domingo, 13 de diciembre de 2009

24/9


Del presunto cohecho y sus variedades


Hay que ver el cirio que se ha montado a cuenta de cuatro trapos, o de cuatro trajes, que viene a ser lo mismo. Todo quisque opina sobre ello, desde el muy docto catedrático de derecho, al último fiscal del más modesto Juzgado, pasando por todo ciudadano y obligado contribuyente –sea o no tertuliano-, al que pueden cegar filias o fobias en sus opiniones, pues juzgar rectamente es don divino, o privilegio judicial, supuestamente.
Que si es cohecho, que si no lo es; que si es propio –caso del “dante” corruptor-, o impropio –caso del “tomante” incorruptible e insobornable-, lo cierto es que el regalar es un acto necesariamente bilateral que precisa de, al menos, dos personas, como lo necesitan muchas otras acciones humanas, reprobables o no, esos clásicos “dante” y “tomante” ya dichos, protagonistas ellos de un viejo chiste. Luego hay una serie de circunstancias modificativas del regalo, que vienen a alterar esa inicial, al par que elemental división, especialmente cuando entramos a analizar el “do ut des” y sus causas motivadoras.
Lo que es indiscutible es que hay regalos y regalos, como hay igualmente “dantes y tomantes”, distinguibles perfectamente unos de otros, a poca experiencia que se tenga, o por pocas reglas taxonómicas que uno domine. Incluso, pudiendo ser de la misma entidad los regalos, no sería lo mismo regalar cuatro ternos a un pordiosero, con lo cual el “tomante” llenaría sus necesidades de vestuario de por vida, que enviárselos –los mismos ternos- a un ricohome cualquiera, rebosante de ellos su armario, y al que, terno más o terno menos, le tiene sin cuidado el obsequio, vamos, que no le altera el presupuesto.
Cuando digo “pordiosero”, claro está que no me refiero al pobre de solemnidad, al pobre de pedir, sino más bien al sujeto que, en estos turbios quehaceres del dar y del tomar, no puede corresponder al regalo con cosa, favor o merced de clase alguna, pues hacerlo no está en su mano, sujeto ése que poco puede dar, aparte de las gracias. En realidad y desde un punto de vista meramente administrativo –o económico-administrativo, mejor-, al “tomante” que nada puede dar a cambio, podemos calificarlo sin ambages de pordiosero, sin ofensa para nadie, e igualmente sin temor a equivocarse. Sus nombres no suelen aparecer en las agendas de los “dantes”, entre los de las personas –políticos o altos funcionarios- a las que hay que hacer regalos a fecha fija o por motivos determinados.
Cuando en el “dante” sólo existe “animus donandi”, agradecimiento o mera liberalidad, pero sin segundas intenciones, claro está que puede y debe aceptarse el regalo, sin dar al dador ni menos que “gracias”, ni más que “muchas”. En mi larga vida profesional he recibido bastantes regalos, generalmente botellas de buenos vinos y abundantes cajas de excelentes puros, atenciones de mis clientes, doblemente agradecidos, a mi trabajo y a la prudencia de mis minutas. Dios se lo pague. Lo que se valora en esos casos es la intención, siempre buena, no el regalo en sí. Aunque también un poco. ¿Para qué negarlo? Recuerdo el caso de una señora anciana, viuda ella, evidentemente sin poder económico alguno –bastaba verla para llegar a esa conclusión-, que fue a consultarme a mi despacho de asesor jurídico de la Cámara de la Propiedad Urbana, pero equivocadamente: Era inquilina, no propietaria. Tan anciana y desvalida la ví, que no pude por menos de atenderla y aconsejarle lo que debía hacer para resolver su problema con el exigente casero, sin ponerle pega alguna. Al final, cuando se iba, incluso la ayudé a bajar la escalera, temiendo que pudiere caerse por ella. Al día siguiente volvió a la consulta, esperó turno pacientemente, y cuando entró en mi despacho se limitó a saludar y a colocar cuidadosamente sobre mi mesa un pequeño envoltorio. Lo abrí y ví que era un puro, un único puro, un clásico y modesto Farias, envuelto en un papel de seda, dándome las gracias por la consulta del día anterior. Casi me hizo llorar. Desde entonces no he fumado puro que me supiera mejor. Supongo que ya estará en la gloria aquella señora buena y agradecida, se la merecía.
No creo que exista profesional ninguno que no haya recibido alguna vez un obsequio de un cliente satisfecho y agradecido. Como sé igualmente de alguno de los profesionales obsequiados, que no ha sabido corresponder al obsequio con un acuse de recibo y una tarjeta agradeciéndolo. Lo he sufrido así, actuando en ese caso como agradecido “dante”. Dios no se la tenga en cuenta, la descortesía.
Saliendo del ámbito del ejercicio profesional, de la prestación de servicios de uno a otro, el uno diligente y capaz, el otro satisfecho y agradecido, los regalos deben ser mirados con lupa, cuando no con microscopio. Aforismo valedero, ahora y siempre, es que nadie da nada por nada, mejor dicho algo a cambio de nada. Cuando se da, salvo prueba en contrario, o se da por agradecimiento o se da por interés. Lo mismo que cuando se recibe: O se admite por no desairar al “dante” con una negativa a recibir su obsequio –siempre que éste sea proporcionado, claro está-, o se recibe y acepta sabiendo que el “dante” lo que busca con el injustificado y muy desproporcionado obsequio es una mayor compensación económica, sabedor de que el “tomante” del regalo es hombre “inteligente”, con poder bastante y suficiente para satisfacer sus torticeras pretensiones, que sabrá corresponder a ellas, dándole preferencia o favoreciéndole de cualquier modo, entre cuantos otros pudiesen pretender lo mismo que él trata de obtener.
Cierto es que existen otras dos causas de dar, una por caridad, la otra por placer, pero no merece la pena incluirlas en este comentario semanal. La primera es digna de toda alabanza, la segunda de admiración, pero dejémoslas aparte.
Volviendo al cohecho y sus variedades, no voy a traer aquí a colación los diversos artículos del Código Penal, aplicables a estos casos. Quédese tal precisión y ahondamiento para mis doctos colegas en activo. Yo quedo exento de hacerlo, como jubilado de largo recorrido que soy. Y a juzgar ajenas acciones, jamás entré, pues sé de la dificultad que encierra hacerlo. Me limito a divagar, entreteniéndome, y hasta riéndome en muchos casos, pues hay que reconocer que hay motivos sobrantes para eso, para carcajearse.
Propio o impropio, y hasta pluscuamperfecto –que es como siempre llamé yo al cohecho consumado hasta sus últimas consecuencias, con “dante” y “tomante” acordes en el exitoso y lucrativo enjuague-, del caso que ahora airean y agitan todos los medios de comunicación pudieren sacarse algunas conclusiones, aunque antes sea preciso hacer unas matizaciones.
Por ejemplo, una sería fijarse en la singularidad del regalo. Cualquiera puede regalar un Mercedes o un chalet en la costa, o un paquete de acciones, o hacer un ingreso en una cuenta corriente, seguro de acertar, pero a nadie se le ocurre regalar –de hombre a hombre- unos trajes a medida. ¿Qué medidas, y qué tela, y qué dibujo -a rayas o liso-, recto o cruzado, de diario o de etiqueta, etc., etc.? ¿Cómo averiguar el gusto del “tomante? Por que, digo yo, un regalo debe tener siempre algo de sorpresa. Si anuncias al “tomante”, “Oye, te voy a regalar unos trajes a medida; tienes que dármelas y decir cómo lo quieres”, has privado al obsequio de todo su encanto. ¿O acaso le mandas sorpresivamente un “Vale por cuatro trajes”, para que el destinatario se los haga dónde y cuándo y cómo quiera? Se acabó la sorpresa. Por muchas vueltas que le doy al regalito de los cuatro ternos, si es que lo hubo, claro, -que ni lo sé ni me importa-, no lo concibo, simplemente eso. Hay que ser muy hortera para regalar trajes a un hombre, y hay que tener poca delicadeza para aceptarlos. Aquí, sí que es de aplicación en ambos, presuntos “dante” y “tomante”, aquello de “manca finezza”. Sí, señor, mucha “manca” y muy poca “finezza”.
Si al final todo queda en presunción, que Dios y los presuntos “dante” y “tomante” me perdonen por tomarlos como protagonistas de estas líneas, que no son otra cosa que un entretenimiento veraniego.
¿Ha habido cohecho propio, impropio o pluscuamperfecto, en el caso de los cuatro ternos? Ni lo sé, ni me importa, pero vuelvo a insistir que lo que me hace dudar de su existencia es precisamente la calidad, la materia, del presunto soborno. ¡Cuatro trajes a medida! Si fuesen cuatro millones de euros, otra cosa pensaría, pero mira que cuatro trajes. Muy barato tiene que venderse un hombre para bastarle con ese precio, sobre todo cuando el presunto “tomante” de los ternos no es precisamente un pelado, un pordiosero, necesitado de ropa.
Aquí vuelvo a recodar a don Antonio Zozaya, con lo de tomar la embocadura a la flauta, una de las cosas más difíciles de lograr, según decía él. Es tan ridículo todo ese cirio que se ha montado, tan absurda la música de esta opereta bufa de “Los cuatro ternos”, que no soy capaz de tomar la embocadura a la flauta, para intervenir en la orquesta, no sé por quien dirigida. Tampoco sé con qué fines, que en ocasiones llego a pensar en si todo este cimbel no tendrá otro objeto que desviar la atención pública de asuntos más gordos y cuestionables. Y supuestamente más vergonzosos, Eso, esa ignorancia que digo, aparte de declararme incapaz de leer la partitura y mucho menos de comprenderla. Ni creo, ni dejo de creer; ni afirmo, ni niego; no conozco a los intérpretes, me limito a manifestar mi asombro e incomprensión por el ridículo argumento de la opereta bufa en cartel, ese pretendido, cuan absurdo regalo de los cuatro ternos. Que San Pedro se los dé (los ternos) y Dios se los bendiga y acreciente. Así habrá ternos para todos.
Cohecho más o cohecho menos, ¿qué importancia tiene eso? Han acostumbrado al contribuyente a tragar con tantas cosas que nos resultan intragables y que debemos tragar –por ejemplo la demora de cierto tribunal en cumplir con su deber-, que ya estamos acostumbrados al mal olor. Más nos va en una sentencia justa en asunto que a todos nos afecta, que perder el tiempo y el dinero del contribuyente en averiguar quien pagó la factura de cuatro ridículos ternos, porca miseria.
En cuanto a ese renuente Tribunal –que ha salido a colación-, aún no olvidé el Derecho y sigo creyendo en esa sagrada norma que nos obliga a todos los españoles por igual, la Constitución Española. Lo digo muy alto y me ofrezco por si Sus Señorías quieren que les eche una mano y resolvamos el pleito en plazo de una semana, que jamás creí que fuere necesario más tiempo para dictar una sentencia justa. Y que conste que no relaciono las demoras judiciales con el cohecho, más bien con otra cosa. Que Dios los perdone, y azuce un poco.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
El Barco de Ávila, 18 Julio 2009

