jueves, 29 de abril de 2010

12/10: DE CUERNOS Y FETICIDIOS

12/10

De cuernos y feticidios


Decía la semana pasada que era preferible aplazar para la siguiente –ésta-, la continuación de mi inocuo comentario sobre esa pretendida prohibición de las corridas de toros en Cataluña, dejando a salvo el clásico “correbous” que en algunos lugares se celebra anualmente, con motivo de sus fiestas. Ya iba siendo muy extenso lo que escribía entonces, como para extenderme más. Pido perdón a ustedes.
Hoy, ya descansados ustedes y yo, prosigo con mi inicial empeño, que no es defender las corridas de toros, ni mucho menos, sino la sacrosanta libertad de los ciudadanos de hacer lo que nos dé la gana, asistir o no a ellas, tal como debe ser.
Casualmente, en la página 23 del diario El Mundo, de fecha 10-03-2010, miércoles, aparecían dos artículos, uno a favor de la Fiesta, escrito por Adolfo Suárez Illana, abogado, y el otro, en contra, de mano de Juan A. Herrero Brasas, profesor de Ética Social en la Universidad californiana. Leí ambos artículos, y como todo lo bien razonado, ambos me resultaron plausibles. Al fin y a la postre, nadie es portador de la verdad absoluta, y tan admisible es defender la llamada Fiesta Nacional como pedir su desaparición, allá cada cual con sus filias y sus fobias…., con tal de que no pretenda hacernos partícipes de ellas. Yo, me confieso no aficionado a los toros –tampoco detractor-; quizás se deba ello a mis años primeros en Menorca, donde no se estilaba esa fiesta, y sí, en cambio, las carreras hípicas y de cabriolets, a las que sí solía asistir. Tampoco mis padres gustaban de toros. Ello no obstante, admito que en ellos, -en los toros, no en mis difuntos padres-, se puedan sentir todas las emociones artísticas y descubrir toda la belleza de que tan brillantemente nos habla Adolfo Suárez Illana en su bien escrito y ponderado artículo defensivo que digo antes; como admito –aunque no comprenda-, que al profesor Herrero Brasas molesten no sólo los toros de verdad, sino hasta las metálicas y publicitarias siluetas del toro de Osborne, alzadas en algunos oteros, que ya es hilar fino en cuestión de fobias. Ese mínimo detalle, ese rebajarse a menospreciar unas siluetas alzadas en el horizonte, alcanzándolas con su explícito anatema sólo por representar un toro –se supone que bravo-, minusvalora el artículo del docto profesor de la Universidad de California, dejándolo convertido en poco menos que en expresión de una rabieta.
Ni entiendo de toros, como Suárez Illana, ni odio los toros, como Herrero Brasas. Un par de veces fui invitado a presenciar una corrida, y ambas veces me salí al segundo toro, por considerarlo una repetición del anterior, tal es mi ignorancia y falta de interés taurómaco, Dios me perdone. Sin embargo, gocé con el ambiente que se respiraba en el coso taurino y quedé sorprendido con el entusiasmo de los espectadores, felices ellos con la fiesta.
Con lo que no soy capaz de gozar, ni tampoco de comprender, es con ese afán de algunos políticos, empeñados en suprimir la fiesta en el territorio de su jurisdicción, es decir en prohibirla de raíz, menoscabando con ello la sacrosanta libertad de los ciudadanos, muy dueños éstos de hacer lo que les dé la gana, ir o no ir a los toros. Y mucho menos alcanzo a comprender que, en apoyo de su tesis abolicionista, recurran a la crueldad del torero con el toro, sin alcanzar a comprender que ya está muy manido el tema de las crueldades, que los políticos solo descubren respecto a las cometidas con animales, sin entrar a considerar las que se cometen con los hombres hechos y derechos, y mucho menos con los indefensos nasciturus, los que iban a nacer, que son descuartizados impunemente, sin que ese crimen altere sus pulsos, ni los del doctor feticida de turno, ni los del docto político de ocasión.
Así como en cuestión de toros no me pronuncio ni a favor ni en contra, no puedo hacer lo mismo respecto a los abortos, esgrimidos éstos por los taurófilos como argumento en contra de los abolicionistas de la fiesta, echándoles en cara el diferente trato que dan a las crueldades, apreciando las cometidas con animales e ignorando las perpetradas contra fetos humanos.
La explicación es sencilla. Tendría yo unos quince años cuando me llamó mi padre a su despacho. Había terminado la consulta y estábamos esperando que nos llamaran a comer. Me dijo que abriera la mano, y en ella me depositó un diminuto feto, de poco más de dos centímetros de longitud, fruto del aborto natural que acababa de tener una clienta aquejada de hemorragias, a la que había atendido momentos antes. Quedé sorprendido. En aquel feto blanquecino se observaban –en miniatura, claro-, todas las partes de un cuerpo humano: una pequeña cabecita encogida hacía adelante, las extremidades superiores e inferiores, rematadas en unas manecitas y pies que dejaban adivinar lo que serían sus dedos, y poco más. La visión fue rápida, tampoco era cosa de deleitarse deteniéndose en el examen. “Esto, hijo –me dijo mi padre-, es un feto, es decir un pequeño hombrecito, un hombre en ciernes, fruto de un aborto natural, no querido por nadie, ni por la madre, ni por el médico. Y que, además, tenía vocación de llegar a término y nacer felizmente. De haber sido voluntario el aborto, no hubiese ocurrido ni en mi presencia, ni tampoco en esta casa, pues lo considero un crimen”.
Nunca olvidé aquella lección magistral. Al estudiar derecho, evocando aquel momento, recuerdo que presté especial atención al tema del “nasciturus”, el que va a nacer, al que los proabortistas de entonces consideraban “mulieris portio est, vel viscerum”, parte de la mujer o víscera de la misma, y por tanto sujeto a la voluntad de la embarazada, que podía librarse del feto en cualquier momento, y hasta me atrevería a decir que por cualquier medio. La otra corriente, consideraba el feto como una promesa de hombre e independiente de la voluntad de la madre, que nada podía hacer para obstaculizar su desarrollo y llegada a término. Y finalmente, otro sector de la opinión, consideraba que el feto, desde el mismísimo momento de la concepción estaba dotado de alma, estando por ello doblemente protegido contra los agentes extraños, empezando por la madre. Aquí había una divergencia de opiniones sobre en qué momento se instalaba o insuflaba el alma en el ser recién concebido.
Tampoco entro a considerar esas diversas doctrinas, puesto que no es ese el motivo que ahora mueve mi pluma. Allá cada cual con sus creencias y opiniones científicas, laicas o religiosas.
Yo, que tuve aquel feto en la palma de la mano, me declaro antiabortista, y en consecuencia, así como otros defienden a los toros de la crueldad de los hombres, yo grito mi derecho a defender a todos los fetos del mundo de esa misma crueldad humana.
El hecho de que ahora el aborto haya sido despenalizado no lo hace mejor ni peor desde un punto de vista estrictamente ético, pero lo exonera de sanción penal, dejando a cada uno –sujeto colaborador feticida-, o a cada embarazada –frustrada madre-, en libertad de decidir y obrar en consecuencia.
Esa misma libertad del Código Penal para con el aborto, invoco yo para el resto de las actividades humanas, por ejemplo, para poder ir o no ir a los toros. Invito a nuestros ilustrísimos políticos a que establezcan un orden de prioridades entre los problemas que tienen pendientes de resolver y que más pueden afectar al bienestar de todos los ciudadanos, y empiecen por dar solución a los de mayor gravedad y urgencia, problemas entre los cuales no está, evidentemente, el de prohibir los toros, o el de retirar un monumento histórico de su emplazamiento o el de cambiar el nombre de una calle, por ejemplo.. Y que se den cuenta de que gobernar no es prohibir, en absoluto, sino hacer la vida más grata a los demás, para que podamos aproximarnos, aunque sea desde lejos, al nivel de vida por ellos mismos, los políticos, alcanzado. Basta de perder el tiempo en bagatelas, señores. Sean serios. De mí, además de reclamar la libertad que ustedes tratan de coartarme con sus absurdas e inanes prohibiciones, la libertad de ir o no ir a los toros, puedo decir, que aunque no aficionado a la Fiesta, prefiero ir a ella y ver un toro muerto en la plaza, que volver a tener un solo feto en la palma de mi mano. Aquí, si que se puede decir que las comparaciones esgrimidas por los taurófilos en materia de crueldades, no están hechas sobre materias homogéneas –toro por un lado, feto humano por otro-, sino que son inoperantes y odiosas, aparte de –Dios y ellos me perdonen, que no quise ofenderles-, un tanto necias. A mí, como argumento válido para defender mi libertad, la de ir o no ir a los toros, o cualquiera otra, me basta esgrimir nuestra Constitución, que me declara hombre libre. El Tribunal Constitucional dirá si estoy equivocado.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 16 Marzo 2010


