jueves, 26 de febrero de 2009

6/9.- DESPIDOS EN TIEMPO DE CRISIS

6/9: DESPIDOS EN TIEMPO DE CRISIS

“Ocho «gigantes» despiden en un solo día a 70.000 empleados” “Caterpillar, Pfizer y Sprint Nextel suman más del 63 % de los recortes (de personal) anunciados”
Así se lee en El Mundo del 27-1-9, pág. 29, dedicada a la Economía. Entre esos “gigantes” se encuentra una empresa española, Acerinox, con 2.500 personas despedidas.
Polidoro es quien me ha traído esa noticia y casi me la ha tirado a la cara, como diciendo “para que te enteres”, y yo ya llevo enterado hace bastante tiempo, pero hasta ahora no tan a lo bestia, que 70.000 empleados a la calle, de golpe, abultan mucho, sobre todo si van acompañados de sus familias. Como no puede ser por menos.
Este Polidoro, viejo amigo de hace luengos años, cuando se indigna empieza a hacer preguntas, la mayoría de las veces sin respuestas válidas, y a formular afirmaciones, en ocasiones irrebatibles.

- ¿Por qué, José María –me dice-, cuando las empresas no obtienen ganancias despiden a sus empleados, a los que dejan en la calle, y, en cambio, los contribuyentes electores no pueden hacer lo mismo con sus políticos, y hasta con sus funcionarios, cuando no resultan productivos; cuando no gana la sociedad cosa alguna con ellos; cuando no acompaña el éxito a su gestión; cuando ven que su excesivo número es un derroche, una pesada carga; cuando su suculenta nómina no se ajusta al rendimiento esperado? En estos momentos de crisis, ¿no sería aconsejable reducir, aunque fuere transitoriamente, y hasta con fines ejemplarizantes, en un cincuenta por ciento, por lo menos, el número de políticos retribuidos y funcionarios contratados?

- Haces unas preguntas, amigo Polidoro –le contesto-, que no hay por donde cogerlas. No sé que responderte, pero me recuerdan aquello que se contaba cuando ambos éramos jóvenes, hace ya mil años, respecto a los casi infinitos empleados del sindicato vertical franquista, que se dice que albergaba un grandioso edificio sito en una avenida madrileña, donde entró a esconderse un león escapado de un circo y no volvió a salir de su escondite hasta pasados muchos meses. Al salir se encontró con otro león, que le preguntó por su vida durante esa escapada, pidiendo datos de cómo había resuelto el problema de la comida durante ese largo tiempo.
“Salía diariamente de mi escondite al pasillo, le echaba la zarpa al primer empleado que pasaba por allí y me lo zampaba” –le contaba un león al otro-.
“¿Y no se dieron cuenta de que faltaba cada día un empleado? –le respondía el león amigo-“.
“Jamás echaron a ninguno en falta. Eran infinitos, uno más o uno menos, ¿qué importaba eso a nadie?”.

Es cruel el chistecito, lo reconozco, pero, sin ánimo de ofender a nadie, me atrevo a pensar que pudiere ocurrir lo mismo si un león hambriento se viniere a esconder entre la actual nómina política y funcionarial. ¡Son tantos…! Solo entre alcaldes y concejales creo que son unos cien mil, amén del millar entre senadores, diputados y eurodiputados. En cuanto a funcionarios de toda clase, se dice que pasan de los tres millones. ¿Para qué seguir contando? Bueno, sí, quedan los Partidos políticos -¿cuántos viven a su sombra?-, y los sindicatos –lo mismo pregunto-, que suponen pesada carga para un presupuesto en tiempo de crisis. Remedando a Salomón y quizá macarrónicamente, se podría decir: “ infinitus est numerus”.
Es preocupante, pero es cierto, que el número de funcionarios, mejor dicho el porcentaje de los mismos sobre el total de la población, es inversamente proporcional al grado de libertad de los contribuyentes, salvo que se mantengan aquellos ociosos. Cuanto más laboriosos y más abundantes sean, forzosamente en mayor medida habrá que justificar su excesivo número y darles entretenimiento con mayor número de papeles a mover, con exigencia de mayor cantidad de documentos –totalmente ociosos y prescindibles- a los contribuyentes, con mayores archivos y registros oficiales, con más numerosas e inútiles inspecciones y controles. Iba a decir que con mayor número de timbres móviles a pegar, pero felizmente eso ya está fuera de uso. Eso era antes, que te volvían loco por la falta de un timbre de veinticinco céntimos. El papeleo exigible para todo, verdaderamente, está resultando abrumador, menos para el funcionario, claro está, constituyendo un obstáculo casi infranqueable para cualquier iniciativa laboral o empresarial que se tenga. Paro, claro, ¡hay tantos funcionarios! En algo hay que entretenerlos. Aunque solo sea en jorobar al contribuyente. No van a estar todo el día de brazos cruzados.
Por eso mismo, por ser tantos, casi tan abundantes como las arenas del mar, y no digo como las estrellas del cielo, pues eso sería glorificarles en exceso, y por no ser tal vez todos precisos, y hasta pudiere ser que alguno pesada rémora, superfluo, improductivo o poco rentable para el conjunto de la sociedad contribuyente, es por lo que prefiero contarle el chiste y omitir mi opinión, no dando clara respuesta al bueno de Polidoro, dejándole con sus sueños de justicia, de paz, de igualdad entre los hombres. ¡Infeliz!
Pero, para mí, pienso en que si una nación es una empresa en común, dirigida a un fin único, en tiempos de crisis tal vez fuere bueno hacer unos cuantos despidos. No hacerlo sería reconocer que el hecho de ser político, funcionario o sindicalista liberado, es lo más seguro de este mundo, amén de lo más rentable. También, seguro estoy, si desapareciere alguno de ellos, no se notaría mucho su falta, ni entre ellos mismos, ni nosotros nos echaríamos a llorar. Es como si desapareciere alguno de los infinitos consejeros de ciertas empresas, públicas o privadas; tampoco se les echaría en falta. Salvo que la cuenta de resultados sería mejor al aliviarse de la carga de sus sueldos y demás gabelas.
Si en tiempo de crisis se hacen despidos en las empresas privadas, háganse también en las públicas, en condiciones de igualdad para todos. ¿No es así, doña Bibiana? ¿No somos todos iguales? Pues eso. ¿O no?