(Publ. en www.esdiari.com del 27-07-09)

martes, 21 de julio de 2009

23/09 - ZOZAYA Y MIS REENCUENTROS ESTIVALES

23/9

Zozaya y mis reencuentros estivales

Esto es como un rito, sí; rito que gusto repetir año tras año. Empieza el veraneo y en esta segunda casa, donde guardo viejos libros, unos comprados, muchos otros heredados, me solazo con la relectura de algunos de ellos, muchos subrayados una y otra vez, testimonio el subrayado de que cada año descubro algo nuevo y deleitoso en su relectura. Este que tengo entre manos lo heredé de mi padre. Lo leí la primera vez siendo un muchacho, allá por el año 1939, estando viviendo todavía en Mahón, y sirvió para aficionarme a las buenas lecturas, en el doble sentido de fondo y forma, dualidad necesaria e imprescindible para que un libro perviva a través de los años.
Es un tomo editado en 1928, en homenaje de los lectores -y a costa de éstos-, hecho a su eximio autor, un periodista de pro, escritor de más de cuatro mil artículos, todos ellos muestrario de “las ideas de justicia y bondad, respeto a las cosas y a las personas, y optimista y consoladora esperanza, que es la última palabra de todos mis libros”, como dice él, en un acto de humildad, para justificarse de la aceptación del homenaje que se le hacía. Cada vez que leo esas palabras no puedo por menos de envidiar a ese ilustre y culto periodista, que pudo cerrar sus artículos con palabras de optimismo y esperanza, eso que yo intento hacer una y otra vez en mis comentarios semanales, publicados en este acreditado Es Diari menorquín, sin lograrlo.
Y es que no puedo, lo confieso, me gustaría ser optimista y ver esperanzado el futuro que nos aguarda –a mí por poco tiempo ya-, pero el espectáculo “arrebatacapista” que nos ofrecen nuestras Señorías y moscones circundantes, no me lo permite. Sería mentir decir lo que no siento, mejor dicho, lo que no me dejan sentir, que ¿qué más quisiere yo que sentirme optimista?
Tenía yo dos años cuando ese homenaje que digo, plasmado en la edición de ese libro, y el periodista homenajeado se declaraba ya anciano –(“los melancólicos días de mi ancianidad”, decía)-, aunque tan sólo contaba entonces sesenta y nueve años, que no en balde nació el año 1859. Cúmplese ahora, pues, en este año 2009, el sesquicentenario de su nacimiento. Los comparo, esos sesenta y nueve años suyos, con los que yo cuento, ochenta y tres, y no acierto a comprender que se considerase anciano, aunque sí que fuese optimista y esperanzado. Al fin y al cabo, eran otros tiempos.
Ese periodista y también filósofo, era don Antonio Zozaya You, madrileño de nacimiento, hombre de espíritu eminentemente liberal, autor de numerosos libros, unos treinta, fecundo articulista –gran parte de sus artículos publicados en el diario afín a su ideario, El Liberal-; por sus méritos fue nombrado por el Gobierno provisional de la República, en el año 1931, director del Patronato de la Biblioteca Nacional.
Al releer el prólogo de ese libro, al llegar a la protesta de ancianidad que hace su autor, recuerdo un párrafo de una poesía escrita en el verano de 1996, estando en Almuñecar. Tenía yo entonces setenta años, parecida edad a la de don Antonio Zozaya -69- al hablar de esa ancianidad que dice tener. Pues bien, yo, con un año más, escribía así:

“”A pesar de la edad, yo no me siento
como casa dispuesta a su derribo,
es decir como anciano ya caduco,
más cerca de lo muerto que lo vivo,
más cerca de la meta de llegada
que del punto de arranque de mis bríos.

Condescendiendo un poco, me confieso
algo así como “un joven muy crecido”,
al que algunos achaques corporales
limitan movimientos y designios,
impidiendo que pueda hacer locuras
como siempre su cuerpo le ha pedido”

