martes, 21 de julio de 2009

23/09 - ZOZAYA Y MIS REENCUENTROS ESTIVALES

23/9

Zozaya y mis reencuentros estivales

Esto es como un rito, sí; rito que gusto repetir año tras año. Empieza el veraneo y en esta segunda casa, donde guardo viejos libros, unos comprados, muchos otros heredados, me solazo con la relectura de algunos de ellos, muchos subrayados una y otra vez, testimonio el subrayado de que cada año descubro algo nuevo y deleitoso en su relectura. Este que tengo entre manos lo heredé de mi padre. Lo leí la primera vez siendo un muchacho, allá por el año 1939, estando viviendo todavía en Mahón, y sirvió para aficionarme a las buenas lecturas, en el doble sentido de fondo y forma, dualidad necesaria e imprescindible para que un libro perviva a través de los años.
Es un tomo editado en 1928, en homenaje de los lectores -y a costa de éstos-, hecho a su eximio autor, un periodista de pro, escritor de más de cuatro mil artículos, todos ellos muestrario de “las ideas de justicia y bondad, respeto a las cosas y a las personas, y optimista y consoladora esperanza, que es la última palabra de todos mis libros”, como dice él, en un acto de humildad, para justificarse de la aceptación del homenaje que se le hacía. Cada vez que leo esas palabras no puedo por menos de envidiar a ese ilustre y culto periodista, que pudo cerrar sus artículos con palabras de optimismo y esperanza, eso que yo intento hacer una y otra vez en mis comentarios semanales, publicados en este acreditado Es Diari menorquín, sin lograrlo.
Y es que no puedo, lo confieso, me gustaría ser optimista y ver esperanzado el futuro que nos aguarda –a mí por poco tiempo ya-, pero el espectáculo “arrebatacapista” que nos ofrecen nuestras Señorías y moscones circundantes, no me lo permite. Sería mentir decir lo que no siento, mejor dicho, lo que no me dejan sentir, que ¿qué más quisiere yo que sentirme optimista?
Tenía yo dos años cuando ese homenaje que digo, plasmado en la edición de ese libro, y el periodista homenajeado se declaraba ya anciano –(“los melancólicos días de mi ancianidad”, decía)-, aunque tan sólo contaba entonces sesenta y nueve años, que no en balde nació el año 1859. Cúmplese ahora, pues, en este año 2009, el sesquicentenario de su nacimiento. Los comparo, esos sesenta y nueve años suyos, con los que yo cuento, ochenta y tres, y no acierto a comprender que se considerase anciano, aunque sí que fuese optimista y esperanzado. Al fin y al cabo, eran otros tiempos.
Ese periodista y también filósofo, era don Antonio Zozaya You, madrileño de nacimiento, hombre de espíritu eminentemente liberal, autor de numerosos libros, unos treinta, fecundo articulista –gran parte de sus artículos publicados en el diario afín a su ideario, El Liberal-; por sus méritos fue nombrado por el Gobierno provisional de la República, en el año 1931, director del Patronato de la Biblioteca Nacional.
Al releer el prólogo de ese libro, al llegar a la protesta de ancianidad que hace su autor, recuerdo un párrafo de una poesía escrita en el verano de 1996, estando en Almuñecar. Tenía yo entonces setenta años, parecida edad a la de don Antonio Zozaya -69- al hablar de esa ancianidad que dice tener. Pues bien, yo, con un año más, escribía así:

“”A pesar de la edad, yo no me siento
como casa dispuesta a su derribo,
es decir como anciano ya caduco,
más cerca de lo muerto que lo vivo,
más cerca de la meta de llegada
que del punto de arranque de mis bríos.