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 28 Enero 2.009

(Publ. en www.esdiari.com del 25-2-9)

miércoles, 18 de febrero de 2009

5.9 - EL DISCURSO PRESIDENCIAL

5/9

EL DISCURSO PRESIDENCIAL

Hablaba yo, hace unos días, de la toma de posesión del nuevo presidente norteamericano, limitándome en esa ocasión a referirme al aspecto formal de la misma, al rito ceremonial, sin meterme en más honduras, salvo aprovechar la ocasión para usar de mis recuerdos y hacer alguna comparación con nuestro patrio acontecer, tal vez no muy favorable para éste, pero sin ánimo de ofensa para nada ni para nadie. Bien claro lo decía, para evitar suspicacias y malentendidos, que siempre pueden surgir.
Prometía volver sobre lo mismo, pero centrándome ahora en el contenido del discurso presidencial, discurso al que más de uno se ha empeñado en sacarle faltas, unos en cuanto al fondo, otros en cuanto a la forma. Ganas de incordiar.
En cuanto al fondo, que luego veré, la opinión que creo más acertada es la de mi amigo Polidoro, quien dice que es “un discurso adecuado, pronunciado en el lugar y momento oportunos, y que además no podía ser de otra manera”, añadiendo en cuanto a la forma “que una cosa es un discurso político y otra el de un académico al ingresar en la Real Academia Española”.
Mayor prudencia al enjuiciar una obra ajena, no cabe, en verdad, amigo Polidoro. Pero si a eso vamos, a enjuiciar con rigor, no lo hagamos sin usar de las comparaciones, pues en este mundo todo es relativo y estimo que nada debe ser valorado si no es en relación con otro u otros similares discursos pronunciados antes por otros nuevocantanos presidentes, que también a unos gustaron –a sus seguidores- y a otros desagradaron. Eso pasa con todo aquel que asoma el culo en la calle, que unos dicen chico, y otros dicen grande. Pero así es la vida, y así será siempre, mal que le pese a algún idealista, soñador de una vida sin imperfecciones. Y sin críticas.