Me rebelo contra la palabra ancianidad, y prefiero decir que soy persona adulta, enferma y medio inválida, pero jamás anciano. Eso, nunca. Creo que es en el único punto en que discrepo de mi admirado don Antonio.
No sé si debido a que me va flaqueando la memoria –la reciente, no la remota-, muchas de las cosas que vuelvo a ver, a leer, incluso a oír, me parecen nuevas. De don Antonio Zozaya, conservo de un año para otro la memoria de su limpieza y corrección de estilo, lo brillante de su prosa, la claridad y amena rotundidad de sus frases, la originalidad en la exposición de sus ideas, la abundancia de su léxico, todas esas pequeñas cosas que a lo largo de una vida, reunidas ellas, sirven para mostrar la calidad del escritor. Por eso mismo, por guardar de un año para otro esa grata memoria en cuanto al autor y a su obra, es por lo que, apenas llegó aquí acudo a releer ese libro, que siempre me parece nuevo, titulado “Ideogramas”, que guardo como un tesoro. De paso, al cogerlo, recuerdo a mi padre, su anterior tenedor, que me lo dio a leer entonces, y también aquel Mahón de mi infancia, el de la década de los treinta del pasado siglo, tranquilo y apacible, supongo que muy distante del ajetreado Mahón actual, del que falto hace tantos años.
Y esa misma flaqueza de memoria de la que me quejo, es la que me hace ver como nuevas las cosas que he visto antes -que vuelven a sorprenderme-, y las que releo una vez más, permitiéndome gozar de nuevo plenamente de ellas. Apenas he dado comienzo a la relectura de “Ideogramas”, don Antonio ha vuelto a maravillarme con la exquisitez de su prosa, y con lo que con ella va diciendo –que vuelvo a descubrir-, como si fuese dicho sin esfuerzo alguno, pero también sin palabra alguna que falte o sobre para completar las frases, y con ellas el artículo completo.
He dado comienzo a la relectura de la primera parte, nueve artículos entresacados de su libro “El huerto de Epicteto”, que presenta agrupados como “Viejas disertaciones”, que los veo subrayados a trozos, unas veces con lápiz rojo, otras con bolígrafo, otras con lapicero de grafito, lo que manifiestamente indica que han sido leídos una y otra vez, año tras año, sin cansarme jamás de su lectura.
No resisto la tentación de reproducir aquí uno de esos subrayados: “Haber vivido bien, eso es lo que interesa”, sencilla y profunda frase –casi perogrullada-, que me trae a la memoria la forma de vivir de muchos, de demasiados, personajes y personajillos actuales –y felizmente transitorios, gracias a Dios, como cualquier otro mortal-, cuya forma de vivir parece acomodarse más a la norma de “Haberse enriquecido es lo que importa”, aparte de que con su tortuosa conducta y desmedido enriquecimiento también parecen creer que tienen asegurada una vida poco menos que eterna, en la tierra, claro.
No quiero caer en la suplantación y escribir este artículo acudiendo al cómodo remedio de ir transcribiendo citas de don Antonio -que muchas tiene donde elegir, y buenas-, pero no puedo por menos de transcribir ésta, que suele acudir a mí en muchas ocasiones, cuando intento dar comienzo a alguno de mis comentarios y encuentro dificultades para ello. Dice así: “Las tres cosas más difíciles son tomar la embocadura a una flauta, divertirse cuando lo manda el médico, y comenzar un capítulo”. ¡Qué razón tiene! Por lo menos en las dos últimas, que en la primera, por carecer de dotes musicales, lo ignoro, aunque basta con que él lo afirme así, para darlo yo por cierto.
Otra de las riquezas que nos ofrece este autor es la de su léxico, ese acervo de palabras, muchas de ellas de muy escaso uso, pero no por ello ociosas en una escritura culta, al par que de agradable y enriquecedora lectura.
Y finalmente, por no alargarme más, vuelvo a insistir en su limpieza al escribir, como decía antes y ahora repito. Lo contrario de lo que ahora hacen muy distinguidos escritores contemporáneos, novelistas afamados unos, académicos ilustres otros, acreditados articulistas los de más allá, etc., que, no sé si por hacerse los graciosos, o entendiendo equivocadamente la modernidad o el realismo, no dudan en usar del taco o de la palabra gruesa, sin pensar en el pernicioso influjo que ejercen sobre lectores jóvenes, que les toman como modelos a seguir. No pretendo transformar al escritor en un docente, pero no se le puede negar su participación, tal vez involuntaria e inconsciente, en esa labor educadora que desempeña todo el que, de una u otra forma, se manifiesta en público. Y el pecado de escándalo –aunque no pase de “escandalito”- no ha sido abolido todavía de nuestro Decálogo, o de nuestras elementales normas de urbanidad -como usted prefiera-, esas normas que, junto a las legales, hacen posible la vida en sociedad. ¿Por qué recordaré aquí aquello de “Epicurii de gregi porcos”, estudiado hace mil años? Hasta la próxima semana, amigos. Si hay suerte y me conceden prórroga, claro.
Y finalmente, con licencia de ustedes, doy mi enhorabuena a mis distinguidas, jóvenes y cultas amigas, Leonor y María Zozaya Montes, profesoras universitarias ambas, felicitándolas por el extraordinario bisabuelo que tuvieron, de los que siempre entraron pocos en arroba.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
El Barco de Ávila, 10 Julio 2009

(Publ. en www.esdiari.com del 20-07-09)

lunes, 13 de julio de 2009

22 - EL PUERTO DE ARREBATACAPAS

22/9

El puerto de arrebatacapas

Este puerto de arrebatacapas se está convirtiendo en un sainete tragicómico, en un cuadro de costumbres –no recomendables, por cierto-, pues costumbre se han hecho los despropósitos que nos muestra o deja entrever la ambigua ralea política, ubicua y omnipresente en todas partes y en todos los niveles. Toda ella, que aquí no se escapa nadie. Todos quieren ser actores –y beneficiados-, sin someterse previamente a prueba que acredite su capacidad, y todos ellos, a cual mejor retribuido. Llega un momento, en que a fuerza de mirar el espectáculo, se confunde todo, ideas, personas, acciones y desaguisados; centralismos trasnochados, inoportunos autonomismos, desaforados nacionalismos, egoístas provincianismos y hasta ridículos aldeanismos; meteduras; de pata, corrupciones y enjuagues; nepotismos diestros y siniestros y hasta intermedios, masculinos, femeninos y epicenos, hasta llegar a constituir un cuadro abigarrado, excesivamente cargado de personas, personajes y personajillos –más de estos últimos-, que llega a turbar al espectador desprevenido que pretende entender de qué va la función que ante él se desarrolla, que rumbo lleva la nave en la que vamos embarcados. Tal vez, en ocasiones, pueda ser debido a la escasa luz que –¿deliberadamente?- ilumina el espectáculo; tal vez falta de enfoque adecuado, tal vez cansancio ante la monotonía de la farsa, la iteración y falta de interés del argumento, el hartazgo de tener que soportar a los mismos actores, con parecidos o iguales comportamientos –poco ejemplares en ocasiones-, no lo sé, la verdad sea dicha, pero casi todo lo considera uno “déjà vu”, ansiando descubrir nuevos actores, estrenar función con argumento nuevo, y sobre todo otro estilo y otras formas nuevas, de dirigir y de interpretar, de saber comportarse, en suma.
Y lo grande es que no sabe uno si es preferible esta semi-oscuridad del escenario, esta provocada falta de enfoque, incluso esta sordera inducida o esta ceguera aconsejada, que la clara visión y entendimiento de la tragicomedia en que vivimos. Para lo que hay que ver…

Mi amigo Polidoro, a quien inquieta y desconcierta en grado sumo comprobar la mansa aceptación del “arrebatacapismo” circundante, del que apenas se pueden abarcar sus límites, importancia y trascendencia, sostiene la teoría –válida para visitar cualquier pinacoteca-, de que estando muy cerca del cuadro no se aprecian sus detalles, de que hay que guardar cierta distancia para verlo mejor, distancia que se adquiere con la edad del espectador y usando de ciertas normas éticas de interpretación, cada día más olvidadas, cuando no abiertamente rechazadas, especialmente por los actores de la farsa.

Puede ser que tengas razón, Polidoro –le digo-; la edad avanzada –la tuya y la mía, por ejemplo-, esta que obligadamente nos conduce al desasimiento de todo, a la renuncia forzosa de unas cosas –antes apreciadas-, y a la voluntaria de otras, convencidos ya de la inanidad de las mismas, puede situarnos en condiciones privilegiadas de alejamiento para contemplar este cuadro, estos actores y sus ridículas interpretaciones sobre el escenario político, que, desde luego, no merecen aplauso. Ni pitada tampoco, pues la buena educación no debe perderse jamás. Ni aunque lo visto y oído sobre el escenario llegue a producir asombro, cuando no indignación. Y hay momentos en que es tan insólito e increíble el espectáculo, que incluso -pasado el asombro inicial-, si se goza de este prudencial alejamiento, puede uno –como tú me dices-, estallar en carcajadas al ver como se mueven, gesticulan, se agreden e insultan los polichinelas de turno.

Sí, José María –me responde-, esos grandes cuadros que pueden verse en nuestros museos, con muchos personajes en primer plano e innúmeros figurantes alrededor, como no te alejes de ellos no alcanzas a verlos con nitidez. Entonces te quedas asombrado de la belleza de la pintura y de la capacidad artística de sus autores. Ahora, con el cuadro panorámico político, visto desde lejos, te pasa lo mismo, pero a la inversa, y no puedes –si no quieres echarte a llorar-, que reírte a mandíbula batiente, del cuadro en general, de sus personajes centrales, de los personajillos adheridos, de la conducta observada por bastantes de todos ellos, de la ausencia de sentido común en el modo de obrar, ese sentido común por el que rogaba a Dios mi esposa, de que hablábamos en anterior comentario. Y no incidamos de nuevo –aunque tal vez sería necesario-, en lo de la “acrisolada honradez” y el “acendrado amor a la Justicia”, que mi mujer añadía en sus preces al Señor, y que yo –desde entonces- he hecho mías.