(Es Diari, del 22-03-10)

11/10 : DE LOS PROHIBIDORES EMPREÑADORES

11/10

De los prohibidores empreñadores


Es ley de vida. Además inexorable. Menos mal que, a título personal, sólo de vez en cuando nos encontramos en el camino con estas gentes empreñadoras –que haberlas, hailas-, gentes que se complacen en amargarte la vida, sea por una cosa, sea por otra, la cuestión es empreñarte la existencia. Hacía muchos años que no usaba de esa certera y ajustada palabra, de casi igual o muy parecida escritura en castellano que en menorquín, “empreñar” y “emprenyar”, que repetíamos a menudo cuando éramos niños y correteábamos las calles y paseos de Mahón, siempre dirigida a compañeros latosos, cargantes, en ocasiones inaguantables. “No m’emprenyis mes”, es decir, hablado por lo fino, que es como debe hablarse: No me fastidies más.
Una de las variantes del empreño –entre las muchas posibles-, puede ser la del reniego injustificado, aparte de congénito, la del sujeto que lleva a todas partes su mal humor, tiñendo de gris -con sus solas presencia y voz- cuanto local invade. Hubo un tiempo, ya jubilado yo, transformado mi bufete en privado y recoleto cuarto de trabajo y biblioteca, en que solía visitarme un amigo, uno de esos renegones que digo, disconforme con todo, yo creo que hasta consigo mismo. ¡Qué hombre más pesado! Entristecía a cualquiera. Me encontraba yo trabajando afanosa y plácidamente, sin cuidarme de nada que no fuese lo que llevaba entre manos, y entraba mi buen amigo, no sé si a visitarme, o a hacerme mudo oidor de sus quejas y reniegos varios. En resumidas cuentas, a empreñarme.
De entonces data un cartel, debidamente enmarcado, escrito con letra grande en negrita, colgado todavía de la puerta de mi gabinete de trabajo, que dice así: “ABSTENERSE RENEGONES”
Debió entender la alusión mi buen amigo, sin necesidad de que fuese nominativa y singularizada, sino tan sólo genérica e indeterminada, puesto que poco a poco fue espaciando sus visitas, hasta suprimirlas por entero, volviendo con ello la paz a mi entorno. Y a mi espíritu, más dado a sufrir en paz –cuando ello procede-, que a quejarme por doquiera vaya, dejando un rastro de tristeza detrás de mí, como hacía el renegón amigo visitante.
¿Qué por qué traigo aquí la anécdota del cartel de marras, el de “Abstenerse renegones”?
No, no es por nada en particular, simplemente por estar tentado ahora de hacer un cartelón enorme y colocarlo en medio de España, para hacerlo visible a todos, desde todas partes. Un cartelón de dimensiones descomunales, para que pueda ser visto y leído por todos y desde lejos, especialmente por los que se dedican, es decir los que viven, de la política, los que nos empreñan. Ese cartelón que digo en proyecto, diría así: ”PROHIBIDO PROHIBIR”, nada más que eso. Y también nada menos, que no es poco.

Antes de llegar esto que algunos llaman “Democracia”, en tiempos de la oprobiosa dictadura, solamente una cosa estaba clara y terminantemente prohibida en España: Hablar mal del Régimen, es decir del Dictador y de su Gobierno. De todo lo demás, nadie se preocupaba. Todos hacíamos lo que podíamos y nos íbamos ganando la vida sin más limitaciones que las propias de cada uno.
No, no se crean que exagero, pues hablo por experiencia. Antes de acabar la carrera, todavía soltero, hube de meter la cabeza por donde encontré hueco para ganarme el sustento. Tuve varios negocios, ninguno floreciente, esa es la verdad, pero para abrirlos no tuve que hacer solicitud alguna, no fue preciso pedir permisos a la autoridad competente, no estuve sujeto a control ninguno que pudiera limitar mis iniciativas. Es decir, actué con absoluta libertad. Con el contrato de arrendamiento del local te hacían el contrato de la luz. Montabas el utillaje preciso a la clase de negocio; rotulabas la fachada con la sola autorización del arrendador, en el tamaño, formato y lengua que quisieses; te dabas de alta en Industria a fin de pagar el recibo de Contribución Industrial que te correspondiese, y al llegar la fecha oportuna bastaba presentar la declaración sobre la renta e ingresar la cantidad resultante en Hacienda. Porque eso sí, de pagar, no se libraba nadie, excepto los de siempre. ¡Qué tiempos aquéllos!
Los recuerdo frecuentemente, sobre todo viendo la enorme cantidad de cortapisas que hoy se ponen para abrir cualquier modesto negocio; la serie de prolegómenos que se exige a todo el que quiera abrir un local para intentar ganarse la vida; la de permisos que hay que gestionar y obtener para poner un taller, un comercio, un establecimiento cualquiera; la de carpetas que hay que abrir para guardar –previamente clasificados, porque si no, te vuelves loco-, los innumerables documentos, papeles y papeluchos que garanticen tu inocencia en caso de una más que probable inspección administrativa, sanitaria, fiscal, etc., etc.
Muchas veces lo pienso y llego a la triste conclusión de que, si en vez de haber vivido yo aquellos años de posguerra, de miseria incluso, de escaseces, hasta de hambre en ocasiones, hubiere llegado a vivir en estos otros de ahora, de democracia y abundancia, a estas horas estaría lampando, buscando como poder comer todos los días. O vete a saber si traficando en drogas, o lo que es peor, adicto a las mismas. O apuntándome a algún Partido, buscando iniciar una carrera política en la que medrar sin dar palo al agua. Sí, no bromeo. Son tantas las dificultades que encuentra un hombre joven e independiente, sin padre o padrinos a los que recurrir, para abrirse camino en la vida con el sólo auxilio de su imaginación y de sus manos, que no me extraña nada el elevado número de jóvenes fracasados, de parados, incluso de pequeños delincuentes, como se ven en nuestros días. Y también de vocaciones políticas. Todos conocemos casos de quienes, siendo poco menos que nada, hoy, con carné en el bolsillo, escupen por el colmillo –perdón por la rima, que ha sido casual, no buscada-, felices con su enchufe y cargo al Presupuesto.
Eso sí, entonces no podíamos hablar mal del Gobierno, ni intentar achacarle a él la culpa de nuestros males. Exactamente al revés de lo que ahora sucede, en que se pone a parir al Gobierno, a la casta política, incluso hasta alguno de ellos mismos tilda al adversario de hideputa, sin que nadie se altere por tan insólita calificación. Corren o circulan por la red internáutica una incontrolada serie de correos, en los que se zahiere, denigra, ridiculiza, y a veces hasta se infama, a todos los gobernantes, en activo o en expectativa de destino; a los políticos, politiquillos y politicastros de turno, del primero al último, sin que pase absolutamente nada. También alguna prensa escrita osa publicar noticias que pudieran rayar en lo ofensivo, cosa que antes no era posible.. Ni los unos se dan por aludidos, cómodos en sus asientos, ni los otros creen otra cosa sino estar ejerciendo su derecho a la libertad de expresión. ¡Bendita libertad! ¡Cuántas insensateces y faltas de prudencia y de educación amparas!