Condescendiendo un poco, me confieso
algo así como “un joven muy crecido”,
al que algunos achaques corporales
limitan movimientos y designios,
impidiendo que pueda hacer locuras
como siempre su cuerpo le ha pedido”

Me rebelo contra la palabra ancianidad, y prefiero decir que soy persona adulta, enferma y medio inválida, pero jamás anciano. Eso, nunca. Creo que es en el único punto en que discrepo de mi admirado don Antonio.
No sé si debido a que me va flaqueando la memoria –la reciente, no la remota-, muchas de las cosas que vuelvo a ver, a leer, incluso a oír, me parecen nuevas. De don Antonio Zozaya, conservo de un año para otro la memoria de su limpieza y corrección de estilo, lo brillante de su prosa, la claridad y amena rotundidad de sus frases, la originalidad en la exposición de sus ideas, la abundancia de su léxico, todas esas pequeñas cosas que a lo largo de una vida, reunidas ellas, sirven para mostrar la calidad del escritor. Por eso mismo, por guardar de un año para otro esa grata memoria en cuanto al autor y a su obra, es por lo que, apenas llegó aquí acudo a releer ese libro, que siempre me parece nuevo, titulado “Ideogramas”, que guardo como un tesoro. De paso, al cogerlo, recuerdo a mi padre, su anterior tenedor, que me lo dio a leer entonces, y también aquel Mahón de mi infancia, el de la década de los treinta del pasado siglo, tranquilo y apacible, supongo que muy distante del ajetreado Mahón actual, del que falto hace tantos años.
Y esa misma flaqueza de memoria de la que me quejo, es la que me hace ver como nuevas las cosas que he visto antes -que vuelven a sorprenderme-, y las que releo una vez más, permitiéndome gozar de nuevo plenamente de ellas. Apenas he dado comienzo a la relectura de “Ideogramas”, don Antonio ha vuelto a maravillarme con la exquisitez de su prosa, y con lo que con ella va diciendo –que vuelvo a descubrir-, como si fuese dicho sin esfuerzo alguno, pero también sin palabra alguna que falte o sobre para completar las frases, y con ellas el artículo completo.
He dado comienzo a la relectura de la primera parte, nueve artículos entresacados de su libro “El huerto de Epicteto”, que presenta agrupados como “Viejas disertaciones”, que los veo subrayados a trozos, unas veces con lápiz rojo, otras con bolígrafo, otras con lapicero de grafito, lo que manifiestamente indica que han sido leídos una y otra vez, año tras año, sin cansarme jamás de su lectura.
No resisto la tentación de reproducir aquí uno de esos subrayados: “Haber vivido bien, eso es lo que interesa”, sencilla y profunda frase –casi perogrullada-, que me trae a la memoria la forma de vivir de muchos, de demasiados, personajes y personajillos actuales –y felizmente transitorios, gracias a Dios, como cualquier otro mortal-, cuya forma de vivir parece acomodarse más a la norma de “Haberse enriquecido es lo que importa”, aparte de que con su tortuosa conducta y desmedido enriquecimiento también parecen creer que tienen asegurada una vida poco menos que eterna, en la tierra, claro.
No quiero caer en la suplantación y escribir este artículo acudiendo al cómodo remedio de ir transcribiendo citas de don Antonio -que muchas tiene donde elegir, y buenas-, pero no puedo por menos de transcribir ésta, que suele acudir a mí en muchas ocasiones, cuando intento dar comienzo a alguno de mis comentarios y encuentro dificultades para ello. Dice así: “Las tres cosas más difíciles son tomar la embocadura a una flauta, divertirse cuando lo manda el médico, y comenzar un capítulo”. ¡Qué razón tiene! Por lo menos en las dos últimas, que en la primera, por carecer de dotes musicales, lo ignoro, aunque basta con que él lo afirme así, para darlo yo por cierto.
Otra de las riquezas que nos ofrece este autor es la de su léxico, ese acervo de palabras, muchas de ellas de muy escaso uso, pero no por ello ociosas en una escritura culta, al par que de agradable y enriquecedora lectura.
Y finalmente, por no alargarme más, vuelvo a insistir en su limpieza al escribir, como decía antes y ahora repito. Lo contrario de lo que ahora hacen muy distinguidos escritores contemporáneos, novelistas afamados unos, académicos ilustres otros, acreditados articulistas los de más allá, etc., que, no sé si por hacerse los graciosos, o entendiendo equivocadamente la modernidad o el realismo, no dudan en usar del taco o de la palabra gruesa, sin pensar en el pernicioso influjo que ejercen sobre lectores jóvenes, que les toman como modelos a seguir. No pretendo transformar al escritor en un docente, pero no se le puede negar su participación, tal vez involuntaria e inconsciente, en esa labor educadora que desempeña todo el que, de una u otra forma, se manifiesta en público. Y el pecado de escándalo –aunque no pase de “escandalito”- no ha sido abolido todavía de nuestro Decálogo, o de nuestras elementales normas de urbanidad -como usted prefiera-, esas normas que, junto a las legales, hacen posible la vida en sociedad. ¿Por qué recordaré aquí aquello de “Epicurii de gregi porcos”, estudiado hace mil años? Hasta la próxima semana, amigos. Si hay suerte y me conceden prórroga, claro.
Y finalmente, con licencia de ustedes, doy mi enhorabuena a mis distinguidas, jóvenes y cultas amigas, Leonor y María Zozaya Montes, profesoras universitarias ambas, felicitándolas por el extraordinario bisabuelo que tuvieron, de los que siempre entraron pocos en arroba.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
El Barco de Ávila, 10 Julio 2009