Vamos Polidoro –mejor dicho nos llevan, forzadamente- por buen camino. Leo hoy que en el primer semestre del año que sufrimos, han cerrado el negocio 87.000 autónomos. Cada día que sale uno a la calle se encuentra otro nuevo local de negocios que ha echado el cierre y otros varios que lo anuncian, ofertando en saldo su mercancía. A mí se me cae el alma a los pies. Cada cierre supone una serie de tragedias encadenadas: La del dueño de negocio, la de sus empleados –que pasan a engrosar el paro-, la de los acreedores que se quedan sin cobrar la mercancía que entregaron en su día, y finalmente –por no ahondar más- la del dueño del local, que deja de cobrar la renta, muchas veces imprescindible ayuda para sobrevivir, tal el caso de vivir el arrendador sin otra fuente bastante de ingresos. Salir a pasear y ver escaparates se está convirtiendo en cosa del pasado; ahora es a pasear y ver cartelitos de “Se alquila”, verdaderamente entristecedores. ¡Para echarse a llorar! Aunque tú me digas que para echarse a reír. Como no sea con lúgubre risa…, la risa del ahorcado. Pero en fin, la política es tan atrayente y remuneradora que no merece la pena preocuparse por nada de lo que pasa alrededor. Siempre que te dediques a ella, claro. Lo malo es para los que no se dedican, no viven, de la política, a los que, encima de sus preocupaciones, quizá para que se rían, se les asegura que todo va bien, y que a la vuelta de la esquina todavía irá mucho mejor. Las palabras de consuelo a una persona se le prodigan al verla en fase preagónica, un caritativo engaño, cuando lo que necesita son medicinas acertadas, intervención quirúrgica urgente si es preciso, no eso de “Hoy tiene usted mejor cara, seguro que a la semana que viene le mandan ya a casa”. A casa no sé, pero al cementerio, seguro.

A mí, José María –me dice-, no hay quien me quite de la cabeza que la culpa, más que de los políticos, es del culto al dinero, culto que se ha instaurado universalmente, que se ha institucionalizado oficialmente, unido esto a la relajación de la ética, con olvido de una serie de principios por los que nos regíamos los hombres, cuya observancia servía para medirlos y clasificarlos: Honrados, y los otros. Y es compresible que se quiera ganar dinero, asegurarse el porvenir, pero de eso a la acumulación media un abismo. Y digo yo que ¿para qué? La vida es tan corta y pasa tan rápida que de nada les va a servir lo acumulado. Es de lo que hablábamos antes, de que es precisa una distancia para poder apreciar las cosas, y los ochentones, a punto de cumplir la fecha de caducidad, nos damos cuenta de la inanidad de esas riquezas, sobre todo relacionándolas con las formas y modos con las que se han adquirido, no pocas veces a costa de indignidades y sacrificios ajenos. ¿Qué esto es filosofía barata? Pues claro que sí, y con ella basta para ir con la frente alta y la conciencia limpia, que es de lo que se trata. Eso de dimitir antes de que nos cesen, o eso de que le cesen a uno a la fuerza, por corrupto, o engañar para que te voten, o que no te vuelvan a votar por haber engañado o por ineptitud manifiesta, podrá estar muy bien pagado, pero sólo en moneda, no en consideración de los hombres de bien. No quiero, ni busco, ofender a nadie, y si usted, Señoría, no se encuentra incluido entre los adoradores del becerro de oro, entre los que anteponen la satisfacción del ego a la satisfacción de las necesidades públicas, al cumplimiento del deber, no sabe cuanto me alegra y satisface, aprovechando esta ocasión para felicitarle, y para felicitarme también a mí, como le dije en una ocasión a un político probo, al que conocía por sus obras, cuando lo reeligieron.

Sí, Polidoro –le digo-; no insistas y déjalo ya, serénate, que todavía se pueden encontrar políticos instruidos, honrados y justos, aunque tú no los conozcas. Te lo aseguro. La pena es que no haya más, dicho sea todo esto “animus iocandi”.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 6 Julio 2009

(Publicado en www.esdiari,com el 13-07-09)

20 - TESTGOS DE CARGO

20/9
Testigos de cargo

Llevo unos días pensando en ello. Hay que ser muy iluso para creer que lo mal hecho –mal hecho, mal dicho, mal adquirido-, puede permanecer oculto siempre, toda la vida en la oscuridad más absoluta, sin que nadie se entere de ello. Nunca. Debo advertir que hace muchos años que puse en entredicho las palabras “siempre” y “nunca”. La vida me enseñó a no fiarme de eternidades terrenas y a saber que si algo la caracteriza, a ella –la vida-, y a los que vivimos en este mundo, es la transitoriedad de las cosas, de las ideas, de las modas, de los medios, de los modos, etc., y sobre todo de las personas. Por algo dice un proverbio árabe que basta sentarse a la puerta de tu casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo, adagio, refranillo o frase hecha que evidencia la transitoriedad de todos, del primero al último. Todos pasamos. Por muy importantes que nos creamos ser, por mucho que engolemos la voz intentando sentar cátedra, por mucho que nos empinemos, por mucho que enarbolemos el importante cargo que nos dieron, la mayoría de las veces sin merecerlo. Somos simples pasajeros. Y además de muy corto viaje.
Pero sí, creo admisible utilizar lo de “siempre” referido al caso o casos concretos a que vagamente aludo, sin pararme a profundizar en ellos. Al fin y a la postre, la porquería huele mal al removerla, aunque algunos se obstinen en hacerlo. Así pues, no removamos. A mi entender, una cosa es dar la noticia –de lo puerco-, y otra muy distinta reiterarse en pregonarla con todo detalle, desde quien lo hizo, hasta cómo o cuando lo hizo. No lo sé, tal vez sea necesario hacerlo así, sobre todo si la obstinada realidad nos demuestra las escasas responsabilidades que se exige a los autores de los desaguisados. Por lo menos, avergonzarles, someterles a la rechifla general.
A lo que yo me refería es a que hay que ser muy primo, por decirlo de algún modo, para creer eso que decía al principio, de que lo mal hecho, dicho o adquirido, puede permanecer “siempre” oculto. No sé ciertamente si el hombre es un ser sociable, pero la vida me ha forzado a creer que el hombre vive obligadamente en sociedad, no tiene otra alternativa, rodeado de otros hombres, observado por éstos, potencialmente sujeto a la crítica ajena. También a la alabanza, aunque ésta –casi siempre reservada para el poderoso-, se dé en muy contados casos. Se prodiga más la crítica que la loa, sobre todo entre prójimos cercanos –jefes y subordinados-, cuyas acciones pueden ser más fácilmente controladas, por trabajar juntos, por tenerlas ante los ojos, por su evidencia y desproporción, por mucho que el observado trate de ocultar o enmascarar su vida. Y con ella, sus torpes acciones.
Ese vivir en sociedad adquiere tintes especialmente peligrosos cuando el sujeto, por razón de su status, de su poder, de su dinero, de sus éxitos, de su primacía jerárquica de cualquier tipo, necesita del concurso de quienes le rodean para realizar sus hazañas, para cumplir sus caprichos, cometer sus desafueros, hacer sus viajes, o para mantenerse en el puesto. Aunque en un principio pueda darse la lealtad al jefe, que no es otra cosa que dar por bueno lo hecho por éste sin entrar en indagaciones, con el paso del tiempo, dada la imperfección humana, se esfuma el halo de perfección con que se adornaba éste al comenzar la relación, y al suceder esto, quienes le rodean o de él dependen, van tomando nota de aquello que, en ese jefe, no se ajuste a una recta norma de conducta.
Recuerdo el caso de un interventor general de una importante sociedad de crédito, que coleccionaba cuantas pruebas iba adquiriendo de la falta de honradez del director de la misma, no de las faltas de honestidad, como ahora dicen algunos, confundiendo el culo con las témporas. Desde un principio empezó a hacer esto de la recopilación para cubrirse las espaldas, buscando demostrar que su firma –la de interventor, dando el visto bueno al abono de los gastos presentados a cobro por ese director-, venía estampada más abajo y con fecha posterior a la de su superior jerárquico ordenándola. Si no hallaba correcta o justificada debidamente la factura que se le presentaba a examen, la devolvía a su jefe, con una nota, rogándole que la regularizara previamente con su firma. Sabía que, en cierto modo, se hacía cómplice de los desafueros del director, pero se excusaba en la creencia de no haberse beneficiado y en la de actuar, al dar su visto bueno, obligado por fuerza mayor: La de su desalmado “superior”.
Era en el tiempo de las pesetas, de añorada memoria. Por ejemplo, el director presentaba al cobro una factura por gastos de dos días, realizados por él en un viaje a Córdoba, por un importe de seiscientas mil pesetas. Ante la enormidad de la cifra, sin entrar en si la factura era real o simulada, devolvía la misma al director para que éste la autenticara y diere el conforme a la suma, estampando su firma y fecha de aprobación. El director –según le decía un subdirector amigo-, se subía por las paredes con la exigencia del interventor, subordinado suyo, pero se veía obligado a estampar su firma y fecha si quería cobrar. Al volver la factura al interventor, éste fechaba distintamente y firmaba luego, aprobando el abono. De cada movimiento o viaje que hacían estas facturas –entre intervención y dirección-, sacaba el interventor sucesivas fotocopias que guardaba cuidadosamente en una abultada carpeta. A nadie enseñó jamás las pruebas recogidas, al fin y al cabo no buscaba hacer daño al jefe, tan sólo demostrar que tales pagos habían sido autorizados previamente por el mandamás de la casa.
Ya murió aquel escrupuloso interventor, sin que tuviera que usar de aquellas pruebas prefabricadas en su descargo, previendo que un día se descubriere el pastel –los abusos del señor director-, y se pretendiere involucrarle en el despojo de la entidad. Si el director dice que una factura es corriente y puede pagarse, ¿qué va a hacer un subordinado, por muy interventor general que sea, sino firmar la orden de pago? Le va el puesto en ello.
He conocido gentes que coleccionaban toda clase de desafueros alcanzados a percibir por ellos, desde faltas de puntualidad de sus jefes, pasando por ausencias injustificadas, utilización de personas y de medios –desde ladrillos hasta viajes en avión oficial- en provecho propio, rápidos enriquecimientos de no justificado origen, muestras de exhibicionismo incontrolado, vida desordenada, casos de doble vida, actos de flagrante nepotismo y además reiterado, traiciones solapadas, etc., etc… ¡Son tantas las ocasiones que se dan para apartarse del recto camino! Sobre todo cuando el caminante es hombre poderoso. Que no en balde el poder enceguece a quien lo tiene. ¡Y qué difícil es caminar rectamente cuando se está ciego
Pensando en esa mutua dependencia, en esa insoslayable relación que nos une a los hombres todos, vuelvo a decir que no comprendo las conductas de ciertos individuos, que actúan como si vivieran en solitario y en solitario pudiesen cometer sus desafueros, olvidando que otros ojos habrán de ver cuanto hacen, otros oídos oír lo que dicen, y otros interventores controlar sus desmanes económicos, como le sucedía a aquel director que digo.
Y dichoso aquel a quien su fiscalizador no pretende hundir, que sólo busca cubrirse las espaldas con esa acumulación de pruebas en descargo propio, como hacía el interventor citado antes. No es lo corriente. Unas veces motu proprio, muchas otras por encargo, se vigila al jefe y se toma nota de sus desmanes con el fin de hundirle a la primera ocasión que se presente, al primer desafuero de envergadura en el que se le coja, al primer desencuentro que con él se tenga, cuando no a la primera vez que no se someta dócilmente o no quiera compartir el fruto de sus desmanes. ¡Son tantos los motivos y tantas las causas…!
Todos, pero muy especialmente el hombre dotado de poder, vivimos en una especie de escaparate, a la vista de los demás, y nadie con mediano seso, por mucha urgencia que tenga, muestra sus miserias en público o se pone a rascarse los entresijos a la vista de todos, convirtiéndose en objeto de mofa, de chufla o de pitada general, al verle en tales apreturas.
Pues eso es lo que hacen algunos, el ridículo, al dejarse llevar por sus acuciantes aires de grandeza y creerse a cubierto de miradas ajenas, en ese momento y siempre, a perpetuidad. Actúan como si estuviesen solos en el mundo. Tal vez por creernos a los demás unos seres insignificantes, casi inexistentes, diría yo. Y desde luego, prescindibles.