Ahora bien, para lo que de verdad era necesaria mayor libertad, para facilitar el trabajo, en eso brilla ésta por su ausencia. Una Administración, “partida por lujo” en tres –imitando al poeta, que dijo “partido por lujo en dos”, refiriéndose al rubí de los labios de su amada-, sobrecargada de funcionarios de toda clase, se muestra ávida, incluso necesita para subsistir y justificarse, de papeleo, de mucho papeleo, de todo género: Solicitudes, concesiones, revisiones, inspecciones, declaraciones, limitaciones, permutaciones, condonaciones, subvenciones, etc., etc., (muchos “ones”, tantos “ones”, que te hacen sospechar que te los están tocando, los susodichos “ones”, claro está).
Y cuando no es el digno funcionario, que al fin y a la postre -¿qué culpa tiene él?-, se limita a cumplir con lo que le exigen leyes y reglamentos, es el abnegado político que cree que su cargo y sueldo han de ser justificados con la implantación de nuevas limitaciones, con más intervenciones en la vida privada de los ciudadanos, prohibiciones de todo género en sus actividades, incluso en sus aficiones. Y así vemos a los excelsos, cultos y sensatos Padres de la Patria, o de la Autonomía respectiva, en resumen del territorio a que alcance su jurisdicción, preocupados en cosas que a los demás ni nos van, ni nos vienen, e incluso que nos da igual. Lo que destaca de todas esas altas preocupaciones de nuestros distinguidos gerifaltes, es que casi siempre se traducen en prohibiciones. Casi podríamos asegurar, sin temor a equivocarnos, que lo único que no se nos prohíbe a los ciudadanos es contribuir al sostenimiento de los gastos generales del tinglado que nos han montado, cada día mayores.
Últimamente destacan las prohibiciones –unas en curso, otras en grado de tentativa-, referidas a lenguas, a rótulos publicitarios, al fumeteo, a espectáculos taurinos… No sigo, no quiero incordiar; hablo el menorquín desde mi más tierna infancia, además del sonoro castellano, y amo ambas lenguas por igual, lamentando que se intente limitar el libre uso de cualquiera de ellas. Yo soy yo, y la lengua que hablo en cada momento, pues no olvidemos que la lengua imprime carácter. Y considero sagrado e inviolable mi derecho a usar de la que, en cada ocasión, me sirva para mejor entenderme con mi prójimo o favorezca mis intereses, económicos o comerciales. O ambas lenguas simultáneamente, si se trata de un rótulo comercial expuesto al público. Eso de prohibir o limitar el uso de una lengua cualquiera pudiere estar bien –nunca lo estará-, si el gerifalte de turno empezara por dar ejemplo, implantando la norma prohibitiva en su propia familia, pongo por ejemplo. Quien quiera entender, que entienda.
Otro día escribiré de la corriente antitaurina que parece haber saltado al ruedo político. Merece comentario aparte, pues éste ya se va alargando demasiado y no quiero cansarles a ustedes. Hasta la semana próxima en que hablaremos de los cuernos.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 12 Marzo 2010


(Es Diari, del 15-03-10)

sábado, 24 de abril de 2010

10.- ¿PACTO, O MALPARTO?

10/10

¿Pacto o malparto?