En la lectura del discurso presidencial he estado más atento al contenido del discurso que a su forma, que no será castelarina, como parecen pretender algunos, pero sí (con acento) adecuada a la ocasión y bastante al fin propuesto, y –apurando un poco- suficiente a los oyentes de buena fe, y el que quiera entender, que entienda.
Hacía resaltar yo –lo dejaba escrito el otro día-, la triple referencia a Dios, hecha por el presidente en su discurso, amén de la realizada al finalizar su juramento, pidiendo la ayuda divina en la tarea que se le avecinaba. Pues bien, además de ese detalle, de esas citas o invocaciones, que pueden ser prescindibles para muchos, del resto del discurso subrayé aquellas cosas a las que concedí mayor importancia, tal vez equivocadamente, pero que así estimé, importantes, por haberme causado mejor impresión, o “mayor impacto”, como diría alguno de la nueva ola.
Siguiendo el hilo del discurso, la primera frase a destacar es aquella que dice que “la grandeza –de una nación- no es nunca un regalo. Hay que ganársela”. Ese reconocimiento supone una larga serie de obligaciones para los ciudadanos todos. Eso resulta evidente.
Por eso mismo, más adelante dice que los primitivos forjadores de la nación “se dieron cuenta de que EE.UU. era tan grande como la suma de sus ambiciones individuales, y más grande que todas las diferencias de nacimiento, riqueza o grupo”. Forzoso es volver a las odiosas –sí, pero necesarias-, comparaciones, viendo como entre nosotros hemos marginado ese ideal de unidad patria, que un día nos hizo fuertes y respetados internacionalmente. No ahondemos más, dejémoslo así.
Dice poco más adelante que “tenemos que ponernos en marcha, tenemos que sobreponernos y tenemos que recomenzar otra vez la tarea de reconstruir Estados Unidos”. Ya sabemos que pudo resumir algo la frase y decir que “tenemos que ponernos en marcha, sobreponernos y comenzar de nuevo la tarea de reconstruir EE.UU.” Pero bien claro lo dijo, a su estilo, añadiendo que “allá donde miramos, hay trabajo por hacer”. Es una clara invitación al trabajo ilusionado y en común, a la unidad, en suma.
Reflexiona luego sobre la situación actual de la nación y pasa a preguntarse “si funciona el Gobierno”, principalmente en las tres vertientes esenciales de “ayuda a las familias a encontrar puestos de trabajo con salarios decentes, una asistencia (sanitaria) que puedan pagar y una jubilación que sea digna”. En verdad que son esenciales las tres cosas, trabajo, salud, y al final, descanso merecido asegurado, sin preocupaciones.
“Aquellos de nosotros que manejen fondos públicos estarán obligados a rendir cuentas de ellos”, única forma de “poder restablecer la confianza indispensable entre un pueblo y su Gobierno”. ¿Dónde he soñado yo eso?
Añade que “Una nación no puede prosperar si favorece exclusivamente a quienes ya les va muy bien”, añadiendo que “el éxito de nuestra economía ha dependido siempre … de la distribución de nuestra prosperidad … a todos aquellos que quieran (esforzarse), no por caridad, sino porque es el camino más seguro hacia el bien común”. Aquí, algún chungo añadiría aquello de “que es el menos común de los bienes”.
Alude luego a quienes redactaron “una Constitución que garantizaba el imperio de la ley y los derechos del hombre. Esos ideales iluminan todavía el mundo y no vamos a renunciar a ellos”. Implícita viene la afirmación de que ninguna norma de rango inferior puede vulnerar lo declarado y recogido en la Norma Fundamental de la nación, la que declara su unidad, legitimidad, legalidad, e igualdad de sus nacionales. Así suele ser en todas partes, menos en algunas que yo me sé.
Declara y reconoce que prima la justicia sobre el poder, y que éste crece “con su utilización prudente” y justa, usando de él “con humildad y moderación”. Alude luego a las guerras en Irak y Afganistán, añadiendo que son precisas alianzas “con amigos de siempre y con antiguos enemigos para reducir la amenaza nuclear y hacer retroceder al fantasma del calentamiento del planeta”, sin que, al hacerlo así, tengamos que “pedir perdón por nuestro estilo de vida, ni temblarnos el pulso en su defensa”. ¿Quién se atreve a poner reparos a esa declaración de intenciones? Sólo esperamos que sea capaz de cumplir lo dicho.
En el párrafo siguiente declara la pluralidad de pueblos que integran la nación norteamericana, cada uno con su religión –cristianos, musulmanes, judíos, hindúes y no creyentes-, con sus particulares culturas, llegados de todos los rincones de la tierra, que, después de una amarga guerra civil y de la segregación racial padecida “hemos salido más fuertes y más unidos de ese siniestro capítulo de nuestra Historia”. Hermoso ejemplo a seguir por todos nosotros, sobre todo por aquellos que aún andan enredados en nuestra guerra civil, con sus barbaridades cometidas por ambas partes, sin ser capaces de dar carpetazo al ominoso pasado y mirar ilusionada y fraternalmente hacia un futuro, que puede ser esplendoroso si se va hacia él sin prejuicios de clase o de ideas.
Declara buscar “un nuevo camino hacia el futuro, basado en el interés y respeto mutuos”, dirigiéndose principalmente al mundo musulmán, y recordando “a los dirigentes políticos de todo el mundo que tratan de sembrar conflictos” o que descargan sus propias culpas en otros, que “vuestros pueblos os juzgarán por lo que hayáis podido hacer, no por lo que hayáis destruido”.
Llama la atención a todos los pueblos que gozan de una relativa abundancia, diciéndoles que “ya no pueden mostrar por más tiempo indiferencia ante el sufrimiento que hay fuera de nuestras fronteras, que tampoco podemos consumir los recursos del mundo sin preocuparnos de las consecuencias, porque el mundo ha cambiado y nosotros debemos cambiar con él”.
Recuerda a todos que “esos valores de los que depende nuestro éxito, el trabajo duro y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo…, todo eso es lo de siempre, lo auténtico, la fuerza callada de nuestro progreso a lo largo de nuestra Historia”. “Lo que se nos exige entonces es una vuelta a esas verdades, una nueva era de responsabilidad”, reconocer “que tenemos unas obligaciones para con nosotros mismos, con nuestra nación y con el mundo”, obligaciones que “no podemos aceptar a regañadientes, sino asumir de buena gana, convencidos de que “no hay nada tan satisfactorio para el espíritu, tan definitorio de nuestra personalidad, que encomendarnos a todos una tarea difícil”, pues ”Dios nos llama a que modelemos un destino incierto”.
Remata su discurso diciendo que “no nos echamos atrás, tampoco flaqueamos, y con los ojos fijos en el horizonte, y con la gracia de Dios [otra vez Dios], cargamos adelante este gran don de la libertad y lo transmitiremos íntegramente a las futuras generaciones”.

Como se puede ver, un discurso creemos que sincero, al que cualquiera sin prejuicios se puede adherir plenamente, pues viene a declarar que quiere una Norteamérica unida, poderosa y llena de libertades, y ¿quién no quiere lo mismo para su nación, para su patria?
Ahora bien, de las palabras a los hechos hay un gran trecho, como dice el refrán. Ahora queda esperar, dar tiempo a que esos buenos deseos vayan cristalizando poco a poco. Él mismo lo dice: “Os juzgarán por lo que hayáis podido hacer”. Y de hacer algo, será en primer lugar pensando en su país. El que luego sus buenas obras repercutan en nuestra economía, será una consecuencia, no una preeminencia.
Digo esto por las –creo que equivocadas- muestras de alegría de algún político de por estos lares, que pone toda su esperanza, para la solución de la crisis que nos embarga, en el hecho de haber resultado elegido presidente el señor Obama. Vana esperanza la de aquél que confía el remedio de sus males en aconteceres ajenos –me dice Polidoro-. También viene, nuestro político, cargando su origen –el de la crisis que atravesamos- a aquel país. Mi amigo Polidoro cree otra cosa, echa la culpa de la crisis al escoramiento a estribor de la sociedad, desestabilizada por el súbito desplazamiento de la masa dineraria hacia muy pocas manos, las más ociosas y menos productivas, guiados sus dueños –los de las manos-, de la más impúdica avaricia.