Mi amigo Polidoro, que entra ahora en mi cuarto de trabajo y ha leído lo hasta aquí escrito, añade:
-A los que así obran, según los entendidos en la materia, se les puede aplicar en descargo de sus irregulares conductas, que quizá pudieron actuar movidos por una fuerza incoercible, fruto tal vez de algún viejo complejo de inferioridad adquirido en su infancia, como buscando resarcirse de antiguas privaciones, de las que se avergüenzan.
-No sé, Polidoro –le respondo-; más bien creo que pudiera ser producto de una indigestión, de un exceso de poder mal digerido, cuando no de súbita ceguera al alcanzar lo que jamás soñaron. Ni tal vez merecieron. De todas formas, unos pobres ilusos. Me recuerda esto lo que dice el Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, en su Fábula del león enfermo, del Libro del Buen Amor: “Y como ya dice Jesuscristo, no hay nada tan escondido / que con el paso del tiempo no se sepa”. El paso inexorable del tiempo, sacando a la luz sus hazañas, se lo viene a demostrar. A su pesar. No están solos en el mundo. Todos estamos vigilados, y ellos más. Esa vigilancia va en el cargo.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 22 Junio 2009


(Publicado en www.esdiari.com el 29-6-09)
21/9

Urnas, ¿a favor, o de castigo?

Ya fueron, ya quedaron atrás las elecciones al Parlamento europeo, ya votamos –los pocos que lo hicimos- y ahora, ¿qué? Pues ahora, “na”. A seguir igual, y pidiendo a Dios o al diablo –cada cual elija intercesor conforme a su gusto o sus creencias-, ahora, a pedir que no vayamos a peor. Que es lo previsible.

En tanto no se conciban los cargos políticos –me dice mi amigo Polidoro-, como una carga, mientras no prime en la casta política la vocación de servicio sobre la de autoservicio, en tanto no se deje de pensar en el ejercicio del cargo como solución de los problemas personales de cada uno –de ellos-, en considerarlos como fuente de ingresos seguros y a ser posible casi vitalicios, o por lo menos aseguradores del futuro –también de ellos-, mal camino llevamos. Aquí siempre priman “ellos”. Faltaría más.
Y que nadie se escandalice por lo que digo –agrega Polidoro-, que contra nadie en concreto se dice esto, pero mírese a sí mismo cada uno y saque conclusiones comparando lo que era antes de meterse a redentor del género humano con lo que ha llegado a ser después, y ello sin necesidad de estudios y mucho menos de reñidas oposiciones. Es lo bueno que tiene la política, que es engendradora de ciencia infusa, y que -metido en ella- hasta el más lerdo e ignorante puede hablar ex cátedra. Y así nos va, ciertamente.

Puede que tengas razón, Polidoro amigo –le respondo-. Es doloroso tener que decir esto; más grato resultaría para cualquier contribuyente poder coger el botafumeiro y sahumar a sus señorías, de cabo a rabo, como si en verdad fuesen lo que ellas creen ser, casi dioses. El poder enceguece, de eso no hay duda, y ello hasta tal punto que sus ojos –los del político ejerciente- vienen a distorsionar voluntariamente, al par que complacidos ellos, las realidades sobre las cuales sobrenadan, flotando y meciéndose sus señorías como en un mar de irrealidades, las que íntimamente se forjan ellos para vivir felices, o les falsean sus más próximos y obligados seguidores, ebrios aquéllos con los aplausos de éstos, muchos de los mismos -de éstos-, discretos “sobrecogedores”, es decir beneficiarios, en un sentido o en otro, de sus mercedes.

Veo la tele, José María -sigue hablando Polidoro-, y en ella aparecen viejos conocidos, y al verles actuar, gesticular y pronunciarse con engolamiento, con aires de autoridad y hasta con cierto empaque doctoral, rodeados de un halo de suficiencia y sabiduría, queda uno admirado de ver lo que han subido y prosperado, lo mucho que han aprendido en tan pocos años, cuando ninguno de los que les conocíamos dábamos dos cuartos por ellos ni les augurábamos un futuro con una situación tan cómoda y despejada como la que ahora disfrutan. Con las obligadas y naturales excepciones, claro. Eso no se discute, que de todo hay en la viña del Señor. Todos mis respetos para los no comprendidos en esta inane crítica, y hasta para los incursos en ella, que con la misma no se pretende ofender ni derrocar a nadie. Simplemente, opinar, sin “animus offendendi” alguno.

