que le hiciere esa advertencia de vez en cuando, cuanto más frecuentemente mejor, ello es evidente.
A falta de abuela, bastaría con que uno de los inevitables, plurales e inseparables escoltas de esas dignas autoridades, al estilo de lo que sucedía en Roma, le recordara aquello de “No olvides que eres un hombre”, tal vez por también darse en aquellos tiempos el caso de haber más de uno que se creyese y sintiese Dios, con lo que se prueba que el hombre no ha evolucionado mucho, por lo menos en lo tocante a la soberbia de sus dirigentes.
El hombre, como igualmente la mujer, verdaderamente importantes, si es que alguien puede llegar a serlo, no necesitan de “complementos circunstanciales” para hacernos ver su importancia. El uso de los mismos, de esos añadidos, de esas vanas pompas, de esas plumíferas y huecas aureolas con las que se adornan, tal vez lo sea –el desmedido uso- por necesidad propia, para superar los interesados sus íntimos complejos de inferioridad.

¿Te acuerdas, José María –me dice Polidoro-, de aquello que se contaba de la excelsa actriz francesa Sarah Bernhardt, a quien, en los ensayos, reprendió el director de escena, diciéndole que no se moviese tanto por el escenario, que procurase estar siempre en el centro del mismo, y a lo que ella le contestó: “Sepa usted que cualquiera que sea el sitio donde yo me coloque, ese será siempre el centro del escenario”. No se cuenta, ni se sabe, la cara que se le quedó al citado director al oír esa acertada respuesta. Claro está que sólo la sublime Sarah podía darla.

Me acuerdo, Polidoro, de la misma, que ya me la contaste en otra ocasión. Como también recuerdo al señor Justino, un banquero, dueño absoluto de una pequeña banca privada, acreditada –él y ella- en una dilatada región, sin más empleados que él y un contable, compartiendo ambos la misma oficina. Cuando llegaba algún cliente, buscando realizar alguna operación de cierta importancia cuya cuantía excedía del ámbito de disposición del contable -generalmente la concesión de un crédito-, invitaba el señor Justino al solicitante a pasar a “su despacho”, para tratar privadamente el asunto. El tal despacho era una pequeña habitación interior, sin más muebles que dos cajones de madera, de los destinados a transportar botellas, colocados del revés sobre el santo suelo. El señor Justino tomaba asiento en uno de ellos, y el cliente en el restante, uno frente al otro. A nadie extrañaba ese insólito trato y recibimiento, por otra parte sobradamente conocido de todos en aquella comarca. Allí, mano a mano, se formalizaba la operación, de la que luego, saliendo de ese original “despacho”, se daba conocimiento al contable para que éste rellenare por duplicado el impreso correspondiente y fuere firmado por ambas partes. La fama del señor Justino se consolidaba y su fortuna acrecía, sin necesidad de vanas ostentaciones ni de costosas publicidades. Tuve ocasión de comer con el señor Justino en varias ocasiones, en la misma mesa del hotel donde me alojaba cuando iba a ver a mi novia, coincidiendo con algunos días en que, por haberse ido de viaje su familia, él se quedaba solo y comía en el hotel, sin importarle compartir mesa, conmigo o con cualquier otro. Era hombre de agradable trato, sencillo, enemigo de jactancias y lujos superfluos, buen hablador, incluso capaz de emitir juiciosas opiniones sobre crítica literaria y artística, previa afirmación de su ignorancia en ambas materias. En fin, un hombre encantador, al que no se le veía por ninguna parte, ni adivinaba, la enorme fortuna que tenía.
Cuando oigo hablar de despachos suntuarios, pagados con caudales públicos, me acuerdo siempre de aquel señor Justino que conocí y traté hace mil años, que se conformaba con una oficina y un despacho anejo, éste con dos cajones de madera como asiento. Convencido estoy de qué aquel hombre no hubiera llegado jamás a ministro. No necesitaba serlo, Ministro. El señor Justino, lo puedo asegurar, no tenía complejo ninguno de inferioridad, ni estando comiendo conmigo, ni estando sentado en uno de los sillones, digo cajones, de su “despacho”, en animada charla con cualquiera de sus visitantes. ¡Era, fue, todo un señor! Donde él estaba, allí se centraba la atención de los presentes, era el centro de la escena.
No tan egocéntrico como la actriz Sarah Bernhardt, pero convencido de que seguía siendo el mismo cualquiera fuere el lugar en que se sentare, ya que la importancia de las personas no la da el cargo, aunque algunos lo crean así, sino lo que cada uno lleva dentro de sí, la buena fama adquirida en una vida de esfuerzos y consiguientes triunfos, en una relación de buenas obras, de palabras cumplidas, no en una vana enumeración de títulos, o, como sucede a veces, en la exhibición de un carné. De uno u otro color, da lo mismo.
Quítale éste, el carné, a más de uno, o de una, y ya me dirás en qué se queda su importancia, a qué queda reducido su currículum: En poco menos que nada.
Mucho habría que hablar sobre esto de los complejos, como también de los acomplejados, de los ególatras y de los soberbios, de los iluminados, de los que se creen escogidos, de los Mesías de ocasión –mala, por supuesto-, de los insaciables, pero es preferible dejarlo para otro rato, pues sería alargarse mucho, amen de suponer abusar de los amables lectores. Hasta mañana, pues.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 25 Marzo 2009

Inciso p/s.: ¿Recuerdan ustedes lo que contaba en mi comentario “Ahorros seguros”, publicado en Es Diari el pasado 16-3-9? Pues bien, no andaba descaminado mi informante acerca del sueldo (setenta millones de pesetas anuales) del Presidente de aquella Caja de Ahorros. En El Mundo, de Castilla y León, del 27-3-9, pág. 9, se dice que el vicepresidente segundo del Senado y ex presidente de la Junta de Castilla y León, Juan José Lucas, refiriéndose al presidente que yo decía, califica de intolerable que un presidente de una entidad financiera que «cobra 70 millones de pesetas, no quiera hacer nada para fortalecer al sistema financiero de la Comunidad al no apoyar lo suficiente el proceso de integración de las Cajas promovido por la Junta».
Transcribo la noticia para tranquilizar mi conciencia. No mentí, ni me mintieron tampoco. Lo que me dijo aquel empleado amigo es verdad. El ex presidente de la Junta de Castilla y León así lo atestigua. ¿Pueden permitirse esos sueldos en una España democrática, y además en crisis? Ahora se explica uno que a los impositores, la mayoría modestos ahorradores, se nos niegue un interés semi-decente a nuestras cuentas, y que las Cajas estén en apuros económicos. ¡Con esos sueldos…! ¿Cómo no van a estarlo?

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 28 Marzo 2009



Public. en www.esdiari.com del 6-04-09