(Publ. en www.esdiari.com del 20-07-09)

lunes, 13 de julio de 2009

22 - EL PUERTO DE ARREBATACAPAS

22/9

El puerto de arrebatacapas

Este puerto de arrebatacapas se está convirtiendo en un sainete tragicómico, en un cuadro de costumbres –no recomendables, por cierto-, pues costumbre se han hecho los despropósitos que nos muestra o deja entrever la ambigua ralea política, ubicua y omnipresente en todas partes y en todos los niveles. Toda ella, que aquí no se escapa nadie. Todos quieren ser actores –y beneficiados-, sin someterse previamente a prueba que acredite su capacidad, y todos ellos, a cual mejor retribuido. Llega un momento, en que a fuerza de mirar el espectáculo, se confunde todo, ideas, personas, acciones y desaguisados; centralismos trasnochados, inoportunos autonomismos, desaforados nacionalismos, egoístas provincianismos y hasta ridículos aldeanismos; meteduras; de pata, corrupciones y enjuagues; nepotismos diestros y siniestros y hasta intermedios, masculinos, femeninos y epicenos, hasta llegar a constituir un cuadro abigarrado, excesivamente cargado de personas, personajes y personajillos –más de estos últimos-, que llega a turbar al espectador desprevenido que pretende entender de qué va la función que ante él se desarrolla, que rumbo lleva la nave en la que vamos embarcados. Tal vez, en ocasiones, pueda ser debido a la escasa luz que –¿deliberadamente?- ilumina el espectáculo; tal vez falta de enfoque adecuado, tal vez cansancio ante la monotonía de la farsa, la iteración y falta de interés del argumento, el hartazgo de tener que soportar a los mismos actores, con parecidos o iguales comportamientos –poco ejemplares en ocasiones-, no lo sé, la verdad sea dicha, pero casi todo lo considera uno “déjà vu”, ansiando descubrir nuevos actores, estrenar función con argumento nuevo, y sobre todo otro estilo y otras formas nuevas, de dirigir y de interpretar, de saber comportarse, en suma.
Y lo grande es que no sabe uno si es preferible esta semi-oscuridad del escenario, esta provocada falta de enfoque, incluso esta sordera inducida o esta ceguera aconsejada, que la clara visión y entendimiento de la tragicomedia en que vivimos. Para lo que hay que ver…

Mi amigo Polidoro, a quien inquieta y desconcierta en grado sumo comprobar la mansa aceptación del “arrebatacapismo” circundante, del que apenas se pueden abarcar sus límites, importancia y trascendencia, sostiene la teoría –válida para visitar cualquier pinacoteca-, de que estando muy cerca del cuadro no se aprecian sus detalles, de que hay que guardar cierta distancia para verlo mejor, distancia que se adquiere con la edad del espectador y usando de ciertas normas éticas de interpretación, cada día más olvidadas, cuando no abiertamente rechazadas, especialmente por los actores de la farsa.

Puede ser que tengas razón, Polidoro –le digo-; la edad avanzada –la tuya y la mía, por ejemplo-, esta que obligadamente nos conduce al desasimiento de todo, a la renuncia forzosa de unas cosas –antes apreciadas-, y a la voluntaria de otras, convencidos ya de la inanidad de las mismas, puede situarnos en condiciones privilegiadas de alejamiento para contemplar este cuadro, estos actores y sus ridículas interpretaciones sobre el escenario político, que, desde luego, no merecen aplauso. Ni pitada tampoco, pues la buena educación no debe perderse jamás. Ni aunque lo visto y oído sobre el escenario llegue a producir asombro, cuando no indignación. Y hay momentos en que es tan insólito e increíble el espectáculo, que incluso -pasado el asombro inicial-, si se goza de este prudencial alejamiento, puede uno –como tú me dices-, estallar en carcajadas al ver como se mueven, gesticulan, se agreden e insultan los polichinelas de turno.

