jueves, 29 de abril de 2010

11/10 : DE LOS PROHIBIDORES EMPREÑADORES

11/10

De los prohibidores empreñadores


Es ley de vida. Además inexorable. Menos mal que, a título personal, sólo de vez en cuando nos encontramos en el camino con estas gentes empreñadoras –que haberlas, hailas-, gentes que se complacen en amargarte la vida, sea por una cosa, sea por otra, la cuestión es empreñarte la existencia. Hacía muchos años que no usaba de esa certera y ajustada palabra, de casi igual o muy parecida escritura en castellano que en menorquín, “empreñar” y “emprenyar”, que repetíamos a menudo cuando éramos niños y correteábamos las calles y paseos de Mahón, siempre dirigida a compañeros latosos, cargantes, en ocasiones inaguantables. “No m’emprenyis mes”, es decir, hablado por lo fino, que es como debe hablarse: No me fastidies más.
Una de las variantes del empreño –entre las muchas posibles-, puede ser la del reniego injustificado, aparte de congénito, la del sujeto que lleva a todas partes su mal humor, tiñendo de gris -con sus solas presencia y voz- cuanto local invade. Hubo un tiempo, ya jubilado yo, transformado mi bufete en privado y recoleto cuarto de trabajo y biblioteca, en que solía visitarme un amigo, uno de esos renegones que digo, disconforme con todo, yo creo que hasta consigo mismo. ¡Qué hombre más pesado! Entristecía a cualquiera. Me encontraba yo trabajando afanosa y plácidamente, sin cuidarme de nada que no fuese lo que llevaba entre manos, y entraba mi buen amigo, no sé si a visitarme, o a hacerme mudo oidor de sus quejas y reniegos varios. En resumidas cuentas, a empreñarme.
De entonces data un cartel, debidamente enmarcado, escrito con letra grande en negrita, colgado todavía de la puerta de mi gabinete de trabajo, que dice así: “ABSTENERSE RENEGONES”
Debió entender la alusión mi buen amigo, sin necesidad de que fuese nominativa y singularizada, sino tan sólo genérica e indeterminada, puesto que poco a poco fue espaciando sus visitas, hasta suprimirlas por entero, volviendo con ello la paz a mi entorno. Y a mi espíritu, más dado a sufrir en paz –cuando ello procede-, que a quejarme por doquiera vaya, dejando un rastro de tristeza detrás de mí, como hacía el renegón amigo visitante.
¿Qué por qué traigo aquí la anécdota del cartel de marras, el de “Abstenerse renegones”?
No, no es por nada en particular, simplemente por estar tentado ahora de hacer un cartelón enorme y colocarlo en medio de España, para hacerlo visible a todos, desde todas partes. Un cartelón de dimensiones descomunales, para que pueda ser visto y leído por todos y desde lejos, especialmente por los que se dedican, es decir los que viven, de la política, los que nos empreñan. Ese cartelón que digo en proyecto, diría así: ”PROHIBIDO PROHIBIR”, nada más que eso. Y también nada menos, que no es poco.

Antes de llegar esto que algunos llaman “Democracia”, en tiempos de la oprobiosa dictadura, solamente una cosa estaba clara y terminantemente prohibida en España: Hablar mal del Régimen, es decir del Dictador y de su Gobierno. De todo lo demás, nadie se preocupaba. Todos hacíamos lo que podíamos y nos íbamos ganando la vida sin más limitaciones que las propias de cada uno.
No, no se crean que exagero, pues hablo por experiencia. Antes de acabar la carrera, todavía soltero, hube de meter la cabeza por donde encontré hueco para ganarme el sustento. Tuve varios negocios, ninguno floreciente, esa es la verdad, pero para abrirlos no tuve que hacer solicitud alguna, no fue preciso pedir permisos a la autoridad competente, no estuve sujeto a control ninguno que pudiera limitar mis iniciativas. Es decir, actué con absoluta libertad. Con el contrato de arrendamiento del local te hacían el contrato de la luz. Montabas el utillaje preciso a la clase de negocio; rotulabas la fachada con la sola autorización del arrendador, en el tamaño, formato y lengua que quisieses; te dabas de alta en Industria a fin de pagar el recibo de Contribución Industrial que te correspondiese, y al llegar la fecha oportuna bastaba presentar la declaración sobre la renta e ingresar la cantidad resultante en Hacienda. Porque eso sí, de pagar, no se libraba nadie, excepto los de siempre. ¡Qué tiempos aquéllos!
Los recuerdo frecuentemente, sobre todo viendo la enorme cantidad de cortapisas que hoy se ponen para abrir cualquier modesto negocio; la serie de prolegómenos que se exige a todo el que quiera abrir un local para intentar ganarse la vida; la de permisos que hay que gestionar y obtener para poner un taller, un comercio, un establecimiento cualquiera; la de carpetas que hay que abrir para guardar –previamente clasificados, porque si no, te vuelves loco-, los innumerables documentos, papeles y papeluchos que garanticen tu inocencia en caso de una más que probable inspección administrativa, sanitaria, fiscal, etc., etc.
Muchas veces lo pienso y llego a la triste conclusión de que, si en vez de haber vivido yo aquellos años de posguerra, de miseria incluso, de escaseces, hasta de hambre en ocasiones, hubiere llegado a vivir en estos otros de ahora, de democracia y abundancia, a estas horas estaría lampando, buscando como poder comer todos los días. O vete a saber si traficando en drogas, o lo que es peor, adicto a las mismas. O apuntándome a algún Partido, buscando iniciar una carrera política en la que medrar sin dar palo al agua. Sí, no bromeo. Son tantas las dificultades que encuentra un hombre joven e independiente, sin padre o padrinos a los que recurrir, para abrirse camino en la vida con el sólo auxilio de su imaginación y de sus manos, que no me extraña nada el elevado número de jóvenes fracasados, de parados, incluso de pequeños delincuentes, como se ven en nuestros días. Y también de vocaciones políticas. Todos conocemos casos de quienes, siendo poco menos que nada, hoy, con carné en el bolsillo, escupen por el colmillo –perdón por la rima, que ha sido casual, no buscada-, felices con su enchufe y cargo al Presupuesto.
Eso sí, entonces no podíamos hablar mal del Gobierno, ni intentar achacarle a él la culpa de nuestros males. Exactamente al revés de lo que ahora sucede, en que se pone a parir al Gobierno, a la casta política, incluso hasta alguno de ellos mismos tilda al adversario de hideputa, sin que nadie se altere por tan insólita calificación. Corren o circulan por la red internáutica una incontrolada serie de correos, en los que se zahiere, denigra, ridiculiza, y a veces hasta se infama, a todos los gobernantes, en activo o en expectativa de destino; a los políticos, politiquillos y politicastros de turno, del primero al último, sin que pase absolutamente nada. También alguna prensa escrita osa publicar noticias que pudieran rayar en lo ofensivo, cosa que antes no era posible.. Ni los unos se dan por aludidos, cómodos en sus asientos, ni los otros creen otra cosa sino estar ejerciendo su derecho a la libertad de expresión. ¡Bendita libertad! ¡Cuántas insensateces y faltas de prudencia y de educación amparas!