Sabido es de todos que cuando el diablo no tiene que hacer, mata moscas con el rabo. Poco más o menos, algo parecido me pasa a mí, que sin obligaciones laborales, digamos que en expectativa de destino, aunque éste sea el definitivo, encima malgasto el tiempo en ociosos pensamientos, perdiéndome en vagas lucubraciones que a nada conducen. Dios me perdone.
Y es que, la verdad, no acabo de comprender eso del Pacto o de los pactos surgidos a última hora, y además apresuradamente. Una cosa es que el Rey, Dios le conserve la vida, dé un toque de atención al Gobierno por entender que no se va por buen camino, y otra muy distinta creer que un Gobierno pueda pactar, lo que rectamente se entiende por pactar en términos jurídicos, es decir convenir entre iguales, con partidos políticos no gobernantes, es decir carentes de la “auctoritas” precisa para no ser o no verse capitidisminuidos en el tan cacareado pacto frente al partido gobernante, único legitimado, con poder suficiente, para convocar al resto de ellos a ese “impreciso” e “indeterminado” pacto de esotéricos contenido y alcance, y también con poder bastante para hacer oídos sordos a todo lo propuesto de contrario.
Entre verdaderos amigos, de los de toda la vida, idénticas o parecidas costumbres, acostumbrados a transigir entre ellos cualquier disparidad que surja en su trato diario, llegar a un acuerdo no resulta insólito, es más, es lo natural y obligado; pero pretender llegar a un acuerdo, a un vago e indeterminado pacto, tanto en extensión como en contenido, en fondo y forma, amén de en fechas y modos de aplicación, y ello entre partidos cuyos afiliados no se miran como leales adversarios políticos sino como enemigos poco menos que mortales, a los que se menoscaba y ningunea a la menor ocasión, se zahiere y hasta insulta cuantas veces se puede, y que encima no gozan de igual status, empezando porque uno de ellos, por el simple y accidental hecho de gobernar, se niega a modificar sus coordenadas y enfocar nuevos derroteros, y que otros hay que establecen la premisa de que sin doblegamiento previo del gobierno convocante no están ellos dispuestos a dar su aprobación a nada de lo que pudiera surgir en esos etéreos pactos a que han sido llamados, evidente resulta que su resultado, más que fruto de un Pacto en la cumbre, pudiera resultar el vagido de un mal “parto” de los montes.
Porque ¿para qué le sirve la autoridad a un gobernante, si no es para poder implantar la propia doctrina, la que le llevó a gobernar, la que cree adecuada para llevar el Estado a buen fin? Si se tiene un programa propio e idóneo de gobierno, y además se tiene la legitimidad que dan los votos y la autoridad precisa para implantarlo, ¡implántese de una vez! Sin más garambainas dilatorias y déjense de pactos que a nada conducen.
Si, dotado el gobernante de la inteligencia que se le supone, advierte que el programa que impuso no da los resultados que de él se esperaban, mude el programa, motu proprio o recabando los múltiples asesoramientos de que dispone a su alrededor, junto a él, que todos los consejos que reciba estarán destinados a salvar, no sólo la mala situación que se atraviesa, sino también a salvarle a él, al mandamás, puesto que ellos le serán dados por “sus” agradecidos mentores, amén de también “perceptores”.
Lo que me parece ridículo en un gobernante, advertida la mala dirección que ha impuesto a los ciudadanos y a la economía de éstos, con evidente riesgo de estrellarnos en la próxima curva, es pretender hallar la solución en partidos opuestos, que, desde el momento en que carecen de autoridad alguna para hacer valer sus propias ideas, poco representan en tan desigual trato. Además de –tal vez- no ser de fiar. Es como si cualquier vecino, encargado de administrar su casa, y viendo que ella va de mal en peor, convocara a sus más próximos vecinos de portal o de planta, con alguno de los cuales apenas se habla, ni se saludan al encontrarse en la escalera, esperando que éstos, ajenos a sus problemas, desconocedores de su medio de vida o de sus reales obligaciones familiares, dieran solución a su problema de mala administración doméstica. Amén de reírse de él, ninguna de las soluciones propuestas sería de fiar. Digo yo.
A mí, que me dejen de “divergencias ideológicas”, ni de lucha de clases, ni pamema de ninguna clase. Gobernar no es, en resumidas cuentas, otra cosa que dirigir sabiamente y administrar rectamente, eso sí, al mismo tiempo ambas cosas. En ocasiones, aunque la dirección sea mala, si la administración es buena, es decir existiendo superávit de los ingresos sobre los gastos, se puede ir tirando –aunque sea a disgusto de los ciudadanos-, hasta que una revuelta –en este caso sí de tipo ideológico-, eche todo a perder. Lo que no puede conseguirse en modo alguno, aunque la dirección hacia la que nos encaminen sea la acertada, es seguir adelante con ella cuando la administración, no sólo no es la adecuada, sino que es francamente mala. Ruinosa. Es decir, cuando los gastos de administración superen los ingresos. No es necesario recurrir al clásico refrán de que “donde no hay harina todo es mohína”. Elemental resulta que, cuando el Estado, o el honrado padre de familia, gastan más de lo que ingresan, ni la nación ni el hogar familiar son lugares seguros para vivir, y mucho menos para cimentar un futuro apetecible.
Lo cierto es que un Estado que ha renunciado a su territorio, fraccionándolo en regiones autonómicas; que se ha desprendido de gran parte de su inicial autoridad legítima, cediendo ésta a las neonatas autonomías; que ha aumentado desorbitada e innecesariamente el número de sus funcionarios, amén de amparar el crecimiento de la casta política propia, y permitido igualmente el crecimiento de la autonómica y de la municipal; que, en resumidas cuentas, y para no incordiar más, gasta mucho más de lo que ingresa, no sé qué pretende sacar con esos ilusorios pactos, como no sea repartir responsabilidades.
El Congreso, entiendo yo, es el único lugar idóneo que existe para proponer y discutir esas soluciones ajenas que ahora se buscan, y que, aprobadas o no por mayoría, el Estado es el único, en virtud de su legitimidad y “auctoritas” indiscutibles –aunque discutidas por algunos-, capaz de implantarlas en un intento de cambiar de dirección, o bien de rechazarlas abiertamente y hacernos caminar en la misma dirección que llevábamos hasta ahora. Eso sí, asumiendo su propia responsabilidad, no pretendiendo repartirla entre todos. No olvide el gobernante aquel dicho, recordado de mis tiempos de estudiante de Derecho, o sea hace mil años, que decía que “auctoritas, non veritas, facit legem”, es decir que quién está en posesión de la autoridad suficiente puede dictar su propia ley, sin necesidad de pactar con nadie.
Requerir a otros a formalizar un pacto, es una manifiesta confesión de impotencia. Y la impotencia se puede perdonar, pues es su estado natural, a un octogenario, pero jamás a un político en la cima de la vida, a esa edad gloriosa en la que se espera todo de él. Porque tiene el vigor físico, la plenitud mental, y además la autoridad ganada en las urnas, para sacarnos del atolladero, sin tener que pactar con nadie.
Que una cosa es que oiga un consejo, una advertencia, un requerimiento incluso, pronunciado o hecho ante el Congreso en pleno, y otra que, teniendo o contando con la mayoría de la Cámara, no haga lo que buenamente crea que es mejor para todos, porque así se lo dicta su “ideología política” .
Pero, vuelvo a insistir, con ideologías no se va a parte ninguna, si no va acompañada su implantación de una recta y estricta administración de los ingresos y gastos.

A este respecto, me decía el otro día mi buen amigo Polidoro Recuenco –al que ya conocen ustedes-, que si él dispusiera de autoridad, lo primero que haría sería cortar esa política de pródigas subvenciones estatales, que viene a ser una de las principales sangrías presupuestarias. Esas inexplicables, e inexplicadas, subvenciones a bancos, cajas, grandes empresas, locos proyectos varios, etc., etc., que a nada bueno conducen, salvo a enriquecer a unos cuantos, siempre a los mismos, serían suprimidas de raíz. En vez de eso extremaría la exigencia de responsabilidades, incluso penales si llegare el caso, a los malos administradores de tales desaguisados, necesitados de esas subvenciones para sobrevivir, interviniendo y limitando los secretos e incontrolados ingresos de sus directivos y consejos de administración. Eso y una política fiscal progresiva, sin fisuras ni vías de escape para eludirla, no serían malos comienzos para demostrar el espíritu de enmienda de un gobierno que se dice socialista, sin serlo realmente. Por lo menos, no se les ve en su forma de comportarse y vivir, muy por encima del resto de los ciudadanos.

Con Polidoro no entro en discusiones, y si él lo cree así, bien pudiera ser que estuviese en lo cierto. Como me decía mi hermana Pilar, los quereres vienen de los buenos procederes. Algo así como obras son amores. Y eso tanto vale para el matrimonio –a lo que ella se refería-, como para la aceptación de la casta política por parte de los sufridos administrados. Analícense a sí mismos, los políticos todos, sin excepción, y vean si son dignos de nuestros quereres, o nuestros amores. ¿O, tal vez, de nuestra indiferencia, cuando no de nuestra desconfianza? Ésta, ganada a pulso, desde luego.
No quiero ser gafe, que es triste papel para cualquiera, pero considero ese “malparto”, que no pacto stricto sensu, como una pérdida de tiempo. ¡Ojalá me equivoque! Que “errare humanum est, perseverare diabolicum”, como reconocen los prudentes clásicos.



José María Hercilla Trilla
Salamanca, 5 Marzo 2010


(Public. en Es Diari, del 08-03-10)

jueves, 22 de abril de 2010

9/10.- ¿PACTOS? ¡QUÉ RISA!

9/10

¿Pactos? ¡Qué risa!