Sí, José María –me responde-, esos grandes cuadros que pueden verse en nuestros museos, con muchos personajes en primer plano e innúmeros figurantes alrededor, como no te alejes de ellos no alcanzas a verlos con nitidez. Entonces te quedas asombrado de la belleza de la pintura y de la capacidad artística de sus autores. Ahora, con el cuadro panorámico político, visto desde lejos, te pasa lo mismo, pero a la inversa, y no puedes –si no quieres echarte a llorar-, que reírte a mandíbula batiente, del cuadro en general, de sus personajes centrales, de los personajillos adheridos, de la conducta observada por bastantes de todos ellos, de la ausencia de sentido común en el modo de obrar, ese sentido común por el que rogaba a Dios mi esposa, de que hablábamos en anterior comentario. Y no incidamos de nuevo –aunque tal vez sería necesario-, en lo de la “acrisolada honradez” y el “acendrado amor a la Justicia”, que mi mujer añadía en sus preces al Señor, y que yo –desde entonces- he hecho mías.

Vamos Polidoro –mejor dicho nos llevan, forzadamente- por buen camino. Leo hoy que en el primer semestre del año que sufrimos, han cerrado el negocio 87.000 autónomos. Cada día que sale uno a la calle se encuentra otro nuevo local de negocios que ha echado el cierre y otros varios que lo anuncian, ofertando en saldo su mercancía. A mí se me cae el alma a los pies. Cada cierre supone una serie de tragedias encadenadas: La del dueño de negocio, la de sus empleados –que pasan a engrosar el paro-, la de los acreedores que se quedan sin cobrar la mercancía que entregaron en su día, y finalmente –por no ahondar más- la del dueño del local, que deja de cobrar la renta, muchas veces imprescindible ayuda para sobrevivir, tal el caso de vivir el arrendador sin otra fuente bastante de ingresos. Salir a pasear y ver escaparates se está convirtiendo en cosa del pasado; ahora es a pasear y ver cartelitos de “Se alquila”, verdaderamente entristecedores. ¡Para echarse a llorar! Aunque tú me digas que para echarse a reír. Como no sea con lúgubre risa…, la risa del ahorcado. Pero en fin, la política es tan atrayente y remuneradora que no merece la pena preocuparse por nada de lo que pasa alrededor. Siempre que te dediques a ella, claro. Lo malo es para los que no se dedican, no viven, de la política, a los que, encima de sus preocupaciones, quizá para que se rían, se les asegura que todo va bien, y que a la vuelta de la esquina todavía irá mucho mejor. Las palabras de consuelo a una persona se le prodigan al verla en fase preagónica, un caritativo engaño, cuando lo que necesita son medicinas acertadas, intervención quirúrgica urgente si es preciso, no eso de “Hoy tiene usted mejor cara, seguro que a la semana que viene le mandan ya a casa”. A casa no sé, pero al cementerio, seguro.

A mí, José María –me dice-, no hay quien me quite de la cabeza que la culpa, más que de los políticos, es del culto al dinero, culto que se ha instaurado universalmente, que se ha institucionalizado oficialmente, unido esto a la relajación de la ética, con olvido de una serie de principios por los que nos regíamos los hombres, cuya observancia servía para medirlos y clasificarlos: Honrados, y los otros. Y es compresible que se quiera ganar dinero, asegurarse el porvenir, pero de eso a la acumulación media un abismo. Y digo yo que ¿para qué? La vida es tan corta y pasa tan rápida que de nada les va a servir lo acumulado. Es de lo que hablábamos antes, de que es precisa una distancia para poder apreciar las cosas, y los ochentones, a punto de cumplir la fecha de caducidad, nos damos cuenta de la inanidad de esas riquezas, sobre todo relacionándolas con las formas y modos con las que se han adquirido, no pocas veces a costa de indignidades y sacrificios ajenos. ¿Qué esto es filosofía barata? Pues claro que sí, y con ella basta para ir con la frente alta y la conciencia limpia, que es de lo que se trata. Eso de dimitir antes de que nos cesen, o eso de que le cesen a uno a la fuerza, por corrupto, o engañar para que te voten, o que no te vuelvan a votar por haber engañado o por ineptitud manifiesta, podrá estar muy bien pagado, pero sólo en moneda, no en consideración de los hombres de bien. No quiero, ni busco, ofender a nadie, y si usted, Señoría, no se encuentra incluido entre los adoradores del becerro de oro, entre los que anteponen la satisfacción del ego a la satisfacción de las necesidades públicas, al cumplimiento del deber, no sabe cuanto me alegra y satisface, aprovechando esta ocasión para felicitarle, y para felicitarme también a mí, como le dije en una ocasión a un político probo, al que conocía por sus obras, cuando lo reeligieron.

