lunes, 18 de mayo de 2009

15-9 LOS QUE NOS SIGUEN

15-9

Los que nos siguen

Siempre admiré a aquellos articulistas, comentaristas o como quiera llamárseles, que escriben a diario su obligado artículo, comentario o etcétera. Una cosa es la escritura “por libre”, cuando el cuerpo se lo pide a uno, y otra muy distinta la forzada y contra reloj, tal como avasalla a más de uno, cada día obligado a entregar al periódico su colaboración, tanto para no perder la exclusiva como para cobrar lo convenido por ella.
Quien esto escribe, que es de los no obligados a hacerlo, ni tampoco de los retribuidos por ningún concepto –incorregible Quijote de la pluma-, siente una especial admiración por ellos, y muy singularmente por sus dotes de improvisación, su presumiblemente vasta cultura, su puntualidad en el cumplimiento de la obligación contraída con su editor y con sus lectores, a los que no puede defraudar faltando a la cita diaria en las hojas impresas.
Digo esto por que llevaba yo unos días sin encontrar árbol del que ahorcarme, es decir sin tema que llevar a los puntos de la pluma. Ya se va uno hartando de acudir a ese socorrido –y también aburrido- filón de la política, casi siempre para reprobarla, pocas veces para aplaudirla. Y nunca le dio, afortunadamente, por acudir a la crítica de la Iglesia católica o de las otras religiones –todas respetables-, como suele hacer un afamado y culto periodista-novelista, que parece abonado a ese tema. En eso de las creencias religiosas siempre extremé mis reparos, considerando que eran de una privacidad absoluta, una relación íntima y bilateral entre cada creyente y su Dios, cualquiera que éste fuese, sin que nadie tuviese o tuviere –pretérito y futuro- derecho para intervenir en la misma, ni ponerse a discutir lo acertado o erróneo de sus creencias. Allá cada cual con ellas, que a nadie importan, salvo a los interesados.
Pues bien, en ese estado de incertidumbre, de vacilación, casi límbico –por hallarme en el limbo-, se me entró por la puerta un mozalbete, de poco más de quince años, que venía a leerme un pequeño –por su extensión- trabajo literario que le había sido premiado en su Colegio, consistiendo el premio en su publicación en uno de los diarios locales.
A todo esto debo aclarar que esa exhibición no era espontánea, sino a ruegos míos, además reiterados, sabedor por terceras personas de que el joven andaba metido en esos berenjenales de la escritura y del concurso colegial. Como avergonzado, me dijo el jovenzuelo que tres alumnos habían sido los escogidos, y que los otros dos trabajos eran mejores y estaban mejor escritos que el suyo; que el motivo de quedar finalista no era otro que el tema escogido por él, que había sido considerado por los profesores como de más actualidad o como más oportuno que los otros. Mayor honradez no cabe, ni tampoco mayor sencillez, modestia, humildad, o como quieran ustedes llamarlo. ¡Cuán difícil es encontrar alguien que reconozca la superioridad de los demás, sobre todo si la comparación se hace con uno mismo!
Conforta comprobar como, entre la juventud que nos rodea, existen buenos modos y loables estilos de vida, acertadas formas de opinar y pensar, firmes anhelos de justicia y verdad, encomiable capacidad de sacrificio y cooperación, sentimientos altruistas, y otros muchos buenos atributos, que han sido olvidados por muchos de los adultos que se consideran incluidos dentro del grupo de los vip, de las personas verdaderamente importantes, es decir poderosas o ricas, que en eso –piensan ellos- consiste la importancia. Afortunadamente existen excepciones, entre esos adultos, pero puestos a confiar en la humanidad, más se inclina uno por hacerlo en las generaciones que llegan, en la gente joven, que en los caducos que se van –o nos vamos-, muchos de ellos –o de nosotros- desgraciadamente muy despacio. ¡Con lo poco necesarios que somos algunos!
Después de leído el articulito del joven y espigado quinceño, llega uno a la conclusión de que realmente son más importantes los sentimientos del sujeto escritor que la experiencia acumulada por él, que poca puede ser en la corta existencia de este joven que digo. No pocas veces la experiencia tiene efectos negativos: Desconfianza, recelos, egoísmo, indiferencia ante el mal ajeno, retraimiento, etc., etc., suelen ser secuelas nacidas al compás de los años vividos, hasta convertirnos en sujetos huraños y no pocas veces malhumorados, descontentos con nuestro entorno, que soñábamos muy distinto en nuestras primeras décadas de vida. Y ese desencanto, obvio es, fluye conforme se escribe, dejando un mal sabor de boca en el lector, cualquiera sea éste.
Ya el título dado por el joven escritor a su artículo es sobradamente ilustrativo: “Un tiempo para los demás”. Efectivamente, el modo de usar ese tiempo de que cada uno dispone es sobradamente ilustrativo, revelador de nuestro particular modo de ser con la sociedad. También es un bien a compartir.
Y empieza diciendo así el joven quinceño:

« Todos en este mundo hemos nacido de una madre y un padre pero no por ello, somos todos iguales. Pese a haber nacido sin ser preguntados, unos hemos tenido más suerte que otros a la hora de lograr una vida y un futuro con el que tener todo solucionado, o por lo menos, pocas preocupaciones que interfieran en nuestra vida cotidiana.
Según he empezado este artículo, pensaran que voy a hablar de lo mal que está el mundo, pero no es esa mi intención. Este artículo no va a hablar de guerras ni enfermedades, sino de las personas que, aún habiendo nacido con suerte, deciden acercarse a la parte más mísera del mundo para hacerla un poco más habitable. Son personas normales, con la diferencia de que deciden gastar, o mejor dicho utilizar, la mayor parte de su tiempo en ayudar a los demás.
Hace tiempo que fui con unos amigos a una especie de albergue para menores con problemas mentales, no porque sea muy dado al voluntariado, sino para ver cómo era aquello y para iniciarnos todos en aquel mundo de servicio a los demás. La experiencia se me hizo dura, y sinceramente, todos mis problemas me parecieron pocos comparados con los que allí encontré. Pero aun así, aquellos niños no se quejaban de su estado, como lo haría cualquier persona con mayor suerte que ellos, sino que los niños reían y disfrutaban simplemente con la presencia de los que allí trabajaban y procuraban hacer sus vidas más fáciles.
Estas personas encargadas de todo aquello, habían decidido seguir aquel camino de dificultades solo con la esperanza de ayudar a esos niños, y sinceramente, habían conseguido su propósito. ……. »
Y seguía diciendo más adelante: «Un tiempo utilizado para servir a los demás no es un tiempo perdido para el que sirve, sino que es un tiempo ganado para el que es servido, ….. Uno solo no puede cambiar todos los problemas del mundo, pero sí puede cambiar toda una vida, ….. sólo por eso ha valido la pena todo el esfuerzo realizado para conseguirlo.»

No transcribo más, que con eso basta como muestra ilustrativa de una conducta, aparte de un modo de pensar. De verdad, conforta saber que algunos de los jóvenes que nos siguen pretenden mejorar este mundo que nosotros les dejamos en herencia. Imploro de ellos su perdón por no haberles sabido dejar otro mejor. Es el que nos dejaron a nosotros nuestros mayores, y en vez de mejorarlo, como era nuestra obligación, se nos fue el tiempo en discusiones o rivalidades, cuando no en guerras, algunas de ellas fratricidas. Las peores de todas.

Entra mi amigo Polidoro, lee lo escrito hasta aquí y me dice: “No sé por q ué te callas, amigo José Maria, y dices en voz alta y orgulloso que ese mozo quinceño es tu nieto menor, Fernando Usero Hercilla, de quien ya se han publicado algunos otros artículos en este mismo Es Diari”.