Así es, buen amigo –le respondo-. Inútil es decir que me alegra ese ascenso, político y económico, de todos ellos. Nunca fui envidioso del bien ajeno, renunciando a cuantos envites se me hicieron para ingresar en uno u otro partido, ocupar uno u otro cargo, que no en balde, en un detenido examen de conciencia y de aptitudes, practicando el “nosce te ipsum” de los clásicos, siempre reconocí mi total ineptitud para ingresar en la casta política, mi incapacidad para esas lides. Preferí conservar mi independencia y poder aplaudir o callar a mi antojo, sin someterme a servidumbres político-jerárquicas. Si alguien creo que acierta –sea quien sea, del partido que sea, azul, blanco o colorado-, lo aplaudo; y si estimo que yerra, me guardo las manos en los bolsillos. No, no es necesario silbar para manifestar el descontento, nunca supe hacerlo, ni me pareció educado; basta con rectificar el voto, cuando llegue el momento oportuno. Casi es para lo único que sirven las urnas, ideadas éstas más para los votos de castigo que de otra cosa, por lo menos votos de desaprobación, urnas para el periódico tirón de orejas al incumplidor, fatuo o ignorante. Es triste que así sea, pero cuando llegan las elecciones doy en pensar siempre que lo que se avecina no son elecciones, sino reprobaciones, votar “en contra de”, no votar “a favor de” nadie. Pocos, con su conducta, invitan a seguirles, ni -votados una vez- a prorrogarles la confianza puesta antes en ellos. Esa es la triste verdad, por mucho Presupuesto que gasten o derrochen en ocultarla a nuestros ojos. Es por lo único que jamás falto a las elecciones, y vive Dios que me gustaría que no fuere así, que pudiere acudir a votar ilusionado, pletórico de fe en el buen hacer de los elegidos, creyendo en su honradez, en su acendrado amor a la justicia, en lo acertado de sus futuras decisiones adoptadas en bien de todos, en su buen “seny”, en fin.

El otro día –me dice Polidoro-, sorprendí a mi mujer rezando en voz alta, creyéndose sola. Al final de sus rogativas por los familiares y amigos vivos y muertos, la oí rezar por los que tienen hambre de pan y sed de justicia, por la paz del mundo, y por los políticos que nos gobiernan, diciendo “Señor, ya que no inteligencia, dales sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia”. Nunca había creído que mi mujer, persona sencilla ella, se atreviere a pedirle tanto al Señor. No sé si le harán caso en los cielos. No le dije nada; que por rezar ella no quede pendiente la realización del prodigio impetrado tan piadosamente. Aunque me quedé pensando en su ruego: “Sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia”. ¡Ahí es nada! ¡Qué Dios la oiga! Pensándolo bien, nos conformaríamos con lo de “acrisolada honradez”, digo yo.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 1º Julio 2009

(Publicado en www.esdiari.com el 6-7-09)

jueves, 25 de junio de 2009

19/6 - DE FICHAJES, DEPORTES Y ESPECTÁCULOS

19-9

De fichajes, deportes y espectáculos


Hoy, 12 de junio, San Juan de Sahagún, es día festivo en esta ciudad, Salamanca, festivo para unos y menos festivo para otros, para cada uno según sus particulares y orteguianas circunstancias, pues eso de las fiestas implantadas por real o canónico decreto jamás llegó a convencerme. ¡Todos a divertirse! Pues no, hoy no toca, no tengo yo un día particularmente bueno, y no es que no quiera divertirme, es que no puedo reírme obedientemente, aunque vive Dios que lo intento. No tengo ánimo para emplearlo en fiestas, aunque sean las patronales. Tanta necedad en torno, tanta unanimidad, me entristece.
Los ricos, que -como decía un chungo- son amigos de la diosa Fortuna, podrán encontrarse mejor dispuestos para celebrar este día feriado, ya que parece no faltarles de nada en esta vida, y no sólo no faltarles, sino incluso sobrarles abundantemente, pero el resto, ¡ay, el resto!, tal vez para ellos hoy no sea el día más adecuado. Otro día será. Si no cascan antes. Esperemos de la misericordia divina que encuentren otro día, cualquiera, aunque no sea San Juan de Sahagún, para celebrar su particular fiestecita, aunque sea en familia y sin grandes alharacas, ni onerosos dispendios. Con una buena caldereta al estilo de Fornells, una paella valenciana, un buen cocido extremeño o un socorrido gazpacho andaluz, amén de con café, copa y puro de remate, sería suficiente, ¿para qué más? Lo del chalet en sierra o playa, descapotable en la puerta y el yate amarrado en el puerto, quede para otro día, y sobre todo para mejores tiempos, cuando no sea pecado hacer públicas ostentaciones.
Menos mal que hoy, los titulares del diario que compro y leo, producen risa, esa risa que sigue al asombro, cuando lo que lees en su portada está tan alejado de la vida del común de los mortales, tan fuera de órbita, que resulta incomprensible asumirlo, ni siquiera entenderlo, por mucho esfuerzo que pongas en ello. La festividad oficial del día la sustituiré pues por la hilaridad de la noticia. Que dicen que es de ámbito deportivo. Si eso es deporte…, iba a decir que en ese caso yo soy emperador de la China, pero no quiero molestar a nadie. Tampoco a ese emperador.
No quiero recurrir aquí al fácil y acostumbrado recurso de ampararme en citas bíblicas, trayendo a colación aquello de que Cristo valió treinta dineros, y que si Él, el mejor de todos nosotros, valió eso, esa redonda y reducida suma, nadie puede valer ni un euro más. Nos han acostumbrado a saber –por lo menos a oír- que más de uno y más de dos, se venden por más elevadas cantidades. Lo de que luego acaben algunos delante del juez, acusados de cohecho, soborno u otras especies delictivas, no altera la realidad de las compraventas, ni tampoco la de las elevadas cantidades “sobre-pagadas” y “sobre-cogidas”. Ustedes me entienden.
Al fin y a la postre, las mismas no eran nada al lado de las que el comprador de voluntades ajenas pensaba obtener con su delito, éstas incalculables. Era una especie de “do ut des”, delictivo, sí, pero de uso poco menos que normal en ciertos ambientes. Te pago mil y me llevo un millón. Y “tutti contenti”.
Cuando esa compra de voluntades ajenas -y voluntad ajena es la de querer trabajar y cumplir con el trabajo a que se dedica el comprado o usar de la influencia o poder que éste tenga-, cuando lo pagado por lograr ese trabajo, o ese enchufe, que se exige rentable y perfecto, es una cantidad que rebasa todo lo imaginable, entonces, superada la capacidad de asombro, el asombro se nos convierte en risa. ¿Y por qué no decirlo? También en pena, en avergonzada pena, en frustrante desolación al ver a qué extremos hemos llegado de falta de sindéresis, de capacidad para juzgar con seriedad lo que se hace. Ni pensar en sus consecuencias.
¿Qué por qué digo esto? Como resultado de aquello que leo, de que un club de fútbol ha pagado por un jugador “57 veces su peso en oro” –que ya son veces-, contratándole por noventa y cuatro millones de euros (15.640.284.000 pesetas), y ello, esa desmesurada contratación, después de haber contratado a otro balompedista por otros sesenta y cinco millones de euros (10.815.090.000 pesetas).
Como término de comparación y para aclararnos las ideas a los asombrados lectores, nos dice el periodista que “la suma de las dos transacciones equivale al presupuesto anual de Museo del Prado, el Reina Sofía y la Biblioteca Nacional juntos”.
O sea, descubrimos, que en el mantenimiento de esas tres instituciones culturales, en las que además se suele pagar por entrar en ellas, se gastan anualmente ciento cincuenta y nueve millones de euros (26.455.374.000 pesetas anuales), lo que supone una media diaria de casi cuatrocientos treinta y seis mil euros (72.480.480 pesetas), que tampoco es moco de pavo para un solo día. A mí, particularmente, me parece un derroche, pero ¿quién soy yo, para atreverme a opinar sobre gastos de la Administración del Estado? Sobre todo si son hechos para fomentar la cultura.
En lo que sí me considero autorizado es en opinar sobre las cantidades pagadas por esos dos futbolistas, por muy buenos que sean ellos -eso no se lo discuto-, por lo menos en cuanto al abono de esas sumas en este lugar y tiempo, es decir en España y además en medio de esta crisis que a casi todos nos afecta, galopante ésta, por mucho que digan los mandamases, empeñados éstos en anunciarnos el final de la misma a la vuelta de la esquina, el año que viene, o mejor a finales de éste. Que ya es ser optimista.
¿Puede realmente, sin ponerse en peligro de dificultades económicas, presentes o futuras, afrontar un club –por muy importante que sea o crea ser-, el pago de esas astronómicas cantidades por tan sólo un par de nuevos futbolistas? Eso, aparte de abonarles sueldos anuales de nueve millones de euros (1.500.000.000 pesetas año = 125.000.000 ptas/mes = 4.166.666 ptas/día). Periodista dixit. Desearía que sí, que pudiese hacerlo ahora, y que igualmente pudiere seguir haciéndolo en el futuro, aunque nada tengo que ver con ese club, ni con ningún otro, puesto que no soy socio, ni tampoco voy al fútbol, ni tan siquiera lo veo en la televisión, pero esos desorbitados gastos –de mantenimiento o de explotación- rebasan la capacidad de asombro del contribuyente. Que es a lo que iba.
Otras instituciones conoce uno, un día económicamente poderosas ellas, que empezaron contratando jugadores –léase consejeros-, abonándoles sueldos fuera de razón, metiéndose en aventuras descabelladas, para al final tener que recurrir al Estado salvador, el de las subvenciones –también desorbitadas-, para poder salir adelante y evitar tener que poner el ominoso rótulo de “Cerrado”, por defunción, por haber superado los gastos a los ingresos previstos en un momento de excesivo optimismo. O por sobrar tanto consejero. Lo más probable.
De todas formas, deseo éxitos a ambas partes, al club jacarandoso y postinero, a su presidente y a sus insólitos fichajes. A los aficionados me basta desearles que les abaraten las entradas y la cuota de socios. De todo corazón.
Dejemos a un lado las teorías de mi amigo Polidoro, que encuadra el fútbol dentro de la actividad empresarial de “espectáculos de masas”, no de eventos deportivos, como tampoco a esas grandes figuras le parece oportuno llamarles “deportistas”, no sé si acertada o equivocadamente. A quien juega con quien mejor le paga, entiende el ochentón Polidoro, le cuadra mejor otro nominativo, que se calla.
No comulgo con todas su teorías, pero entiendo con él que cuando media el DINERO, en mayúsculas, como en este caso que aquí comento, la deportividad queda notablemente reducida, a algo así como “deportividad”, incluso de menor tamaño. Mínimo. Dejémoslo en negocio. Sucede lo mismo que con la política, que cuando la enturbia el dinero, poco menos que deja de ser política. Todo lo más, numismática, en el mejor de los casos. Y, por supuesto, ciencias ocultas.
De todas formas, y que esto quede entre nosotros, espectáculo por espectáculo, confieso que prefiero asistir a un concierto de la Orquesta Nacional. Lo que siento es que a sus componentes, los de la orquesta, no se les abone por su trabajo los mismos sueldos que a los futbolistas. Creo que es más difícil dominar a la perfección un instrumento musical que meter un gol. Por lo menos, se tarda bastante más en aprender.
Tal vez nosotros estemos equivocados –me dice Polidoro, antes de marcharse-. Ya tenemos muchos años, somos de los de antes de la guerra. Seguramente estamos caducados y hasta puede ser que fuera de juego.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 12 Junio 2009