Por eso Polidoro se adhiere al discurso de Obama, sobre todo en aquello que dice de que “el éxito de nuestra economía ha dependido siempre … de la distribución de nuestra prosperidad … a todos aquellos que quieran (esforzarse), no por caridad, sino porque es el camino más seguro hacia el bien común”. Resulta obvio que si no hay justa distribución de la riqueza, forzoso es desembocar en crisis. Una congestión cerebral puede producir la muerte del sujeto, como una congestión económica la muerte de una nación, o de todas, depende de la gravedad de la congestión, proporcionalmente inversa ésta –la gravedad- al número de codiciosos acaparadores del dinero.
Para remediar esa situación están las políticas fiscales, Polidoro –le digo-, con funciones redistributivas de las rentas.
No seas ingenuo, José María, -me contesta-, la rigurosidad de la inspección fiscal, y por consiguiente de su exigencia contributiva, también es inversamente proporcional a la cuantía de la fortuna de cada contribuyente sujeto a fiscalización. Cosas del respeto cuasi reverencial que, en todas partes, se tiene al poderoso, y nadie más poderoso que el inmensamente rico. ¿Te acuerdas de aquella coplilla que habla de que “poderoso caballero es don dinero? Pues eso.
No me atrevo a discutirle a Polidoro sus opiniones al respecto, un tanto derrotistas en ocasiones, que no me acaban de convencer del todo. ¡Aunque vaya usted a saber…! ¿Y si tiene razón?, me digo.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 26 Enero 2.009

(Publ. en www.esdiari.com del 17-02-09)

martes, 10 de febrero de 2009

4/9 - ELECCIONES PRESIDENCIALES

4/9

Elecciones presidenciales


Ayer, no; pasado mañana, no lo sé; pero hoy, 20 de enero del año 2009, e incluso al siguiente día, hubiere deseado ser norteamericano, y además hallarme este día 20 en la vasta explanada del Capitolio, presenciando la jura de su cuadragésimo cuarto Presidente de aquella nación, Mr. Barak Obama.
Francamente, oyéndole, he creído estar en otro mundo, un mundo en el que se siguiera, si no creyendo a ciegas en Dios, sí –con acento este sí- respetándole y respetando igualmente las creencias de los demás en Él. Bueno, o en otros. Los dos pastores que le precedieron en el uso de la palabra, antes de su jura, ambos hablaron de la Patria y de Dios, e incluso uno de ellos recitó fervorosamente el Padre Nuestro, esa oración que sirve a cualquier hombre, de cualquier creencia, que humildemente reconoce sus limitaciones humanas y pide ayuda a algo o alguien superior a él. Obama juró luego, sobre la Biblia que fue de Lincoln, la Constitución americana, y pidió humildemente a Dios que le ayudara en su ardua tarea. En su brillante discurso – Arcadi Espada y algún otro lo han tachado de mediocre, allá ellos, empeñados en buscar tres pies al gato-, en su discurso, como digo, por lo menos tres veces nombró Obama a Dios, sin que nadie –por lo menos allí, aquí sí-, se escandalizara por ello. Después de jurado su cargo, al día siguiente, acompañado por el vicepresidente, amén de por otras muchas personas, asistirá a una función religiosa, sin que norteamericano alguno se rasgue las vestiduras por la religiosidad del nuevo presidente. Aquí, entre nosotros, ya sabemos que más de uno le pondrá sus peros, sus más y sus menos, a esa conducta.

He creído, pues, estar presenciando una ceremonia extraterrestre, casi acostumbrado yo a nuestro laicismo oficial, donde todo signo externo, palabra pronunciada, conducta seguida, intención de futuro, debe prescindir de Dios, tal vez convencida la casta política de su condición de superhombres. ¡Ironías de la vida, ignorantes ellos de que superhombre puede considerarse equivalente a semidiós! ¿Semidioses ellos? ¡Uy, que risa ¡
Mr. Obama, y con él todos sus conciudadanos, han demostrado al mundo que Norteamérica es un país tan grande, tan grande, tan grande, que hasta Dios cabe en él. Y si es preciso, no sólo un Dios, pues entre ellos toda religión es admitida y respetada. Y con ellas, sus dioses. Nosotros, mejor dicho nuestra España, lo que va quedando de ella, estamos convencidos –o nos quieren convencer, que no es lo mismo-, de que es tan pequeña, tan pequeña, que Dios no cabe en ella. O Dios o nosotros. Los dos juntos ¡qué horror!, ¡qué apreturas! Lo malo es que olvidan que a Patria pequeña, políticos también pequeños. Pequeñitos, mínimos.

Jamás fui franquista, vive Dios –perdón por este juramento-, ni nada tuve que ver con el Dictador, ni nada tampoco que agradecerle, pero en lo que siempre estuve de acuerdo con aquellas gentes es en lo de aprobar y tener como ideal digno de perseguir, aquello de Una, Grande y Libre. Ya sé que más de un progresista se escandalizará con esa afirmación mía, pero estimo que mejor nos iría a todos si ninguno hubiésemos renegado de esas tres palabras, alguno de ellos obligado, por estricto y cortés agradecimiento, a no haberlas olvidado. A su amparo comió y prosperó. Más de uno y de dos.
Todavía recuerdo a aquel Presidente de las Cortes, paisano mío, cuya primera medida adoptada, después de tomar posesión de su cargo, fue la de hacer desaparecer el Crucifijo que siempre había presidido la Sala. Bravo gesto el suyo, cuan inútil y absurdo, igualmente. “¿Qué fue de aquel Crucifijo / que un provecto profesor / de Derecho, Presidente / de Las Cortes, arrojó / a la calle, como a un perro, / sin contar con la Nación? / ¿Qué fue de aquel Crucifijo? / ¿En qué rincón acabó? / ¿En qué fuego se ha quemado? / ¿Con qué estiércol se mezcló? / ¿En qué polvo enamorado / lo rasga un rayo de sol? / Pido a Dios, que a quien tal hizo, / le conceda su perdón, / que no le turbe su sueño / ni le prive de su voz, / ni sus ojos enceguezca, / ni le nuble la razón”.
Es parte de una vieja copla de 1978, que ofrece la visión de lo que ha sido la conducta constante de la casta política, de una importante parte de ella, desde aquellos primeros años de nuestra soñada democracia. A aquel primer Crucifijo han seguido todos los demás, incluso los que presidían las escuelas de nuestra infancia. Aunque nadie se fijaba en ellos, subidos como estaban, allá en lo alto de la pared. Allí estaban, sin molestar a nadie. Bueno, ahora parece ser que a algunos molestaban, aunque no sé en qué. Como dice Polidoro: “A mi no me molestan las plazas de toros, aunque jamás he ido a ver una corrida”.