Por discreción, amigo Polidoro –le contesto-; la que tu no tienes.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 3 Mayo 2009


(Publicado en www.esdiari.com del 18-05-09)

lunes, 11 de mayo de 2009

10/09 - EL "VUELVA USTED MAÑANA"

10/9


El “Vuelva usted mañana”, pero actualizado

Se escribe estos días, por unos y otros, todos ellos cultos e importantes personajes, sobre aquel brillante escritor, de vida breve, pero que dejó larga e indeleble memoria entre nosotros, llamado Mariano José de Larra, nacido hace ahora dos siglos (1809-1837).
También ha sido casualidad que hace escasos días, sin pensar en el bicentenario de su nacimiento, recordara yo a tan insigne escritor, que vino a morir de inconformismo en la flor de la vida, tal vez –entre otras causas- por su excesivo amor a España y a la obra bien hecha, perfección que no encontraba, o no supo encontrar, en ella. Puedo estar equivocado, como siempre digo, pero esa es la idea que tengo del mal que le aquejó tan profundamente como para llevarle al suicidio a la temprana edad de veintiocho años. ¿Qué, además, hubo por medio unos amores extramatrimoniales contrariados y hasta un matrimonio digamos que poco consolidado? No lo negamos, sería absurdo. Así lo afirman los enterados. Siempre, en el desenlace de una situación –en este caso un suicidio-, concurren una serie de concausas, de diversa entidad ellas, que actúan como desencadenantes en mayor o menor grado, sin que nadie, a excepción del protagonista, pueda saber cual de ellas fue la que tuvo mayor influencia en su fatal determinación.
Yo encuentro más romántico morir por España, que hacerlo por un amor adulterino, aunque sólo sea por que sigo creyendo que España sólo hay una, e irreemplazable además, mientras que no sucede así en el caso de la amada infiel, a la que siempre puede hallarse sustituta, a poco que uno se lo proponga. Eso dicen los expertos en tal clase de tejemanejes.
Así pues, seguiré diciendo que Larra murió del “mal de España”, sin necesidad de ampararme para decirlo en sus textos clásicos, de casi todos conocidos, que no voy a detallar aquí por eso mismo, aparte de por no parecer pedante, textos en los que reiteradamente y bajo diferentes pseudónimos, nos muestra su inconformismo con los males que aquejaban a su patria. Queda como más bonito afirmar eso de cualquier difunto que decir de él que murió de un amor accidentado o de una diarrea galopante.
No sé si atreverme a afirmar que uno de sus artículos, aquel de “Vuelva usted mañana”, que todos conocemos, sigue estando de rigurosa actualidad. Incluso puede vaticinarse, sin temor a error, que lo estará siempre.
Pues bien, el recordar el otro día yo a Larra, fue por la nueva versión de ese odioso “vuelva usted mañana”, que regía en sus tiempos -hace doscientos años-, que me estaba tocando sufrir a mi de nuevo, en aquella triste mañana, cuando trataba de cumplir con mis obligaciones de fiel contribuyente, encontrándome, en vez de con facilidades por parte de la Administración, con una especie de muro insalvable, casi imposible de saltar.
Con motivo de la preparación de los datos anuales, del pasado 2008, para confeccionar la declaración de un impuesto, caí en la cuenta de haber sufrido un pequeño error en la última declaración de otro de ellos, tanto en el modelo trimestral como en el de su resumen anual. Animoso, resuelto a subsanar el error, ingresando en el Tesoro la diferencia observada, cogí el teléfono para solicitar información de cómo hacerlo, es decir de qué impresos debía rellenar y qué pasos seguir para corregir lo mal hecho.