(Publ. Es Diari del 22.06.09)

lunes, 15 de junio de 2009

18/bis - DE LOS ESTULTOS Y SU NÚMERO

18-BIS

De los bíblicos estultos y de su número infinito.

Ayer tarde, con mi buen y viejo amigo Polidoro, al que mis lectores ya conocen, hablábamos ambos de la necedad casi generalizada que impera en este mundo. No recuerdo el motivo, ¡hay tantos!, que nos condujo a recordar la cita bíblica sobre el infinito número de necios que en el mundo existen, y que, por razón de la fecha en que se compuso el libro sagrado que la encierra –la cita-, nos obliga a pensar que la necedad es consustancial al hombre y ello probablemente desde tiempos prehistóricos, cuando no desde el mismo instante de su creación. Es una de las pocas cosas, la necedad general, la que justifica o por lo menos hace disculpable la existencia de la aristocracia, entendida ésta en su recto sentido, es decir el gobierno de los mejores, que nada tiene que ver con el gobierno de los que pretenden tener sangre azulada en sus venas, blasones en las fachadas de sus casas solariegas o fortunas millonarias en los bancos, que es lo que hoy se entiende falsa y desgraciadamente por aristocracia, la aristocracia de la cuna, del dinero o del poder, juntos o separados estos tres ingredientes. No. Para mí, la aristocracia consiste en una rara mezcla de educación, ciencia y prudencia, amén de honradez y desprendimiento, lo que no es poco pedir, pero sin cuya global y simultánea posesión, y por supuesto previa acreditación, no se podría acceder a las labores de gobierno, es decir a dirigir a los demás. La aristocracia es el gobierno de los mejores, sean estos de cualquier idea o de cualquier cuna.
El derecho político es una de las asignaturas más aburridas de la carrera de leyes, por lo menos para los que carecemos de vocación política. Lo más interesante de ella es su parte histórica, el estudio de las primitivas formas de que se ha valido el hombre para gobernarse o mejor dicho para ser gobernado, puesto que de eso se trata, de las formas de gobernar a los demás sin que al que gobierna se le puedan pedir cuentas de su gestión, exigirle responsabilidad por su incompetencia ni obligarle a la devolución de la fortuna mal conseguida, es decir aprovechándose de su situación de poder, con incumplimiento de sus promesas iniciales de integridad moral, de respeto y consideración a sus gobernados. Podrá parecer una exageración lo que digo, pero no ando muy descaminado.
Hasta ahora, es evidente, todas las formas de gobierno han resultado imperfectas, y en realidad, a poco que se piense y razone, no podía esperarse otra cosa. Son leyes hechas por hombres y para los hombres, viciadas por razón de su origen, adulteradas en su génesis, burladas luego en su interpretación y aplicación por todas las imperfecciones que nos son propias, entre ellas la necedad, defecto que, basados en el documento bíblico que la declara y atestigua, puede asegurarse que es inherente al hombre, lo que equivale a decir que es de derecho divino, ya que resulta obvio que nos pudieron haber hecho prudentes «ab initio». ¿O no es así?
Me he pasado muchas horas pensando en las distintas formas de gobierno conocidas, pretéritas y actuales, tratando de analizar las causas de su fracaso y, sobre todo, como buen soñador, buscando una nueva forma de gobierno que pudiere llevar la felicidad a todos los hombres, no solamente a unos cuantos, pocos y casi siempre los mismos. Los mejores autores o creadores de ideales modelos utópicos lo han intentado, pero siempre la viabilidad de su modelo se basaba en el uso de métodos coercitivos sobre seres de carne y hueso, o en imposibles y voluntarias adhesiones de un tipo humano inexistente, dotado éste de todas las perfecciones, capaz de todas las renuncias en propio detrimento y en beneficio de la comunidad. Ni el buen gobierno puede imponerse por la fuerza –eso se llama tiranía-, ni existe el hombre perfecto que ame al prójimo como a sí mismo. El hombre es necio, pero no por eso deja de ser egoísta, requisito que considera esencial para sobrevivir.
Después de 1789 y hasta nuestros días, se usa del engañoso artificio de la igualdad de todos los hombres, a los que se pretende deslumbrar -y tal vez callar-, prometiéndoles una ilusoria democracia. Se les halaga diciéndoles y reiterándoles, a veces a voz en grito, que la soberanía reside en el conjunto del pueblo, y se les hace caer en la trampa de las urnas, con el slogan de «un hombre, un voto». Ello es una piadosa mentira o una verdad con reparos. Ni los hombres somos realmente iguales, ni es el pueblo el que gobierna, ni la soberanía radica en el conjunto de los ciudadanos, ni nuestros votos pueden ser iguales. Para votar algo, mejor dicho sobre algo, lo que sea, es preciso conocerlo previamente, y no sólo esto, sino que hay que ser capaz de analizarlo sin pasión, con discernimiento propio, sin dirigismos ajenos, libres del generalizado estigma de necedad que nos impide obrar con sindéresis.
Una de las personas más inteligentes, amén de honrada, que he conocido –mi llorado amigo Felipe-Jesús Martín García-, se negaba, allá por el año 1977, a votar en los comicios a que se nos convocaba entonces a los españoles con motivo de la nueva forma de gobierno que iba a implantarse tras la muerte de Franco. Largas conversaciones tuvimos ambos al respecto, unas veces en su despacho, otras en el mío, contiguos ambos, en el viejo edificio de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana de Avila, donde ambos trabajábamos, él como secretario de la Corporación y yo como asesor jurídico de la misma, pero no logré convencerle de que votase, de que debía cumplir un deber ciudadano, ya que no ejercer un derecho.
Al final de cada conversación, el único argumento que utilizaba para rebatir mis consejos era el de que mientras su voto valiese exactamente lo mismo que el voto de uno de los muchos necios que en el mundo son, incluidos también ellos -los necios- en el censo de votantes, él no podía rebajarse a votar. Lo de un hombre igual a un voto era cosa que no admitía y ello hasta tal punto que organizó un viaje al extranjero, por aquellas fechas comiciales, para poder presentar ante los demás, o darse a sí mismo, una excusa válida para no votar y que su falta en las urnas le fuera excusada por su condición de viajero ausente. Desgraciadamente, la víspera de su viaje, un desgraciado accidente automovilístico le arrebató la vida, dejándole sin urnas y sin viaje. Y a mí, sin tan buen amigo.
No obstante los años transcurridos sigo recordando con agrado a mi buen amigo Felipe-Jesús, y tengo presente su declarada aversión o reparo a la igualdad de voto, a la que, obvio es decirlo aquí, me sumo, pero cuya absurdidad no sé cómo remediar. Sentado el principio de que la igualdad no existe en cuanto a inteligencia y capacidad de raciocinio, lo difícil es establecer los criterios de clasificación y selección para distinguir y encuadrar a los hombres todos en distintas categorías intelectuales, políticamente hablando. Tampoco vale aquí aquello que decía un chungo conocido mío al rozar estos temas: «Necio es todo aquel que no piense como yo pienso». De lo que se venía a deducir obligadamente que como yo no pensaba igual que él, y a mi me lo decía, forzosamente tenía que ser yo un necio, de cabo a rabo. Y puede ser que así lo pensara el susodicho, y hasta puede ser -y eso es peor- que tuviera razón. ¿Porqué no? De menos nos hizo Dios.
Pero volviendo al camino principal, del que nos hemos separado, se debe reconocer que toda la literatura existente sobre la democracia es un puro sofisma, por mucho que políticos a la violeta y sesudos tratadistas de derecho político nos quieran convencer de lo contrario. Lo que existe no es democracia sino mucha demagogia, que no es otra cosa que el arte de halagar al pueblo de mil diferentes modos, para mejor aprovecharse del mismo. Empezando por el reconocimiento que se le hace del elemental derecho de igualdad ante las leyes, derecho éste que vemos conculcado diariamente en cuanto aparece por medio un imputado o sospechoso dotado de poder o de fortuna, que lo mismo da una cosa que la otra, puesto que parecen ser inseparables, al que se trata diferentemente. Y hasta deferentemente, también.
Ni soy un racionalista crítico ni lo contrario, un crítico que intenta guiarse a la luz de la razón. Para ser un «popperiano» me falta la fe, el creer en el hombre como colectivo capaz de autodeterminación tendente al perfeccionamiento moral de la especie a través de la crítica razonada de sus actos. Ochenta y tres años a cuestas son suficientes para que la experiencia adquirida me lleve forzosamente a concluir que si en el campo científico se avanza indefectiblemente gracias a la maravillosa e inagotable creatividad humana, no sucede lo mismo en el resto de lo que al hombre atañe: moral, costumbres, cultura general, arte, espíritu crítico, facultad de raciocinio independiente y tantas otras cosas que evitarían el estado de necedad generalizada en que estamos sumergidos, y -esto es lo peor- sin demostrar grandes deseos de librarnos de ella. Falta, en general, establecer una especie de plan educacional, de amplia aplicación, apasionante él para ser voluntariamente aceptado y seguido por todos, tendente a vacunar a la especie humana contra el funesto virus de la necedad.
Lo malo es que a nadie interesa -a nadie con poder bastante, se entiende-, que el hombre salga de su ancestral estado de necio ciudadano y manso contribuyente, fácil de engañar, conducir y dominar, y que pase a ser un ente de razón, dotado de espíritu crítico y que, si ineficaz e inerme considerado aisladamente, se pueda transformar en organizado y poderoso cuerpo al que sea difícil o imposible mantener en el engaño y la inoperancia, en el limbo político.
El que existan ciertos seres, filósofos de buena fe o soñadores arbitristas, que pierdan su tiempo pensando en estas y otras cosas parecidas, tratando de buscar remedio a la imperfección humana, no pone en peligro la estructura del tinglado político que nos aprisiona. El poder cuenta con medios suficientes para anular a los librepensadores molestos y contrarrestar sus ideas. De ahí la importancia que se da en las alturas a los medios de comunicación, medios que, en manos de los poderosos, directa o indirectamente sometidos aquéllos –los medios- y sumisos a las consignas oficiales, amén de agradecidos a las subvenciones económicas recibidas, se transforman en lo que yo llamo -no sé si otros también- medios de contaminación mental. Una campaña de prensa, radio y televisión bien orquestadas y sabiamente dirigida, acaba en poco tiempo con el soñador que se atreva a intentar la búsqueda de la verdad, aun reconociendo humildemente y ya de entrada que su búsqueda no pasa de ser un gesto de buena voluntad en pos de una meta inalcanzable.
Al iluso e indefenso hombre de buena voluntad, que cometa el horrendo pecado de hacer en solitario una crítica razonada del entorno político, se le hunde en el olvido y condena al ostracismo, con la misma facilidad con que se eleva a las cumbres de la gloria al filósofo sumiso o al artista mediocre que se aprovecha de la necedad ajena, por no hablar del crítico venal «sobre-venido y sobre-cogido», expresiones éstas tomadas del argot utilizado en el mundo taurino, sobradamente expresivas.
En mi desvarío y modesto análisis, llevado por la experiencia, concluyo que las conocidas formas de gobierno de las naciones deben ser superadas por otra nueva, todavía desconocida, pero en cuya búsqueda deben empeñarse los más esclarecidos pensadores, y no digo «debemos» pues ni me considero dentro de ese grupo que invoco, los esclarecidos, ni ya, a estas alturas, tendría tiempo suficiente para avanzar en su consecución, logro que -en mis momentos de decaimiento- considero inalcanzable.
De momento, me bastaría, para ser feliz, ver como se intenta disminuir, a través de una recta educación, el número de los estultos, paso previo para el avance y progreso de la humanidad dolorida, digna de mejores guías de los que “habemus”.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 6 Junio 2009