Ahora bien, para lo que de verdad era necesaria mayor libertad, para facilitar el trabajo, en eso brilla ésta por su ausencia. Una Administración, “partida por lujo” en tres –imitando al poeta, que dijo “partido por lujo en dos”, refiriéndose al rubí de los labios de su amada-, sobrecargada de funcionarios de toda clase, se muestra ávida, incluso necesita para subsistir y justificarse, de papeleo, de mucho papeleo, de todo género: Solicitudes, concesiones, revisiones, inspecciones, declaraciones, limitaciones, permutaciones, condonaciones, subvenciones, etc., etc., (muchos “ones”, tantos “ones”, que te hacen sospechar que te los están tocando, los susodichos “ones”, claro está).
Y cuando no es el digno funcionario, que al fin y a la postre -¿qué culpa tiene él?-, se limita a cumplir con lo que le exigen leyes y reglamentos, es el abnegado político que cree que su cargo y sueldo han de ser justificados con la implantación de nuevas limitaciones, con más intervenciones en la vida privada de los ciudadanos, prohibiciones de todo género en sus actividades, incluso en sus aficiones. Y así vemos a los excelsos, cultos y sensatos Padres de la Patria, o de la Autonomía respectiva, en resumen del territorio a que alcance su jurisdicción, preocupados en cosas que a los demás ni nos van, ni nos vienen, e incluso que nos da igual. Lo que destaca de todas esas altas preocupaciones de nuestros distinguidos gerifaltes, es que casi siempre se traducen en prohibiciones. Casi podríamos asegurar, sin temor a equivocarnos, que lo único que no se nos prohíbe a los ciudadanos es contribuir al sostenimiento de los gastos generales del tinglado que nos han montado, cada día mayores.
Últimamente destacan las prohibiciones –unas en curso, otras en grado de tentativa-, referidas a lenguas, a rótulos publicitarios, al fumeteo, a espectáculos taurinos… No sigo, no quiero incordiar; hablo el menorquín desde mi más tierna infancia, además del sonoro castellano, y amo ambas lenguas por igual, lamentando que se intente limitar el libre uso de cualquiera de ellas. Yo soy yo, y la lengua que hablo en cada momento, pues no olvidemos que la lengua imprime carácter. Y considero sagrado e inviolable mi derecho a usar de la que, en cada ocasión, me sirva para mejor entenderme con mi prójimo o favorezca mis intereses, económicos o comerciales. O ambas lenguas simultáneamente, si se trata de un rótulo comercial expuesto al público. Eso de prohibir o limitar el uso de una lengua cualquiera pudiere estar bien –nunca lo estará-, si el gerifalte de turno empezara por dar ejemplo, implantando la norma prohibitiva en su propia familia, pongo por ejemplo. Quien quiera entender, que entienda.
Otro día escribiré de la corriente antitaurina que parece haber saltado al ruedo político. Merece comentario aparte, pues éste ya se va alargando demasiado y no quiero cansarles a ustedes. Hasta la semana próxima en que hablaremos de los cuernos.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 12 Marzo 2010


(Es Diari, del 15-03-10)

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