Mr. Obama ha jurado con su mano derecha en alto y su mano izquierda apoyada sobre la vieja Biblia que fue de Abraham Lincoln, sostenida ésta por su esposa, sin que nadie protestara allí por ese gesto de religioso respeto al Libro y a todo lo que él –el Libro- representa, tanto para cristianos como para judíos o musulmanes. Tal vez alguno de nosotros, más adelantando que ellos, considere nulo el juramento presidencial, estimándolo viciado de “superflua” religiosidad. En esta España de ahora, todo es posible.
¿Qué por qué digo esto de nuestro adelanto, de nuestra progresía? Por que sólo una nación que se cree autosuficiente en todo, además de superior al resto de ellas, puede desligarse de ese Dios -llamémosle Dios, Alá, Jehová, Gran Arquitecto, etc.-, al que todos los hombres acudimos en los momentos de impotencia y desventura, de dolor y enfermedad, como buscando un refugio o una ayuda que no somos capaces de encontrar entre los hombres.
Quien esto escribe, en verdad que tiene poco de carca, que son más las dudas que lo asaltan, que le han asaltado toda la vida y que le siguen abrumando, que las certezas que alberga respecto a ese más allá ineludible –también ineluctable-, que a todos nos aguarda. Pero por eso mismo, por ser consciente de que eso le sucede a cualquiera, incluso a los santos –como me decía un deán catedralicio amigo-, no me consideré jamás autorizado a poner en entredicho las particulares creencias –y las particulares dudas también-, de la inmensa mayoría de los hombres, que buscan remedio a sus humanas limitaciones con la esperanza de un desconocido y poderoso Dios, compendio de perfecciones, o simplemente resolutiva e imprescindible “equis” que nos ayude a descifrar ese misterio de la vida, al que nos enfrentamos todos desde nuestro nacimiento.

En torno a Mr. Obama hemos visto alzarse a una nación, entera, representada allí por los más de dos millones de conciudadanos presentes en la inmensa explanada del Capitolio, vibrante de patriotismo y anhelante de ilusión, soñando con un nuevo resurgir de una Norteamérica grande y libre, unida y poderosa, digna de ocupar ese primer puesto que a los norteamericanos les cree corresponder por derecho propio en el concierto de las naciones.
Las comparaciones siempre suelen resultar odiosas, pero no he podido menos de volver la mirada a nuestros lares, donde todo fraccionamiento es posible, donde toda disidencia es tolerada, donde todo partidismo de aldea tiene cabida, donde…., no quiero seguir, no soy amigo de derrotismos, ni tampoco masoquista, dichoso al recrearme en desgracias propias o ajenas, pero no por eso voy a cerrar los ojos a la evidencia nacional, bueno, plurinacional, que me olvidaba de que aquí lo que impera es la diversidad, el pluralismo, una diversidad disgregante, mechada en no pocas ocasiones de intolerancia.
No echo de menos aquellos tiempos pasados, los cuarenta años de entonces, horros de libertad de pensamiento y expresión, pero sí añoro aquellas consignas, válidas en todos los países del mundo, de intentar ser un país unido, sin fisuras; grande por su importancia, no por su tamaño; y dueño de su destino, es decir libre, como también libres todos sus conciudadanos.
Así llamó Mr.Obama a los norteamericanos al dirigirse a ellos: “Conciudadanos”, y todos sabemos lo que ese “con” significa, que no es otra cosa que igualad y unión entre todos, empezando por la del que habla respecto de los demás. Aquí, no me extrañaría que un personaje electo se dirigiera un día a nosotros llamándonos “ciudadanos” a secas, cuando no “ciudadanía”, ¡horror!, como se estila decir por ahí a algunos.

Esto se alarga demasiado, me dice mi fiel amigo Polidoro, atento censor de cuanto escribo, no por lo que pueda yo decir, sino por cuanto me extienda, rebasando aconsejables límites. Así, pues, seamos sensatos, hagámosle caso, y cortemos ya nuestras disquisiciones, que no quieren ser ofensivas ni injuriosas para nada ni nadie, y que incluso reconozco pueden pecar de cierto excesivo subjetivismo. Perdón por ello. Otro día, hablaré del discurso de Mr. Obama, sin intentar buscarle tres pies al gato, un discurso adecuado, pronunciado en el lugar y momento oportunos, y que además no podía ser de otra manera, como opina Polidoro, que dice que una cosa es un discurso político y otra el de un académico al ingresar en la Real Academia Española. Es lógico.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 20 Enero 2.009

(Publ. en www.esdiari.com del 9-2-09)

sábado, 7 de febrero de 2009

3/9 - UNA VELA A DIOS Y OTRA ...

3/9
Una vela a Dios y otra …..