Y aquí empezaron mis desventuras. Llamé por teléfono a la oficina de la Administración que creí oportuno y después de hacerme esperar, mientras me obligaban a escuchar una musiquilla indigerible, me dijeron que me había equivocado, que me dirigiese a una Agencia determinada, que es la que ahora se encargaba de eso, de resolver mis dudas. Así lo hice y escuché una nueva musiquilla –del mismo estilo que la anterior-, al tiempo que una voz discal (grabada en disco), me decía de carrerilla, sin dar tiempo a tomar anotación alguna, algo así como que si mi consulta era sobre A, pinchara el número 1; si era sobre B, que pinchara el 2; que si era sobre C, acudiera al 3; si sobre D, lo hiciera al 4. No pude tomar nota alguna, ni me dio ocasión para recordar tan veloces instrucciones, por lo que colgué el teléfono y volví a establecer comunicación, dispuesto a escuchar de nuevo y con mayor atención, así como a no perderme ninguna de tan prolijas instrucciones, dichas además con tan excesiva como innecesaria velocidad. Pude, en este segundo intento, deducir que, puesto que era sobre “A” mi consulta, debía pinchar el número 1, y así lo hice. Nueva e inaguantable musiquilla, y después de un rato, nueva e ingrata voz discal que decía: “No cuelgue; enseguida le atenderemos; el funcionario está atendiendo a otro contribuyente”. Quizá no fueran esas las palabras exactas, pero eso venían a decir. Y seguía la música, sin cesar, hasta que al cabo de otro rato volvía a sonar la voz discal, repitiendo por segunda vez lo de “No cuelgue; enseguida le atenderemos; etc., etc.,”. Y otra ración de música, bueno, de tabarra enlatada; y otra vez la voz discal, como venida de ultratumba, repitiendo lo de “No cuelgue; enseguida le atenderemos, etc., etc.”. Y así una vez y otra y otra y no sé cuantas.
Pero, por fin, una amable señorita me preguntó por mi problema. Le dije que, preparando los papeles para hacer una declaración anual, había observado el error sufrido en otra declaración de las que se hacen trimestralmente. No me dejó seguir; en cuanto escuchó de mis labios la palabra RENTA, me remitió al número 4, donde me atenderían. Pinché el 4, y nueva musiquilla, y nuevo “No cuelgue, etc., etc., etc.”, repetido una y otra vez, insistiendo en que el funcionario que debía atenderme estaba muy ocupado. ¿Qué tiempo pasó? No lo sé, pero de todas formas un tiempo excesivo y también abusivo. Se puso el nuevo funcionario, el del número 4, y volví a explicarle el motivo de mi consulta. Cuando hube acabado me dijo que eso no correspondía a su negociado, sino a otro, que volviese a llamar al número 1.
Y volví a pinchar el número 1, y volví a oír la musiquilla, y tornó la misma voz a repetirme por enésima vez lo de “No cuelgue usted, etc., etc., etc.”, y después de repetírmelo un montón de veces, volví a escuchar otra voz funcionarial –es decir impersonal- que me preguntaba por mi problema. Y volví a explicarlo, y, como en las dos veces anteriores, me remitió a otro número distinto, detrás del cual encontraría al funcionario que daría solución a mis dudas, que no eran otras que cómo hacer para ingresar en el Tesoro Público unos pocos euros, muy pocos, que no ingresé en su día por error.