Sí, Polidoro –le digo-; no insistas y déjalo ya, serénate, que todavía se pueden encontrar políticos instruidos, honrados y justos, aunque tú no los conozcas. Te lo aseguro. La pena es que no haya más, dicho sea todo esto “animus iocandi”.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 6 Julio 2009

(Publicado en www.esdiari,com el 13-07-09)

20 - TESTGOS DE CARGO

20/9
Testigos de cargo

Llevo unos días pensando en ello. Hay que ser muy iluso para creer que lo mal hecho –mal hecho, mal dicho, mal adquirido-, puede permanecer oculto siempre, toda la vida en la oscuridad más absoluta, sin que nadie se entere de ello. Nunca. Debo advertir que hace muchos años que puse en entredicho las palabras “siempre” y “nunca”. La vida me enseñó a no fiarme de eternidades terrenas y a saber que si algo la caracteriza, a ella –la vida-, y a los que vivimos en este mundo, es la transitoriedad de las cosas, de las ideas, de las modas, de los medios, de los modos, etc., y sobre todo de las personas. Por algo dice un proverbio árabe que basta sentarse a la puerta de tu casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo, adagio, refranillo o frase hecha que evidencia la transitoriedad de todos, del primero al último. Todos pasamos. Por muy importantes que nos creamos ser, por mucho que engolemos la voz intentando sentar cátedra, por mucho que nos empinemos, por mucho que enarbolemos el importante cargo que nos dieron, la mayoría de las veces sin merecerlo. Somos simples pasajeros. Y además de muy corto viaje.
Pero sí, creo admisible utilizar lo de “siempre” referido al caso o casos concretos a que vagamente aludo, sin pararme a profundizar en ellos. Al fin y a la postre, la porquería huele mal al removerla, aunque algunos se obstinen en hacerlo. Así pues, no removamos. A mi entender, una cosa es dar la noticia –de lo puerco-, y otra muy distinta reiterarse en pregonarla con todo detalle, desde quien lo hizo, hasta cómo o cuando lo hizo. No lo sé, tal vez sea necesario hacerlo así, sobre todo si la obstinada realidad nos demuestra las escasas responsabilidades que se exige a los autores de los desaguisados. Por lo menos, avergonzarles, someterles a la rechifla general.
A lo que yo me refería es a que hay que ser muy primo, por decirlo de algún modo, para creer eso que decía al principio, de que lo mal hecho, dicho o adquirido, puede permanecer “siempre” oculto. No sé ciertamente si el hombre es un ser sociable, pero la vida me ha forzado a creer que el hombre vive obligadamente en sociedad, no tiene otra alternativa, rodeado de otros hombres, observado por éstos, potencialmente sujeto a la crítica ajena. También a la alabanza, aunque ésta –casi siempre reservada para el poderoso-, se dé en muy contados casos. Se prodiga más la crítica que la loa, sobre todo entre prójimos cercanos –jefes y subordinados-, cuyas acciones pueden ser más fácilmente controladas, por trabajar juntos, por tenerlas ante los ojos, por su evidencia y desproporción, por mucho que el observado trate de ocultar o enmascarar su vida. Y con ella, sus torpes acciones.
Ese vivir en sociedad adquiere tintes especialmente peligrosos cuando el sujeto, por razón de su status, de su poder, de su dinero, de sus éxitos, de su primacía jerárquica de cualquier tipo, necesita del concurso de quienes le rodean para realizar sus hazañas, para cumplir sus caprichos, cometer sus desafueros, hacer sus viajes, o para mantenerse en el puesto. Aunque en un principio pueda darse la lealtad al jefe, que no es otra cosa que dar por bueno lo hecho por éste sin entrar en indagaciones, con el paso del tiempo, dada la imperfección humana, se esfuma el halo de perfección con que se adornaba éste al comenzar la relación, y al suceder esto, quienes le rodean o de él dependen, van tomando nota de aquello que, en ese jefe, no se ajuste a una recta norma de conducta.
Recuerdo el caso de un interventor general de una importante sociedad de crédito, que coleccionaba cuantas pruebas iba adquiriendo de la falta de honradez del director de la misma, no de las faltas de honestidad, como ahora dicen algunos, confundiendo el culo con las témporas. Desde un principio empezó a hacer esto de la recopilación para cubrirse las espaldas, buscando demostrar que su firma –la de interventor, dando el visto bueno al abono de los gastos presentados a cobro por ese director-, venía estampada más abajo y con fecha posterior a la de su superior jerárquico ordenándola. Si no hallaba correcta o justificada debidamente la factura que se le presentaba a examen, la devolvía a su jefe, con una nota, rogándole que la regularizara previamente con su firma. Sabía que, en cierto modo, se hacía cómplice de los desafueros del director, pero se excusaba en la creencia de no haberse beneficiado y en la de actuar, al dar su visto bueno, obligado por fuerza mayor: La de su desalmado “superior”.