Hay días, éste es uno de ellos, en los que el comentario semanal nos lo dan hecho los medios de comunicación, ya sea prensa escrita, digital, TV, radios diversas, o los socorridos sms que invaden nuestro correo electrónico.
Llevaba yo unos días meditando en ese zipizape que tienen armado israelíes y jordanos, no todos, claro, sólo los que sufren sus consecuencias. Y sobre todo en la inútil muerte de ciudadanos, la mayoría inocentes, a los que, de pronto, les cae una bomba desde las alturas, no sé si venida del cielo o del infierno, aniquilando vidas y bienes. ¡Pobres niños de todas las guerras!
Es sorprendente, me decía yo, la facilidad que tienen algunos ciudadanos de otros países, también del nuestro, desconocedores de los entresijos de aquella pugna, para manifestarse abiertamente a favor o en contra de cualquiera de los contendientes. Porque ¿conocemos acaso nosotros, realmente, lo que pasa en nuestro propio país, en los entresijos de la vida política? Y si así es, si no los conocemos, ¿cómo vamos a conocer lo que pasa en otros lugares del mundo?
Yo, ignorante de todo, y en especial de las verdaderas causas que enfrentan a dos lejanos países vecinos, que deben ser muchas, no sólo una, no me atrevo a significarme en cuanto a quién hay que culpar y a quien absolver del horrible pelapollos en que, ambas partes contendientes, han involucrado a sus ciudadanos. Sin llegar a esas cotas de crueldad, a ese moderno perfeccionamiento de los medios de destrucción ahora en vigor, supe en mi niñez de una guerra, padecí sus horrores, vi morir a mi lado, en el portal de mi casa, al niño amigo que despanzurró una bomba –de la que milagrosamente me salvé-, y puedo hablar con cierto, aunque sea remoto, conocimiento de causa de esos horrores bélicos, o, como diría alguno de los que escriben hoy, de esos “horrores humanitarios”, confundiendo el culo con las témporas. Fue en el Mahón de mi infancia. Supe que mi amigo había muerto cuando explotó con sordo ruido la última de las burbujas sanguinolentas que se formaban en lo que momentos antes había sido su boca, convertida ahora en una piltrafa por la bomba asesina.
Es por eso por lo que me limito solamente a manifestar mi oposición a todas las guerras, actuales, pasadas y futuras, a todos los horrores -muerte, hambre, desarraigo, etc.-, que sufre una población, inocente en la mayoría de los casos, que ve truncados todos sus proyectos de vida, sin haber sido consultada previamente. Toda guerra no es sino una expresa confesión de que eso del “homo sapiens”, lo que nosotros creemos ser, sigue siendo un sueño. Seguimos siendo el primitivo hombre de las cavernas, pero con más perfeccionados y eficientes medios de destrucción. Eso si.
Israelíes y palestinos –grito yo-, unos y otros, deteneos y recapacitad, que por ese camino no se va a ninguna parte. Odio y guerra, guerra y odio, es un círculo vicioso del que es muy difícil salir con bien, ni con vida tampoco. En cualquier discusión, si queremos tildarla de civilizada, hay que ir a ella con el espíritu dispuesto a la transigencia. La verdad absoluta –esto es viejo axioma-, no existe, ni jamás existirá. Por eso mismo, por que reconozco no poseer esa verdad, ni ninguna otra, no me atrevo a inclinarme a un lado o a otro. Sólo me atrevo –con permiso de mis lectores-, a alzar mi voz, mínima, pero constante e invariable, para condenar la guerra en sí misma, y, acordándome del amigo de mi niñez, muerto a mi lado, sin otra compañía, los dos solos, mientras seguía el bombardeo, pedir el cese de hostilidades y el retorno a la anterior situación. Pediría que también los muertos estuvieren vivos de nuevo, como antes de ser dislacerados por las bombas o abrasados por el fósforo asesino contenido en ellas, pero eso sería mucho pedir. Los milagros no existen, por lo menos en tiempos bélicos.
Y lo que no puede hacerse, creo yo, es pronunciarse a favor de unos u otros, ni tampoco pedir el cese de hostilidades sin impedir antes la venta de armas a los contendientes. Eso es de una hipocresía imperdonable. Me recuerda aquel antiguo dicho que hablaba de rezar a Dios y poner una vela al diablo, al mismo tiempo. Si existe una cruel hemorragia –una guerra-, lo primero que debemos hacer será cortar el flujo sanguíneo, es decir el suministro de armas. Sólo con ellas son posibles las guerras, por lo menos éstas.

Dice hoy mi admirada Isabel San Sebastián, (E.M. 15-01-09), en su artículo “Carroñeros”, que “el presidente del Gobierno, sin ir más lejos, tomaba descaradamente partido hace unos días por el bando palestino…, mientras nuestra industria armamentista se embolsaba un millón y medio de euros en 2008, vendiendo, con la preceptiva aprobación de Zapatero, pistolas, fusiles, visores nocturnos y otros juguetes semejantes, al mismo Tzahal que su correligionario, Pedro Zerolo, tildaba en la manifestación de Madrid de «genocida»”.

Eso mismo me hace recordar el silenciado discurso del premiado y benemérito fotógrafo don Gervasio Sánchez, quien con motivo de la entrega del Premio “Ortega y Gasset”, en Mayo del pasado año, premio otorgado por el diario El País, estando presentes la Vicepresidente del Gobierno, el Presidente del Senado, varios ministros, Esperanza Aguirre, Alberto Ruiz Gallardón, y los demás medios de prensa, tras breves palabras de agradecimiento, y después de confesar que, además de tener un hijo natural, tenía también otros cuatro hijos, adoptados éstos, víctimas ellos de las minas antipersonales, vino a decir “Es verdad que las armas que circulan por los campos de batalla suelen fabricarse en países desarrollados como el nuestro, que fue un gran exportador de minas en el pasado y que hoy dedica muy poco esfuerzo a la ayuda a las víctimas de las minas y al desminado”, añadiendo que “es verdad que todos los Gobiernos españoles, desde el inicio de la transición.…, permitieron y permiten las ventas de armas españolas a países con conflictos internos o guerras abiertas”.
Por si fuera poco, seguía diciendo que “Es verdad que en la anterior legislatura se ha duplicado la venta de armas españolas, al mismo tiempo que el presidente incidía en su mensaje contra la guerra, y que hoy fabricamos cuatro tipos distintos de bombas de racimo, cuyo comportamiento en el terreno es similar al de las minas antipersonales”. “Es verdad que me siento escandalizado cada vez que me topo con armas españolas en los olvidados campos de batalla del tercer mundo, y que me avergüenzo de mis representantes políticos, pero como Martín Lutero King, me quiero negar a creer que el banco de la justicia esté en quiebra, y como él, yo también tengo un sueño: que, por fin, un presidente de gobierno español tenga las agallas suficientes para poner fin al silencioso mercadeo de armas que convierte a nuestro país, nos guste o no, en un exportador de la muerte. Muchas gracias”.
No extraña nada que ese discurso fuese silenciado deliberadamente por los medios de prensa, no sabemos si “motu proprio” o por sutil indicación de la superioridad jerárquica, pero es lo cierto que de él jamás se supo, siendo de suponer que su autor, el premiado y benemérito fotógrafo Gervasio Sánchez, jamás, ni vuelva a recibir premio alguno, ni, de recibirlo, se le deje pronunciar el preceptivo discurso de agradecimiento. No vaya a repetir lo mismo.
Y es que las verdades no pueden decirse. En ningún sitio. Condenemos a uno u otro de los países en discordia, pero antes detengamos la fabricación y venta de armas en todo el mundo. Mientras así no se haga, es más prudente callarse. Aunque sólo sea por vergüenza. Cuando no por remordimiento.