El pasado 17 de este mes de Febrero del 2010, me pasé la mañana sentado al brasero -¡bravo invento, vive Dios!-, escuchando a ratos (es decir prestando atención), u oyendo otros (como quién oye llover), los discursos pronunciados por los más conspicuos políticos del momento, en un pretendido debate acerca de los pactos, o del Pacto a secas, acertadamente aconsejado por el Rey, aparte de exigido por el lamentable estado de la Nación. ¡Dios se lo pague, al Rey, y perdone a los causantes del desaguisado!
Me gustaría poder calificar con nota alta esas intervenciones que digo, aparte de poder hacerlo –creo yo- con total neutralidad y falta de apasionamiento, dada mi condición de “no afiliado” a ninguno de los Partidos políticos allí representados, ni tampoco a ningún otro. Confieso ser un escéptico político apartidista independiente. Nadie me lo tome a mal, por favor. Me explicaré, aunque alguno pueda decirme que me guarde mis historias particulares, que a nadie interesan. Le pido perdón, pero es lo único que me queda realmente verídico. Además de que creo es más perdonable oír hablar a uno, a cualquiera, incluso a mí, bien de sí mismo, que oírle hablar mal de los demás. Que algunos hay, que dicen que esto último, la difamación, es nuestro deporte nacional. El gran Montaigne decía que “hablo de mí porque es la persona que tengo más a mano”. Me permito añadir, modestamente, que porque es la que más conozco y de la que más cosas sé.
En política, jamás pasé de mero y desconfiado espectador, tal vez por haber vivido en mi niñez y sufrido en mis propias carnes los avatares políticos de un abuelo salmantino, diputado socialista él, que desatendió su bufete –amén de su esposa y trece hijos- por “darse a” y “preocuparse de” sus convecinos electores; y las mucho y mayores desventuras de un padre, el mío, que sin desatender a sus enfermos, arruinó su vida y la de su familia por meterse a redentor idealista, es decir a político vocacional stricto sensu, es decir sin sueldo o gabela de clase alguna que compensase su dedicación e idealismo. Cárcel, y hasta paredón de fusilamiento, del que fue librado milagrosamente a última hora por un grupo de milicianos de la FAI, clientes suyos, que por allí pasaban, lo vieron y reclamaron para ellos, conduciéndole a casa; amén de venir a padecer luego una vejez prematura y una desilusión crónica por ver como se desarrollaba el final de la aventura en la que un día le embarcó un amigo, fue todo lo que sacó –lo que sacamos la familia- en limpio de aquella empresa. Ese amigo que digo, Juan Aizpuru, gran persona, aún sacó menos en limpio puesto que perdió alevosamente la vida en La Mola menorquina. Mi abuelo tuvo suerte y no acabó en el paredón o la cuneta de cualquier camino. Murió en el 1935, cuando ya todo olía a chamusquina en España. Al año siguiente, unos valientes falangistas se conformaron con fusilar la placa que el Ayuntamiento de Ledesma había colocado en la plazoleta donde vivió mi abuelo, rindiendo con ella –con la placa- honores a su hijo predilecto. Dios les haya perdonado. A los del frustrado fusilamiento, no a los agradecidos munícipes que colgaron la honorífica placa dedicada a Don Ulpiano Trilla, mi abuelo, dando nuevo nombre a la plazoleta donde éste tenía su casa.
Creo que con esos antecedentes familiares queda justificada mi vacunación preventiva respecto a eso que algunos llaman política, aunque otros hay, sinceros ellos, que lo llaman simplemente “modo de vida”, sin entrar en ociosos y prescindibles pormenores. Amén de también odiosos.
Y tal parece ser –lo del modo de vida-, por el ardor con que defienden sus respectivos escaños, sus coches oficiales, sus jubilaciones vitalicias, todos los privilegios y prebendas inherentes a sus respectivos y en ocasiones múltiples cargos. ¿Quién es el primo que se deja arrebatar esa suculenta bicoca?
Ya decía al principio que me hubiese gustado calificar sus respectivos discursos –los que digo haber oído pocos días atrás-, con nota alta, por su contenido, o por su brillantez. Ni por lo uno, ni por lo otro: Vacíos y oscuros. Lo lamento. Lo curioso es que los oradores representantes de pequeños partidos, algunos de ellos de ámbito autonómico –que algunos dicen “nacionalista”, confundiendo churras con merinas-, estuvieron mucho más brillantes si cabe que los grandes espadas, que se quedaron en poco menos que en nada. Escarbabas en ellos, en sus palabras, y mucha paja y escaso grano. Por no decir craso y repetido aburrimiento. Son ya muchas ediciones las que nos han servido de la misma copla, como para creer en ella.
Ya decía antes de mi nula vocación política, pero entiendo que cualquier discurso, para ser convincente, lo primero que necesita, aparte de originalidad, es demostrar a los oyentes el convencimiento del que habla. De eso hubo poco. Y de eso sabemos bastante los abogados, pues una cosa es defender un pleito porque así nos lo pide un cliente, al que no podemos negar la defensa por las razones que sean, y otra es, llevados por la autoridad que da ser portadores de la verdad, enfrentarse a un tribunal y, con absoluto convencimiento de ella, de la verdad por nosotros esgrimida, tratar de que ésta sea compartida por quien nos oye. O sea ganar el pleito, sacar la verdad a flote, hacer que reine la Justicia.