Era en el tiempo de las pesetas, de añorada memoria. Por ejemplo, el director presentaba al cobro una factura por gastos de dos días, realizados por él en un viaje a Córdoba, por un importe de seiscientas mil pesetas. Ante la enormidad de la cifra, sin entrar en si la factura era real o simulada, devolvía la misma al director para que éste la autenticara y diere el conforme a la suma, estampando su firma y fecha de aprobación. El director –según le decía un subdirector amigo-, se subía por las paredes con la exigencia del interventor, subordinado suyo, pero se veía obligado a estampar su firma y fecha si quería cobrar. Al volver la factura al interventor, éste fechaba distintamente y firmaba luego, aprobando el abono. De cada movimiento o viaje que hacían estas facturas –entre intervención y dirección-, sacaba el interventor sucesivas fotocopias que guardaba cuidadosamente en una abultada carpeta. A nadie enseñó jamás las pruebas recogidas, al fin y al cabo no buscaba hacer daño al jefe, tan sólo demostrar que tales pagos habían sido autorizados previamente por el mandamás de la casa.
Ya murió aquel escrupuloso interventor, sin que tuviera que usar de aquellas pruebas prefabricadas en su descargo, previendo que un día se descubriere el pastel –los abusos del señor director-, y se pretendiere involucrarle en el despojo de la entidad. Si el director dice que una factura es corriente y puede pagarse, ¿qué va a hacer un subordinado, por muy interventor general que sea, sino firmar la orden de pago? Le va el puesto en ello.
He conocido gentes que coleccionaban toda clase de desafueros alcanzados a percibir por ellos, desde faltas de puntualidad de sus jefes, pasando por ausencias injustificadas, utilización de personas y de medios –desde ladrillos hasta viajes en avión oficial- en provecho propio, rápidos enriquecimientos de no justificado origen, muestras de exhibicionismo incontrolado, vida desordenada, casos de doble vida, actos de flagrante nepotismo y además reiterado, traiciones solapadas, etc., etc… ¡Son tantas las ocasiones que se dan para apartarse del recto camino! Sobre todo cuando el caminante es hombre poderoso. Que no en balde el poder enceguece a quien lo tiene. ¡Y qué difícil es caminar rectamente cuando se está ciego
Pensando en esa mutua dependencia, en esa insoslayable relación que nos une a los hombres todos, vuelvo a decir que no comprendo las conductas de ciertos individuos, que actúan como si vivieran en solitario y en solitario pudiesen cometer sus desafueros, olvidando que otros ojos habrán de ver cuanto hacen, otros oídos oír lo que dicen, y otros interventores controlar sus desmanes económicos, como le sucedía a aquel director que digo.
Y dichoso aquel a quien su fiscalizador no pretende hundir, que sólo busca cubrirse las espaldas con esa acumulación de pruebas en descargo propio, como hacía el interventor citado antes. No es lo corriente. Unas veces motu proprio, muchas otras por encargo, se vigila al jefe y se toma nota de sus desmanes con el fin de hundirle a la primera ocasión que se presente, al primer desafuero de envergadura en el que se le coja, al primer desencuentro que con él se tenga, cuando no a la primera vez que no se someta dócilmente o no quiera compartir el fruto de sus desmanes. ¡Son tantos los motivos y tantas las causas…!
Todos, pero muy especialmente el hombre dotado de poder, vivimos en una especie de escaparate, a la vista de los demás, y nadie con mediano seso, por mucha urgencia que tenga, muestra sus miserias en público o se pone a rascarse los entresijos a la vista de todos, convirtiéndose en objeto de mofa, de chufla o de pitada general, al verle en tales apreturas.
Pues eso es lo que hacen algunos, el ridículo, al dejarse llevar por sus acuciantes aires de grandeza y creerse a cubierto de miradas ajenas, en ese momento y siempre, a perpetuidad. Actúan como si estuviesen solos en el mundo. Tal vez por creernos a los demás unos seres insignificantes, casi inexistentes, diría yo. Y desde luego, prescindibles.