Entra mi amigo Polidoro, lee lo escrito hasta aquí y me dice:
Sí, José María, no excesivamente honrosa es la profesión de fabricante de armas, y menos aún la de traficante en ellas, las dos a cual más lucrativas, pero como decía el torero “hay gente pa to”, sólo que aquí no es cuestión de valentía, sino de estómago. ¿Quién piensa en muertos, aunque éstos sean niños? Me recuerda aquello que contaba Julio Camba, de que en una academia automovilística, a un conductor aprendiz que había atropellado a un niño y se lamentaba de ello, le decían: “No se preocupe usted, los tenemos aquí para eso, y además hay muchos”. ¡Pobres niños inocentes, siempre víctimas de nuestros errores! ¡Siempre en medio de una guerra!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 15 Enero 2.009

(Publ. en www.esdiari.com de 4-2-09)

domingo, 1 de febrero de 2009

01/9 - CONCIERTO DE AÑO NUEVO

01/09

CONCIERTO DE AÑO NUEVO

Una de las pocas ventajas que ofrecen los muchos años es la de que se nos suele tolerar, a los que muchos años tenemos, que algunas veces, siempre que no sean excesivas, nos repitamos en lo ya dicho con anterioridad. No es que quiera presumir de longevo, puesto que me sería mucho más agradable hacerlo de adolescente, incluso de hombre en plenitud de fuerzas, allá por la cuarentena, que es cuando estimo yo haber estado en mis mejores momentos, pero nadie me quita los ochenta y tres que cumpliré en Abril, si a su día diez me permite Dios llegar.
Sí, señor, con mis años a cuestas y con mis manías a rastras, pero es lo cierto que cada año nuevo espero con ilusión oír el concierto que se nos retransmite desde Viena, este año dirigido magistralmente por Barenboim, el argentino-israelí de tan arrolladora personalidad e insólita perfección musical.
No me he perdido ni una sola de las piezas del concierto de hogaño, de principio a final, atento a la música y atento al espectáculo, yo, que soy un zote en solfeo, incapaz de distinguir una nota de otra, pero en quién la buena música obra milagros, transformándome en una especie de melómano ensimismado, arrastrándome a las más elevadas cotas de adhesiva admiración, asombrándome de que pueda existir arte tan puro, y de que su concepción primera y su expresión pública luego, pueda ser obra de humanos, del genio que concibió y escribió la partitura, y de los músicos –incluido director de orquesta- que supieron fielmente interpretarla.
Aparte del íntimo placer que siento al oír ese concierto, están los pensamientos que surgen en mí al seguirlo con toda atención. Aquí viene eso que decía de repetir las cosas, pues cada año siento las mismas emociones, y obligadamente, al expresarlas por escrito, las repito una y otra vez. Menos mal que solo es una vez al año, y que cada año soy un poco más viejo, por lo que estimo que la amabilidad de mis lectores, sobradamente probada para conmigo, me disculpará una vez más las iteraciones en las que forzosamente he de incurrir al hablar de mis íntimas reflexiones, nacidas de la contemplación/audición de aquella magnífica orquesta.
Y esa extrema atención que pongo en seguir las piezas interpretadas no me impide seguir mis pensamientos, los que van surgiendo del ver y oír ese atinado orden y concierto –nunca mejor dicho-, que me eleva sobre este mundo de miserias y egoísmos. Ese concierto, todos ellos, todos los que merecen ese nombre, son clara demostración de lo que pueden conseguir los hombres si éstos aúnan sus esfuerzos en una misma dirección y estrechamente agrupados bajo una sola batuta.

No sé por qué extraña relación de ideas, siempre doy en pensar en el caótico concierto autonómico de esta España mía, donde la que debiera ser una misma partitura –la llamada Constitución de 1978-, se multiplica en docena y media de otras; donde no se sabe quién es el director de la orquesta, suplantado las más de las veces por sustitutos periféricos, en ocasiones hasta sin estudios musicales. Me acuerdo, al verles actuar, de lo que pensaba de niño, que para ser director de orquesta bastaba con mover los brazos al compás de la música que otros tocaban. Tardé en saber que el director siempre tiene que ir por delante de los músicos, no como suelen hacer nuestros políticos, que siempre van detrás de los acontecimientos, de los hechos consumados. Y así nos sale el concierto de desangelado, que ni es concierto ni es nada.