En sus discursos no creo que ninguno de los oradores lograra convencernos a los anónimos oyentes de sus respectivas verdades, salvo, como es lógico, a los que estaban convencidos previamente de ellas, sin necesidad de oírles, sobre todo a ese clan de aplaudidores “espontáneos”, unos puestos en pié, otros dando su asentimiento con ostentosas inclinaciones de cabeza, haciéndose notar, ser visibles a los ojos del jefe, único repartidor de prebendas. ¡Más discreción en los aplausos, amigos todos! Muchas veces más dice un respetuoso y oportuno silencio que ese agitar sin motivo el botafumeiro, tanto, que a algunos se les ve el plumero. Uno comprende esa vocación de botafumeirista que embarga a algunos, pero no la comparte en absoluto. Más de uno y de dos empezaron así su carrera política, dando incienso al jefe, sin otro título que llevarse a la boca. Y claro, así nos luce el pelo a los gobernados por tan “hábiles” trepas.
Del debate “político” del otro día, el españolito de a pie salió convencido de que hemos llegado a un punto en el que, por mucho pacto que se logre, nada habrá de cambiar, por lo menos en lo esencial. ¿Cabe acaso pactar con un adversario al que se considera y se trata como un enemigo, al que se insulta en ocasiones, al que siempre se menosprecia, pretendiendo además –cada una de las partes-, ser portadora de la verdad absoluta, sin admitir la parte de verdad que pueda aportar la contraparte, y –sobre todo- sin que ninguna de ellas tenga en cuenta la ley inexorable de las cifras?
No olvidemos que en economía política, al final, sobran las ideologías. Todas. El dinero disponible es el que manda. Siempre. Cualquiera que pretenda ir contra esa evidencia, corre el riesgo de incurrir en demagogia. Lo que prima son las cifras de resultados, y en tanto éstas no se modifiquen y mejoren, preferible es dedicarse a otra cosa, por ejemplo, a cerrar todos el puño, no para acogotarnos con él los unos a los otros, o para blandirlo en alto en signo de amenaza o de victoria, sino para evitar que se desperdicie ni una sola peseta. Si en boca cerrada no entran moscas, como nos enseñaron en nuestra lejana infancia, de puño cerrado no se desperdicia ni un euro. Por algo se dice de los poco gastosos que son “del puño cerrado”. De esos debiere estar formado el Gobierno, de “puños cerrados”, incluso “amartillados”.
Sí, ya sé que para eso del ahorro controlado hay que empezar dando ejemplo. Además de renunciar a los privilegios de que goza la casta política, que les diferencia y aleja de los simples administrados, hay que reformar la onerosa y supercargada estructura de la Administración Pública, en todos sus niveles.
Un país con unos cien mil políticos de ámbito municipal, entre alcaldes y concejales; con miles de diputados provinciales; con más de millar y medio de políticos autonómicos, entre presidentes y parlamentarios; con trescientos cincuenta Diputados y trescientos Senadores estatales, amén de con casi medio centenar de Eurodiputados; con una veintena de Ministros (con su cohorte de Directores Generales, amén de incontables funcionarios de todo género), todos ellos, del primero al último cobrando de la Caja Común, representan una carga que sólo una nación rica puede soportar. Seguramente si en vez de ser políticos ellos, fueren gestores capacitados, serían bastantes –y aún sobrarían con un centenar de los mismos- para rectamente gobernar el mundo entero.
No he dicho nada de los Sindicatos, que algunos llaman de clase, pero mantenidos, se dice, mas que por las cuotas de sus pocos asociados, por los Gobiernos de turno, colgados por tanto, con subvenciones o ayudas de todo género, de las tetas del Presupuesto Nacional. Tal vez no sea así y yo esté equivocado, en cuyo caso retiro lo escrito.
Lo que es evidente es que antes de formular pacto alguno, hay que sanear las cuentas. Y que para esa labor el único competente es el Gobierno de turno, quien tiene, o debería tener, la autoridad suficiente para poner manos a la obra y recortar toda estructura administrativa sobrante. Es esencial una labor de poda, sin contemplaciones. O podamos el Estado o se nos muere por falta de savia nutricia bastante a tan excesiva frondosidad.
Y, claro está, cuando se pide o exige sacrificios a los demás, lo primero que hay que hacer es sacrificarse uno mismo, dando ejemplo. No se crea nadie que hablo en broma, que lo digo muy en serio. Lo primero que propondría es la renuncia de sueldo y toda clase de gabelas, formulada por la casta política, gobernante o no, durante, al menos, el plazo de un año. Para los siguientes, su reducción paulatina –del total de retribuciones- de un 10 por 100 anual, hasta llegar al ejercicio vocacional de la política, es decir el que se hace por amor al prójimo, no por lucro o lucimiento personal.
Pedir ahora pactos, no sólo para salvar la economía nacional, sino también la propia estabilidad en los cargos, es confesar públicamente la incapacidad gubernamental de alcanzar esas metas. Ante ese reconocimiento de impotencia, lo más discreto, más que pactar con el adversario, dispuesto o no a cooperar, es retirarse voluntariamente a tiempo, antes de que uno se vea forzado a hacerlo.
Yo, vuelvo a decirlo, sólo creo en el ejercicio vocacional, gratuito y desinteresado, por amor al prójimo, de eso que se llama política.
Y quede constancia de que nada de lo dicho hasta aquí encierra ánimus offendendi, mucho menos ánimus injuriandi, y además pudiera ser que yo, por razón de la edad, ya estuviese chocheando. Pero insisto: ¡Hay que empezar dando ejemplo! Sacrificios, sí, pero absolutamente para todos, empezando por los hasta ahora menos sacrificados: Nuestros políticos. Que pronto van a ser los de ustedes, no míos. ¡Dios proteja a mis sucesores!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 25 Febrero 2010