Mi amigo Polidoro, que entra ahora en mi cuarto de trabajo y ha leído lo hasta aquí escrito, añade:
-A los que así obran, según los entendidos en la materia, se les puede aplicar en descargo de sus irregulares conductas, que quizá pudieron actuar movidos por una fuerza incoercible, fruto tal vez de algún viejo complejo de inferioridad adquirido en su infancia, como buscando resarcirse de antiguas privaciones, de las que se avergüenzan.
-No sé, Polidoro –le respondo-; más bien creo que pudiera ser producto de una indigestión, de un exceso de poder mal digerido, cuando no de súbita ceguera al alcanzar lo que jamás soñaron. Ni tal vez merecieron. De todas formas, unos pobres ilusos. Me recuerda esto lo que dice el Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, en su Fábula del león enfermo, del Libro del Buen Amor: “Y como ya dice Jesuscristo, no hay nada tan escondido / que con el paso del tiempo no se sepa”. El paso inexorable del tiempo, sacando a la luz sus hazañas, se lo viene a demostrar. A su pesar. No están solos en el mundo. Todos estamos vigilados, y ellos más. Esa vigilancia va en el cargo.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 22 Junio 2009


(Publicado en www.esdiari.com el 29-6-09)
21/9

Urnas, ¿a favor, o de castigo?

Ya fueron, ya quedaron atrás las elecciones al Parlamento europeo, ya votamos –los pocos que lo hicimos- y ahora, ¿qué? Pues ahora, “na”. A seguir igual, y pidiendo a Dios o al diablo –cada cual elija intercesor conforme a su gusto o sus creencias-, ahora, a pedir que no vayamos a peor. Que es lo previsible.

En tanto no se conciban los cargos políticos –me dice mi amigo Polidoro-, como una carga, mientras no prime en la casta política la vocación de servicio sobre la de autoservicio, en tanto no se deje de pensar en el ejercicio del cargo como solución de los problemas personales de cada uno –de ellos-, en considerarlos como fuente de ingresos seguros y a ser posible casi vitalicios, o por lo menos aseguradores del futuro –también de ellos-, mal camino llevamos. Aquí siempre priman “ellos”. Faltaría más.
Y que nadie se escandalice por lo que digo –agrega Polidoro-, que contra nadie en concreto se dice esto, pero mírese a sí mismo cada uno y saque conclusiones comparando lo que era antes de meterse a redentor del género humano con lo que ha llegado a ser después, y ello sin necesidad de estudios y mucho menos de reñidas oposiciones. Es lo bueno que tiene la política, que es engendradora de ciencia infusa, y que -metido en ella- hasta el más lerdo e ignorante puede hablar ex cátedra. Y así nos va, ciertamente.