Pinché ese cuarto número, oyendo de nuevo la odiada musiquilla y el cansado sonsonete de “No cuelgue usted, etc., etc., etc.”, que ya me iba sacando de quicio con su obstinada y cansina reiteración. Hasta tal punto se prolongaba esa absurda situación que, viendo lo que yo tardaba en salir de mi cuarto de trabajo, abrió la puerta mi mujer, extrañada por mi tardanza en volver a su lado. No sé que cara debió verme, que exclamó asustada ¿Qué te pasa? Debía estar congestionado, seguro. Sé que me temblaban las manos. Sin separar el auricular de mi oído, le expliqué lo que me estaba pasando, y aquí fue donde le dije eso de que “aquí quisiera ver yo a Larra”, oyendo lo del “No cuelgue usted, etc., etc., etc.”. No soy, nunca fui, hombre violento, pero en aquellos momentos me invadían impulsos homicidas. Se lo dije a mi mujer: “Si tuviera una pistola y al autor de esa musiquilla delante, me liaba a tiros”, Dios me perdone.
Al fin, después de más de hora y media desde que empezó aquel diálogo para besugos –una hora y cuarto, por lo menos, de horrenda musiquilla-, pude hablar con el cuarto y último funcionario, quien dio la solución a mi problema: Rellenar un modelo determinado, haciendo en él la rectificación oportuna, y, poniendo una X en una casilla que indica que es una “declaración complementaria”, hacer el ingreso oportuno en una entidad bancaria. Rellenar otro impreso, de modelo y número distinto, hacer la misma corrección, en este caso con cifras anuales, poner otra X en el recuadro “Declaración sustitutiva”, y presentarlo en la ventanilla de la Agencia a la que me estaba dirigiendo.
¿Ven ustedes qué fácil era todo, y qué difícil fue entenderse con aquella maldita musiquilla y aquel repetitivo sonsonete de “No cuelgue usted, etc., etc., etc.”?
¡Ah, pero si ahí hubiera acabado todo….! Pero no, todavía me faltaba otro funcionario, otro facilitador de mi tarea. Rellenados ambos modelos de impreso, e ingresados los pocos euros a que ascendía mi error, hube de desplazarme, trabajosamente apoyado en mi bastón, hasta las oficinas de la susodicha Agencia. Y menos mal que ese día no me tocó hacer cola. Dos funcionarios, sentados el uno frente al otro, estaban en animada conversación con un tercer colega, éste de pie derecho, venido de alguna otra dependencia, charlando amigablemente los tres de cualquier cosa, ajena al servicio por lo que alcancé a oír.. Hube de esperar breves momentos, hasta que uno de los allí sentados se dignó atenderme. Le saludé atentamente y dije que venía a presentar esa “declaración sustitutiva”. La miró, me dijo que no era necesaria, que podía volverme a casa con ella. Le dije que otro funcionario me había informado que sí lo era. Puso como mal gesto, volvió a mirar displicentemente el impreso, y finalmente se decidió aceptarlo, sellándome el duplicado. Volví a saludar, muy atento, feliz por haber logrado dar buen remate a aquella ardua empresa de corregir un error e ingresar poco más de cien euros en el Tesoro Público. De ellos, sólo me escocía que, tal vez, parte de los mismos fuere para pagar el sueldo a aquel desconocido inventor de la musiquilla de marras, la sustitutiva del clásico “Vuelva usted mañana” que vino a indignar a aquel joven escritor llamado Larra. De los diligentes funcionarios que me estropearon una mañana entera, nada digo. La culpa no era suya, sino del sistema que les había sido impuesto desde las ineficientes alturas como forma de llevar a cabo su trabajo.
Ya han pasado unos días, pero sigo pensando en el “Vuelva usted mañana” que Larra nos describió tan brillantemente en su inolvidable artículo, y declaro que lo prefiero al tormento de la insufrible musiquilla que llegó a sacarme de quicio y hacerme pensar en homicidios absurdos, aunque no del todo injustificados, Dios me perdone.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 28 Marzo 2009