(Public. en Es Diari, del 01-03-10)

martes, 6 de abril de 2010

8/10.- DE LAS ESPONTÁNEAS "CORRESPONSALÍAS".

8/10

De las espontáneas “corresponsalías”


Hoy, tener amigos, supone en no pocos casos, tener “corresponsales” que nos abruman con sus comunicaciones, remitidas a través del ordenador, algunas aprovechables, ciertamente, aunque la mayoría de las veces totalmente desechables y ociosas. Depende del amigo. Mejor dicho de los citados espontáneos “corresponsales”, pues los amigos se eligen, y estos otros, los que nos colapsan el ordenador, algunas veces ni sabemos quienes son, ni cómo son, aunque en ocasiones sea presumible adivinarlo.
Pero incluso entre esos correos o e-mails desechables, de vez en cuando, alguno hay que encierra pensamientos aprovechables, aunque almacenarlos suponga mucho trabajo para su destinatario, por lo que la mayoría de las veces son eliminados una vez leídos. En ocasiones, hasta sin abrirlos. Alguno de esos pensamientos tengo recogidos, colocados uno tras otro, según los recibía, pero que luego, en raras ocasiones, me paro a leer. La escasez de tiempo, no me lo permite. Sin embargo, sé que están ahí, a mi disposición, prestos a darme un consejo o hacerme una advertencia.
En ocasiones he pensado que reunir todos esos “pensamientos” en un libro, no sería vano empeño. Cuando ya se ha cansado uno de leer tanta novela –ninguna comparable a la vida misma-, entretiene detenerse un instante a leerlos, y después de haber leído unos cuantos de esos pensamientos, algunos muy acertados, otros muy profundos, ponerse a meditar en lo que mentes más claras que la tuya nos han dejado escrito.
Creo recordar que, en cierta ocasión, un padre escribió a su joven hijo, que se iba a estudiar a la Universidad, una serie de consejos para que le sirvieren de guía en ese nuevo mundo en el que iba a entrar por razón de sus estudios, del que desconocía todo. Parece ser que tanto éxito tuvieron aquellos consejos, ampliados en número conforme avanzaba el joven su carrera, que llegaron a ser recogidos y agrupados en un librito que alcanzó gran éxito de difusión entre el público. Su autor fue un honrado padre de familia, llamado Jackson Brown, y el librito se publicó bajo el título de “Vivir feliz”.
Y es de lo que se trata, de ser felices. Así de sencillo. El problema está en que no todos opinamos igual cuando entramos a considerar en qué consiste esa felicidad. Basta preguntar a unos y otros: ¿Tú, qué pedirías para ser feliz? El abanico de respuestas es extensísimo, aunque estas sean las más corrientes: Amor, Riqueza, Salud, Poder, Longevidad, Más riqueza todavía, etc.
Recuerdo un compañero de estudios, de hace mil años, ¿qué habrá sido de él?, que me confesaba que su mayor felicidad sería que suspendieran el curso al resto de la clase, salvo a él, único aprobado. Hay que tener mala sangre, pero de vez en cuando se encuentra uno a gente así en el camino. Dios le haya perdonado aquel extraño modo de pensar. No creo que hiciera muchos amigos a lo largo de su vida, ni que nadie a su muerte –de él, pues le supongo ya ido-, derramara muchas lágrimas.
Ayer, sin ir más lejos, recibí un correo, remitido por una antigua y guapa amiga gallega, Luisa Fernanda, con una serie de pensamientos escritos por Regina Brett, de 90 años, de Cleveland (Ohio), no sé si publicados en el “The Plain Dealer”, que por amor a la remitente, por respeto a la edad de su autora Brett, “por venir tó seguíos” y no ser excesivos en número, he leído detenidamente. Y puedo asegurar que con gusto. Ojalá pudiera decir que también con provecho, que, aunque mi edad también es mucha, nunca es tarde para rectificar.
Ya lo dice esa señora Brett, en uno de sus pensamientos: “Nunca es demasiado tarde para tener una niñez feliz, pero la segunda sólo depende de ti”. Es pensamiento que me ha hecho pensar, pues efectivamente, de nuestra postura ante la vida, de cómo enfoquemos la poca que nos va quedando, de cómo admitamos los contratiempos –casi todos consistentes en limitaciones físicas- que se nos van acumulando día a día, riéndonos de los mismos, o por lo menos aceptándolos con naturalidad, como un niño acepta las sorpresas que le ofrece cada nuevo día, de esa postura o de ese enfoque de la realidad inelegible e ineluctable que constituye nuestra “segunda niñez”, dependerá que seamos felices en ella, y, lo que es más importante, hagamos felices a quienes nos rodean y cuidan de nosotros. Ya he dicho en más de una ocasión que mi respuesta a las corteses preguntas que se me hacen de ¿Cómo está usted?, siempre respondo, sea quien sea el interpelante, que “Cada día más joven”. Los médicos a quienes acudo se ríen de mi, y con toda razón, pues no es lo más corriente que un cliente octogenario que acude a una consulta médica conteste al doctor con un: “Me encuentro cada día más joven”. Menos mal que ya me conocen, me disculpan y hasta saben cómo realmente me encuentro.
Como dicen esos pensamientos de la señora Brett, “La vida no es justa, pero aún así es buena”. Y si no lo creyeras así –dice otro de esos pensamientos-, “No compares tu vida con la de los demás. No tienes ni idea de cómo es su travesía”, la de esos demás, y añade, para los más quejicas o disconformes, que “Si juntáramos en un montón nuestros problemas, y viéramos los montones de los demás, seguramente querríamos el nuestro”. O sea lo de aquél que decía “Virgencita, déjame como estaba antes”, viendo como había quedado después del milagro solicitado sin pensar en sus consecuencias.
Cuidado que es sencillo vivir feliz, sobre todo si no se quiere ser el único aprobado del curso, como me confesaba aquel antiguo condiscípulo que digo. ¡Lo que debió sufrir el pobre, viendo como los demás íbamos aprobando los cursos! Vive y deja vivir. Lo que decía el letrero de aquella fuente africana: “Bebe, pero deja agua para los demás”. Atesora buena fama, que con ella tendrás el respeto de quienes te conocen. Búscate un honrado modo de vivir, e incluso cuida de asegurarte tu futuro y el de quienes contigo viven y a quienes amas, pero no cifres tus aspiraciones en atesorar dinero, que de nada te ha de servir ser el más rico del camposanto. Y da gracias a Dios: Por las noches, por lo que ya te ha dado; por las mañanas, por el nuevo día con el que te obsequia.
No crea usted, amigo lector, que soy meapilas o “sant de paissa”, esto último como decíamos en mis jóvenes y remotos años menorquines, no, ni mucho menos. Ni presumo de verdades absolutas, ni de moralista. Simplemente, me pongo a escribir –la mejor receta conocida hasta hoy contra el Alzheimer-, y se me viene a los puntos de la pluma la experiencia acumulada durante todas estas décadas de azarosa vida, experiencia que ha ido transformando mis primitivos y también irregulares hábitos y creencias, hasta conducirme a mi actual estado de hombre feliz con lo que tengo, incluso con mis males y limitaciones; agradecido con Quien así lo dispuso; y sobre todo dichoso por verme rodeado de mi familia y de mis amigos. Que ese buen Dios se lo pague a todos, y también a ustedes por tomarse la molestia de leerme y tal vez de soportarme. Gracias. (Intentaré mejorar, si puedo).
Me despido de ustedes compartiendo el último pensamiento recibido esta mañana. llegado en uno de esos correos que digo, pensamiento que me parece acertadísimo: “Aquel sujeto era tan pobre, que sólo tenía dinero”. Párense a pensar y verán qué triste resulta “eso”.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 18 Febrero 2010


(Public. en www.esdiari.com del 22-02-10)

jueves, 1 de abril de 2010

7/10.- REFLEXIONES PSEUDO-FILOSÓFICAS

7/10

Reflexiones pseudo-filosóficas


Sigue habiendo noticias, felizmente pocas, de ésas en cuya lectura es necesario pellizcarse para saber si uno, mientras las lee, está despierto o soñando. La que hoy me trae mi amigo Polidoro, recortada de una hoja de un diario impreso, de fecha del pasado día 6, es de las que mueve al pellizco que digo, incluso pellizco de monja, que dicen que es de los que más duelen, y por consiguiente de los que más pronto despiertan al pellizcado.
Nos cuenta -¿y qué nos importará a nosotros, los simples mortales, saberlo?-, que cierto individuo, al jubilarse, tendrá una pensión de algo más de 79 millones de euros, se supone que anuales. Con eso del infausto invento del euro nos hacen pasar churras por merinas, sin darle mayor importancia al trueque de moneda. Y digo esto por que esa cifra –aunque sólo sean los 79 millones pelados, sin el pico-, aparentemente sin importancia dicha en euros, son nada menos que algo más de 13.144 millones de pesetas, ó, escrita toda ella en números 13.144.450.000 pesetas, algo así como 36.834.109 pesetas diarias, ¡casi 37 millones de pesetas diarios! Total, nada, puesto que dicho en euros apenas representan 216.438,35 €/día. ¿Y qué es eso? Para algunos, por lo que se lee, poco menos que nada. Dios les perdone.
Mientras leo esas asombrosas cifras, correspondientes a esa insólita jubilación de ese extraordinario individuo al que desconozco y cuya valía y dotes personales no me atrevo a poner en duda, no puedo por menos de recordar los casi cuatro millones y medio de parados que tenemos en España, con pensiones miserables la mayoría, y muchos sin pensión ninguna, sobreviviendo malamente gracias a las ridículas subvenciones o las ayudas de unos y de otros, viéndose algunos desalojados de sus viviendas, expropiadas por esas mismas o parecidas entidades que luego pueden conceder tan asombrosas jubilaciones a sus capitostes.

-No te disgustes, José María –me dice Polidoro, arrepentido de haber sido el portador de esa insólita noticia que me ha revuelto las tripas-, siempre ha sido así. Creímos que en un Estado que se dice socialista, reinaría la Justicia Social–con mayúscula-, por igual para todos los ciudadanos, sin distinción de clases, por mucho poder político o económico que éstas clases detentasen u ostentasen o gozasen, que igual da, pero ya vemos que aún dista mucho para acercarnos a esa Arcadia feliz que llegamos a soñar un día, y no sólo eso, sino que cada día son mayores las distancias que separan a unas clases de otras. Concretamente, en el caso de referencia, la distancia es astronómica, puesto que esas cifras jubilosas -¿o vergonzosas?-, escapan a nuestros cálculos. Tú mismo me has hablado de lo mucho que te ha costado transformarlas en pesetas, y de que, vistos los números obtenidos, has tenido que repetir las operaciones matemáticas, por la duda que te ofrecía su resultado y cuantía, e incluso de que aún sigues dudando, temiendo haberte equivocado en su cálculo. No temas, José María, a mí también me salen las mismas astronómicas cifras.