Ya sabemos que el voto, para la elección de nuestra Partitura Nacional, es secreto, pero solamente en el sentido de que nadie puede obligarnos -si no queremos, claro-, a confesar en qué sentido vamos a votar, o, como suele suceder en el mayor porcentaje de los votantes, contra quien será nuestro voto. Pero esa norma no nos impide manifestarnos libremente, si así lo creemos oportuno, y confesar a quién votamos o contra quién lo hicimos. Digo esto o hago esta aclaración para comentar lo que me decía el otro día mi amigo Polidoro, en las reflexiones que nos hacíamos después de gozado el Concierto de Primero de Año.
Hablábamos de un deseado Barenboim al frente de la orquesta nacional, la de las Autonomías, la orquestina política, no la ya existente en el campo musical, digna ésta de toda consideración y aprecio. Y veníamos a concluir que no había nacido todavía el orquestador que pudiere orquestar y conducir la orquesta autonómica, bajo una sola batuta y ceñida a la obediencia de una sola partitura, llevándola a un camino único de concordia y perfección, donde primara el interés común sobre toda bandería y todo utópico “ismo” disgregacionista.
En aquella fundamental votación de 1978, tanto Polidoro como yo mismo, después de la atenta lectura y ulterior discusión del texto propuesto, y muy a pesar nuestro, hubimos de votar en sentido contrario. Era como un sacrilegio hacerlo, pero los años y la experiencia que acarrean nos hicieron ver un poco más allá del alegre momento presente, el de la esperada votación, superados los cuarenta años de la política franquista, cuando creíamos que la felicidad había llegado a España entera, para todos los españoles, por igual.
Hoy, treinta años después, sesudas voces, más autorizadas que las nuestras, algunas de ellas de acreditados expertos en derecho constitucional, se van dejando oír, y no precisamente para ensalzar aquella partitura que entonces nos propusieron como idónea para dirigir el concierto nacional, el que debíamos interpretar conjuntamente todos los españoles, sin dar lugar a disonancia alguna. O sea tal como ahora suena, pero al revés.
El invento, no sé si suariano, de las autonomías, en realidad de las autonosuyas, a poco que se reflexionara producía repelús. Hay que tener muy poca experiencia, que haber tratado muy poco a los hombres, y haber conocido escasamente de sus encontrados intereses, para creer que tal fraccionado sistema pudiera constituirse en la panacea de todos nuestros males. Si la conjunción de dos opiniones generalmente origina una discordancia, piénsese qué puede esperarse de casi una veintena de ellas, las más de las veces hasta diametralmente opuestas, y hasta tendentes algunas a dispersarse e independizarse de la batuta de un director único, con poder, éste, cada día más discutido y en ocasiones hasta ninguneado más o menos abiertamente por algún ríspido autonomista de nuevo cuño. Queramos o no, el invento de las Autonomías, puede llegar a arruinarnos política y económicamente. Y mandar al cuerno al director de la orquesta. Y no creo que exagere al afirmarlo.
Aquella Partitura que nos propusieron en 1978, la verdad es que dejaba mucho que desear, como si hubiese sido hecha excesivamente deprisa, atentos sus genitores a resolver los problemas de aquel mismo y crucial momento, pero sin alcanzar a sopesar efectos futuros, olvidados de que las leyes no se hacen para cuatro días, como también de que sus destinatarios no son precisamente ángeles, sino personas de carne y hueso, y además algunos de ellos, políticos. Y menos mal si éstos lo son de buena fe y vocación de servicio a los demás, que benditos ellos. Lo malo es cuando surge el que considera la política como medio de vida, y no digamos cuando –pudiere ser, no lo sé a ciencia cierta-, considera aquélla como vía de acceso a particulares logros y satisfacciones. Si no pudieron preverse entonces todas las situaciones de futuro, sí –con acento- pudieron tenerse en cuenta los mecanismos necesarios para rectificar la Partitura, introduciendo con relativa facilidad en ella nueva música cuando hiciere falta, nuevos párrafos, o suprimiendo las notas falsas productoras de discordancias insufribles y hasta de funestas consecuencias. Pero no, los compositores de la Partitura vinieron a considerar que habían parido una obra poco menos que pluscuamperfecta, sin necesidad de retoque o afinación ulteriores. Tan difícil hicieron su afinación en el futuro, en el que ya estamos hace mucho, que no existe vía fácil que permita la enmienda. Era intangible, en el papel, aunque ya vemos que no inviolable, sobre todo para los audaces. Y así nos va. Si la Constitución americana goza de tan larga vida, ello es debido a sus famosas Enmiendas que, a modo de inyección vital, se le “introducen” poco a poco en el texto, cuando el concierto nacional lo exige para poder sonar mejor.
En nuestro caso, sí que habría que decir algo así como decía aquel viejo trabalenguas, donde se proclamaba que: “El afinador constitucional que afine la Partitura Nacional en aras de lograr un mejor concierto de todos los españoles, buen afinador será”.
Por esas y otras razones menores, que no es del caso discutir ahora, Polidoro y yo, en uso de nuestro derecho, y ayudados de nuestros años –lo que dan experiencia-, votamos en contra de aquella Partitura, muy a nuestro pesar. ¿Hicimos bien o mal? No lo sabemos, pero nos sigue gustando más el Concierto de Primero de Año, de la Orquesta vienesa, que el que venimos oyendo en nuestra España a lo largo de todos estos años, sin alcanzar a vislumbrar la forma de acordar los instrumentos todos, con una sola Partitura a tocar y hacerlo bajo una sola dirección.
Claro está que podemos estar equivocados en nuestras apreciaciones, dichas sin ánimo de ofensa a nadie, pues a estas alturas, dicen algunos, se empieza a perder facultades, y hasta a chochear. Dios nos tenga de su mano. ¡Por poco tiempo ya …..!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 2 Enero 2.009

(Publicado en www.esdiari.com
del 19-1-9)