(Publicado en www.esdiari.com del 11-05-09)

lunes, 4 de mayo de 2009

14/9 - LA "NACIONALITIS"

14-9

La “nacionalitis”

Hoy, 23 de Abril, de este revuelto año 2009, es día festivo en estas altas tierras de Castilla y de León, desde donde camino –con bastón, eso sí- hacia la meta. Es el Día de la Comunidad. No celebra ésta su “nacionalismo”, pues no creo que en toda ella exista ciudadano alguno que se sienta diferente del resto de los españoles, como integrante de una pretendida “nación” castellano-leonesa, conformándose –y ufanándose cada uno- con ser un españolito más, otro contribuyente, así de simple es la cosa.
La “nacionalitis” es un estado del alma, que a unos sobreviene a una edad, y a otros a edad diferente; como también es cierto que a unos nacionalistas los mueve un lucro personal –viven de ello-, en tanto que otros actúan desinteresadamente, por puro idealismo, los menos.
Yo me confieso haber padecido de “nacionalitis”, pero tuve la suerte de padecerla muy joven, casi niño, muy precoz el niño, sí, sin llegar ni tan siquiera a la adolescencia, esa edad en la que el espíritu empieza a revolverse con los nuevos sentimientos que en él van aflorando, conforme descubre el mundo y sus circunstancias, no todas afortunadas.
Éramos entonces, en Mahón, un pequeño grupo de amigos, todos ellos infectados del mismo mal, del dolor de sentirnos menorquines antes que españoles, e incluso antes que baleáricos. En aquellos años treinta y principios de los cuarenta, el trasiego de personas era muy limitado. Cuando recibíamos la visita de algún otro isleño, mallorquín o ibicenco, nuestra lengua, con su característico y suave acento, con claro predominio de las vocales débiles, nos hacía mirarle casi como a un extra-terrestre, por lo menos como a un extraño, cuando los oíamos hablar. Lo mismo nos sucedía con los contados catalanes que llegaban a “sa illeta”, generalmente viajantes de comercio, que tampoco hablaban nuestra melodiosa lengua menorquina. En nuestras conversaciones comparábamos, por poner un ejemplo, el homu menorquín con el homo de Mallorca, el homa ibicenco, o el rotundo home catalán, cada uno dicho con su peculiar acento y entonación. O comparábamos la ampolla catalana, con es bòtil menorquín; o el ruc catalán con es asa nuestro. Eran nimiedades, sí, pero a los ojos de un niño se agigantaban, haciéndonos sentir diferentes. Esas discrepancias en el lenguaje, y sobre todo en el acento, unidas a la fuerte sensación de insularidad –solos en medio del mar-, nos hacían soñar con una independencia no sólo del resto de España, sino hasta del resto de las demás islas del archipiélago, que nos eran extrañas. Con la península estábamos unidos –es un decir- por un barco correo semanal; primero, por el diminuto “Mahón”, pintado su casco de negro, como una cucaracha; luego, por alguna de las más modernas motonaves, como la “Ciudad de Barcelona”, de mayor calado y pintadas ya de blanco, que atracaban ante un viejo edificio llamado La Aduana, donde todo viajero debía abrir su equipaje ante el Vista y los carabineros, como si llegaran a una isla extranjera. Con Mallorca, había un enlace desde Ciudadela a Alcudia, ya no recuerdo si también semanal, o quincenal. Con Ibiza no teníamos relación alguna, como tampoco con el resto de la península. El aeropuerto, empezado durante la guerra civil, estaba sin terminar, y sin saber cuando se reanudarían las obras. Durante la guerra un hidroavión francés, un viejo Dornier, semanalmente hacía escala en el bonito y recoleto puerto de Fornells, más que nada para repostar gasolina en su viaje entre Marsella y Orán, entonces colonia francesa. (En Fornells nació el eximio poeta Gumersindo Riera, añorado amigo).
Se comprende fácilmente que aquel pequeño grupo de niños, precozmente madurados durante los tres años de insania colectiva, de guerra civil entre hermanos, de hambre, de miseria y de odio, aislados casi totalmente del mundo exterior, con dificilísima comunicación con el resto de los ciudadanos, oyéndonos hablar a nosotros mismos de un modo distinto del que escuchábamos de labios de los escasos visitantes que a “sa illeta” llegaban, pudiéramos llegar a infectarnos de un incipiente “nacionalismo”, declarándonos, en nuestro fuero interno, como independientes de toda España, incluidas el resto de las islas del archipiélago balear, de tan extraño acento y pronunciación para nosotros. Tan nacionalista llegué a sentirme que cuando íbamos a venir a la península, decía a mis amigos que nos íbamos a España; y cuando ya estaba en ella, en la Salamanca materna, la de las altas torres doradas, afirmaba neciamente, a mis nuevas amistades salmantinas, que había venido desde Menorca a España. Dios me haya perdonado.
No hace muchos meses recordaba yo mi “nacionalitis” en una poesía titulada “Viejos recuerdos menorquines”, publicada en este mismo Es Diari, el día 16-11-08, Nº 741, uno de cuyos párrafos decía así:

« Tan orgulloso estaba de mi isla que quise
que fuere independiente del resto de las islas,
y también, por supuesto, hasta del mundo entero:
La Isla de Menorca, Estado independiente,
lugar paradisíaco, sin robos y sin muertes,
donde todos podían dormir sin sobresaltos,
sin cuidar que su puerta “es quedasi tancada”,
sin vecinos en paro, sin pobres en sus calles,
donde todos vivían como buenos hermanos,
“travallant en silenci”, sin grandes apetencias,
contentos con su suerte, esperando con ansia
“qu’arrivasi s’estiu” para ir a bañarnos
a las viejas casetas, las del muelle del gas,
o ir a Cala Ratas, o llegarnos, andando,
“fins es Repòs del Rei, més enllá des Fonduc”,
o a las feraces huertas, las de San Juan, cercanas.»

Felizmente aquel ataque de “nacionalitis aguda” fue tan intenso como de breve duración. Tal vez influyera en ello que fue tan puro como suelen serlo todas las cosas infantiles, empezando por el amor y siguiendo con todos los demás sentimientos, libres todos ellos de intereses bastardos. Nos sentíamos independientes, mejor dicho diferentes, pero no soñábamos explotar nuestro sentimiento hasta el punto de hacer de él una manera de vivir, buscando o llegando a ocupar un cargo público, naturalmente retribuido.
Tal vez la sanación de mi “nacionalitis” pudo deberse al hecho de haber empezado a viajar, al salir de “sa illeta” y venir a Salamanca, de haber empezado a leer los muchos libros de la biblioteca de la casa de mis abuelos. Ya sabemos que don Miguel de Unamuno -que en Salamanca constituyó una trinidad de amigos con mi abuelo Ulpiano y con el doctor Villalobos-, era de los que creían que la “nacionalitis” se curaba viajando por otras tierras y leyendo, adquiriendo nuevas y más amplias experiencias, apartándose del campanario aldeano, huyendo de nuestro primitivo y limitado entorno natal. Menorca no fue mi tierra natal, ciertamente, pero en ella aprendí a hablar, conjuntamente, sin darme cuenta ni suponerme esfuerzo alguno, el castellano familiar y el menorquín de las personas –principalmente de los amigos- con los que convivía habitualmente, en la calle y en el colegio. En Menorca nacieron dos de mis hermanas, y en ella tengo un hermano enterrado. En la cripta familiar del doctor Roca, compañero y amigo de mi padre.

En una de mis posteriores singladuras peninsulares vine a caer en mi Extremadura natal, entonces casi tan olvidada y desconocida como Menorca. Un tren la cruzaba de norte a sur, paralelo a la Ruta de la Plata, y por sus estrechas carreteras apenas circulaban vehículos. Ya era un jovenzuelo, a punto de entrar en el Ejército, y volví a sufrir otro ataque de “nacionalitis”, soñando con lograr el engrandecimiento de aquellas dos vastas y olvidadas provincias fronterizas, y buscando la forma de reorganizar sus divisiones administrativas con la creación de una tercera provincia. Los dos ríos, Guadiana y Tajo, servían a mis proyectos, también compartidos con un pequeño grupo de amigos. Proponíamos una Extremadura Sur, la comprendida al sur del Guadiana, con capital en Badajoz; la Extremadura Centro, enmarcada entre el Guadiana y el Tajo, con capitalidad en Cáceres; y la Extremadura Norte, con capital en Plasencia, que abarcaría todas las tierras situadas al norte del río Tajo. No es necesario resaltar que era un ataque de “nacionalitis” bastante lógico, una idea, concebida sin ánimo de retribución alguna, solamente por considerarla más racional y por contribuir ella a dar mayor importancia a esa Extremadura Norte, donde estaba enclavado mi pueblo natal, Cañaveral, aunque no mis raíces, pues castellanos viejos eran mis padres. Tuve que salir de Extremadura, tuve que viajar, y también me curé de aquella segunda “nacionalitis” que me había asaltado a los veinte años.