Puede que tengas razón, Polidoro amigo –le respondo-. Es doloroso tener que decir esto; más grato resultaría para cualquier contribuyente poder coger el botafumeiro y sahumar a sus señorías, de cabo a rabo, como si en verdad fuesen lo que ellas creen ser, casi dioses. El poder enceguece, de eso no hay duda, y ello hasta tal punto que sus ojos –los del político ejerciente- vienen a distorsionar voluntariamente, al par que complacidos ellos, las realidades sobre las cuales sobrenadan, flotando y meciéndose sus señorías como en un mar de irrealidades, las que íntimamente se forjan ellos para vivir felices, o les falsean sus más próximos y obligados seguidores, ebrios aquéllos con los aplausos de éstos, muchos de los mismos -de éstos-, discretos “sobrecogedores”, es decir beneficiarios, en un sentido o en otro, de sus mercedes.

Veo la tele, José María -sigue hablando Polidoro-, y en ella aparecen viejos conocidos, y al verles actuar, gesticular y pronunciarse con engolamiento, con aires de autoridad y hasta con cierto empaque doctoral, rodeados de un halo de suficiencia y sabiduría, queda uno admirado de ver lo que han subido y prosperado, lo mucho que han aprendido en tan pocos años, cuando ninguno de los que les conocíamos dábamos dos cuartos por ellos ni les augurábamos un futuro con una situación tan cómoda y despejada como la que ahora disfrutan. Con las obligadas y naturales excepciones, claro. Eso no se discute, que de todo hay en la viña del Señor. Todos mis respetos para los no comprendidos en esta inane crítica, y hasta para los incursos en ella, que con la misma no se pretende ofender ni derrocar a nadie. Simplemente, opinar, sin “animus offendendi” alguno.

Así es, buen amigo –le respondo-. Inútil es decir que me alegra ese ascenso, político y económico, de todos ellos. Nunca fui envidioso del bien ajeno, renunciando a cuantos envites se me hicieron para ingresar en uno u otro partido, ocupar uno u otro cargo, que no en balde, en un detenido examen de conciencia y de aptitudes, practicando el “nosce te ipsum” de los clásicos, siempre reconocí mi total ineptitud para ingresar en la casta política, mi incapacidad para esas lides. Preferí conservar mi independencia y poder aplaudir o callar a mi antojo, sin someterme a servidumbres político-jerárquicas. Si alguien creo que acierta –sea quien sea, del partido que sea, azul, blanco o colorado-, lo aplaudo; y si estimo que yerra, me guardo las manos en los bolsillos. No, no es necesario silbar para manifestar el descontento, nunca supe hacerlo, ni me pareció educado; basta con rectificar el voto, cuando llegue el momento oportuno. Casi es para lo único que sirven las urnas, ideadas éstas más para los votos de castigo que de otra cosa, por lo menos votos de desaprobación, urnas para el periódico tirón de orejas al incumplidor, fatuo o ignorante. Es triste que así sea, pero cuando llegan las elecciones doy en pensar siempre que lo que se avecina no son elecciones, sino reprobaciones, votar “en contra de”, no votar “a favor de” nadie. Pocos, con su conducta, invitan a seguirles, ni -votados una vez- a prorrogarles la confianza puesta antes en ellos. Esa es la triste verdad, por mucho Presupuesto que gasten o derrochen en ocultarla a nuestros ojos. Es por lo único que jamás falto a las elecciones, y vive Dios que me gustaría que no fuere así, que pudiere acudir a votar ilusionado, pletórico de fe en el buen hacer de los elegidos, creyendo en su honradez, en su acendrado amor a la justicia, en lo acertado de sus futuras decisiones adoptadas en bien de todos, en su buen “seny”, en fin.

El otro día –me dice Polidoro-, sorprendí a mi mujer rezando en voz alta, creyéndose sola. Al final de sus rogativas por los familiares y amigos vivos y muertos, la oí rezar por los que tienen hambre de pan y sed de justicia, por la paz del mundo, y por los políticos que nos gobiernan, diciendo “Señor, ya que no inteligencia, dales sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia”. Nunca había creído que mi mujer, persona sencilla ella, se atreviere a pedirle tanto al Señor. No sé si le harán caso en los cielos. No le dije nada; que por rezar ella no quede pendiente la realización del prodigio impetrado tan piadosamente. Aunque me quedé pensando en su ruego: “Sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia”. ¡Ahí es nada! ¡Qué Dios la oiga! Pensándolo bien, nos conformaríamos con lo de “acrisolada honradez”, digo yo.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 1º Julio 2009

(Publicado en www.esdiari.com el 6-7-09)