-Jamás pretendí la igualdad absoluta entre los hombres, amigo Polidoro –le digo-, pues de sobra sé que esa igualdad no pasará jamás de ser una utopía, pero he soñado siempre con unas distancias más cortas entre ellos, entre todos nosotros, mensurables en números asequibles a nuestro entendimiento, no necesariamente necesitadas de términos astronómicos para poder ser evaluadas. Las grandes distancias, si necesarias en el Universo, resultan absurdas en esta pequeña bola de mierda donde transcurre nuestra corta y miserable existencia. Por muchos miles de millones que le sumes a un hombre, no dejará de ser eso, un hombre, y en ocasiones ni eso, una caca. Aunque no sea éste el caso. O como decía un mi amigo de juventud, aludiendo a un presumido de entonces, una mierda pinchá en un palo y puesta al sol. Líbreme Dios de calificar así de crudamente al beneficiario de la jubilación astronómica objeto de nuestro comentario, que seguramente es un fuera de serie, un ser extraordinario, aunque muchas veces no hay más que escarbar para llevarse una sorpresa o encontrarse con lo que no se esperaba. Cuando se nos dijo que España ya era un Estado socialista, renació en mí la esperanza de que “ésto” iría a cambiar, de que tendríamos Gobiernos que cuidarían de raer toda sombra de injusticia sobre la faz de nuestra tierra, empezando –por ejemplo- por vigilar la Usura, ese mal que se ceba en los más necesitados, acabándolos de ahogar; un Gobierno que cuidaría de controlar las riquezas en cuanto éstas fuesen descompasadas o injustificables; que cuidaría de tantas y tantas cosas como es necesario vigilar en una economía de libre mercado, que no quiere decir en la que se pueda actuar libremente, sin coto ni medida, imponiendo la ley del más fuerte o la influencia del más desvergonzado, siempre barriendo para dentro, sino en la que todos tengamos las mismas oportunidades, para ofertar y para adquirir los bienes precisos para la subsistencia.
Algo marcha mal en este mundo cuando tales desigualdades pueden seguir dándose. Y lo que está mal, equivale a lo que está enfermo. Los políticos, en sus brillantes discursos, sobre todo preelectorales, no se cansan de prometer justicia, de empezar sus frases diciendo “vamos a hacer…” esto y lo otro y lo de más allá, pero lo cierto es que lo que había que hacer, se queda tal como estaba antes, es decir mal. Y así seguimos, década tras década, sin cambiar. El virus de la “dineritis” se ha enseñoreado del mundo, y no hay antídoto conocido que lo cure. Cada día es mayor el afán de dinero, y cada día se agrava la enfermedad, no obstante las huecas palabras, las falsas promesas de redención de nuestros capitostes.
Me recuerda esta situación, esta dolencia, aquella frase leída hace mil años, no sé donde, ni tampoco de quién era, en la que se decía así: “Aegrotus non quaerit medicum eloquentem, sed sananten”, o séase, poco más o menos, en román paladino, lo siguiente: “El enfermo no quiere médico elocuente, sino sanante o sanador”, es decir eficaz, que lo cure, no que hable mucho.


Polidoro, que tiene sus visos de latinista, que no en vano hizo aquel bachiller con siete años de latín, -¡Oh tempora, oh mores!-, me responde así: -No te preocupes, amigo José María, que al final todo se arregla, aunque triste es que tengamos que esperar a ese final. Recuerda lo que decía Séneca, de “Aequa mors est”, de que la muerte es imparcial. O lo que dicen nuestros hermanos portugueses, de que “Tanto morre o Papa, como quem não tem capa”, frase que, por lo clara y rotunda, no precisa de traducción para ser entendida por todos nosotros.

-Entrados ya de lleno, ambos, en terrenos lindantes con la pedantería, amigo Polidoro, tampoco estaría nada mal seguir la doctrina franciscana y decir, como decía aquel santo, “Deseo poco, y lo poco que deseo, lo deseo poco”. Es principio, éste, que recuerdo muy a menudo, especialmente cuando me pongo pseudo-filosófico y me da por pensar en la imposibilidad de llevarse uno sus riquezas al otro mundo. ¿Para qué almacenar tanto si con bastante menos me bastaba, y lo sobrante no me lo podré llevar conmigo? Como decía al principio, partidario soy de las clases sociales, que, en realidad, son las que mueven el mundo con su humano afán por superarse, pero sin que nadie sea osado a estirar los pies más allá de lo que deben cubrir unas razonables mantas. Una cosa es premiar el mérito y esfuerzo personal, y otra muy distinta creer que sólo con dinero puede premiarse al esforzado. Hablando de dinero: Bebe, incluso hasta más allá de lo que sea necesario para saciar tu sed, pero deja agua para los demás. Así, aunque un poco abreviado (Bebe, pero deja agua a otros), decía un cartel puesto en una fuente africana, donde el agua escaseaba. Es lectura de mis años mozos, que me impresionó profundamente, y que procuré adoptar como lema. Y hasta creo poder decir que he seguido al pie de la letra. Tal vez es que tengo poca sed.

-De todos modos, José Maria, -me dice Polidoro-, ¿qué íbamos a hacer tú o yo, o ambos a la vez, con 13.144.450.000 pesetas anuales, algo así como 36.834.109 pesetas diarias, ¡casi 37 millones de pesetas diarios!? ¡Cómo para volverse locos! Demos, pues, gracias a Dios de que nos deje cuerdos.

Antes de que te vayas, Polidoro –le digo-, quiero recordar contigo aquel libro, “Jaque al millón” se titulaba, cuyo autor no recuerdo, leído allá en Mahón por los últimos años 30 del pasado siglo, cogido de entre los libros de mi padre. Creo recordar que a un individuo le dejaban una herencia fabulosa, pero con la condición de que debía gastarse un millón de dólares en un día. El libro no hace otra cosa que relatar los sudores que pasó aquel infeliz durante aquel largo día, intentando gastar el millón sometido a prueba, sin poderlo malgastar, ni tampoco hacer caridades excesivas, es decir administrándolo como un buen padre de familia lo hubiese hecho y gastado. ¿Cómo lo hizo? No lo sé; han pasado muchos años desde aquella lectura. Sólo recuerdo que fueron veinticuatro horas de intenso sufrimiento, pensando aquel sujeto en cómo cumplir la condición que le había sido impuesta para poder recibir el resto de la herencia. Si aquel sujeto sufrió tanto y tan sólo por un millón, ¿qué no sufrirá un sujeto que reciba casi treinta y siete millones de pesetas cada día? Tienes razón, Polidoro; demos gracias a Dios por nuestras escuetas pensiones, con las que, aunque tengamos que hacer filigranas, conseguimos comer todos los días y llegar a fin de mes. ¡Bendito sea, pues!


José María Hercilla Trilla
Salamanca, 12 Febrero 2010

(Publ. en www.esdiari.com del 15-02-10)