Como observarán mis amables y condescendientes lectores, en estas líneas no ha salido por parte alguna mi amigo Polidoro Recuenco. No es olvido, no, ni ingratitud. Él apareció más tarde en mi vida, casi cincuentones ambos, con más desengaños encima que ilusiones nacionalistas, tal vez por el hecho de no haber vivido - ninguno de los dos-, de explotar nuestros respectivos pensamientos y sentimientos, sino del fruto de nuestros respectivos y a veces duros trabajos.
Lo que sí me hace notar Polidoro, después de leer lo que llevo escrito, es lo interesante que sería saber cuantos políticos quedarían, cuanto exaltado nacionalista seguiría en su diferenciador empeño, si el mantenimiento de esa tarea no fuere retribuida, si, para vivir, además de eso, de su afán, hubieren de trabajar, tal como tiene que hacer el pueblo llano. Las divisiones administrativas de una nación no responden a otra cosa que a conseguir un mejor rendimiento de la gestión gubernamental común. Todo lo que sea darles otro significado, es buscarle tres pies al gato. Si se tiende a una Europa común, una Europa de las naciones, ¿cómo renunciar a presentarse en su seno como una gran nación, con peso específico propio y suficiente –tamaño, población y poder económico- para dejarse oír entre ellas de igual a igual? ¿Para qué disgregarse, cuando de todos es sabido que la unión hace la fuerza? Lo único que aporta la disgregación, sabido es, es la multiplicación de cargos políticos retribuidos, soberbiamente bien retribuidos. De ahí viene, creo yo, esa epidemia de “nacionalitis” que nos avasalla, cuyos representantes, salvando las contadas y honrosas excepciones, pretenden hacer de su enfermedad su cómodo medio de vida.
Vuelvo a insistir, como siempre hago, en que no existe ánimo de ofensa en cuanto digo, y si alguien se siente ofendido no tengo inconveniente en ofrecerle mis disculpas y hasta pedirle perdón. A los ochenta y tres años, lo menos que se le puede permitir a uno es pensar en voz alta, en la seguridad de que su pensamiento no esconde ocultos intereses, sobre todo económicos, ni ánimos ofensivos. Ya no está uno para eso.
De todas maneras, como fiel expresión de mi manera de pensar, traigo aquí, como colofón, lo que en su día (25-5-1993), escribí respecto a esto, y que dice así:

POR MUCHO QUE LO PIENSE... (273)

Por mucho que lo piense,
-te lo digo-,
no sé de dónde soy.

He vivido
en tan varios lugares
que no atino
a decir si me siento
de este sitio,
o, si por el contrario,
de distinto.

Mi corazón se ha roto
y dividido
en un peregrinaje
por caminos
sin meta definida
ni principio ,
en los que fui dejando
-a trocitos-
ilusiones y sueños
y cariños...,
y hoy ya me es imposible
el deciros
si me siento extremeño,
-por nativo-,
menorquín, -por crianza-,
salmantino,
-mis raíces maternas-,
o deciros
que soy un abulense
adoptivo,
con veintisiete años
de vecino
y de contribuyente
sometido.
Mi corazón lo tengo
repartido
a lo largo y lo ancho
del camino,
y sólo decir puedo
a mis amigos
que soy de cuantas tierras
he vivido.


(De mi Libro: “Itinerario sentimental.- III. Canciones abulenses”)
(Publicado en www.esdiari.com Nº 613/04-06-06
y en www.avilared.com del 28-06-06)

Os voy a confiar un secreto, estimados amigos lectores: ¡Sigo soñando con Menorca! ¡Cada día más!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 23 Abril 2009

(Publicado en www.esdiari.com el 4-05-09)