(Es Diari, 15-06-09; Blog, 15-06-09)

domingo, 14 de junio de 2009

18/9 - LA VERDAD

18-9

La Verdad

La Verdad os hará libres, eso nos dicen. Así se lee en la Vulgata: “Veritas liberavit vos”. No sé si eso será cierto en todos los casos, puesto que en no pocos de ellos, decir la verdad, proclamarla, expandirla a los cuatro vientos, gritarla, puede llevar a la cárcel. Recordemos que eso pasaba en tiempos no lejanos, y eso sigue sucediendo en muchas partes del mundo. Lo que sí sé, y en ello creo firmemente, es que la Verdad, si no libre, hará creíble a quien la diga, le hará fuerte frente a los demás, lo que no es poco. Por eso mismo, por la fortaleza que tiene la verdad, también en la Vulgata se lee: “Veritas magna et fortior prae ómnibus”, o sea que la verdad es grande y más fuerte que todo. ¿Qué usted lo duda? Está en su derecho, pero así es, o, por lo menos, así debiere ser.
La casta política, sobre todo en vísperas de elecciones, ahora y siempre, aquí y en todas partes, se muestra recelosa y desconfiada respecto al porcentaje de votantes que acudirá a las urnas a depositar sus votos. Y no debe culparse de ese poco presumible entusiasmo “votero” a los ciudadanos, puesto que la culpa no es de éstos, siempre dispuestos a seguir fiel y lealmente a quien consideren un verdadero líder, al hombre que se hizo, por sus palabras de verdad, su recta conducta y también por sus obras en beneficio ajeno, digno de toda confianza. No olvidemos que la verdad siempre es una. También lo dicen los clásicos: “Veritas semper una est”, cita que no necesita de traducción, por lo clara. El hombre, en general, también en todo tiempo y ocasión, seguirá al Mesías político que le hable palabras de verdad y actúe en su vida privada y pública de acuerdo con las normas que en su prédica imparta.
Cuando el ciudadano advierte que la verdad le es escamoteada por el predicador político, o que la conducta del candidato no se ajusta y acomoda al contenido de su discurso, sobreviene la desilusión de los votantes, la deserción de los en tiempos sus fieles seguidores, que se sienten defraudados en sus esperanzas, en ocasiones hasta estafados en su buena fe, objeto de mofa por parte del político poco veraz, que esconde sus propósitos o que no piensa cumplirlos tal cual promete. Ya lo dice el saber popular, labrado en la experiencia, casi siempre acertado en sus conclusiones: Que una cosa es predicar y otra cosa dar buen trigo.
Este tema de la verdad siempre me tuvo obsesionado, tal es la importancia que le concedo. Tan ello es así que, en el ejercicio de mi profesión, sentí una innata prevención frente a las pruebas testificales que me eran facilitadas para la defensa de mis clientes, o de las propuestas de contrario en perjuicio de los mismos, por mí colocada la prueba testifical en último lugar de las pruebas creíbles, salvo honrosas excepciones. Y si en el acontecer forense debe reconocerse el valor que tiene la verdad, así como su escasez o rareza, igual o mayor reconocimiento y estima debe dársele en el ámbito político, también por su idéntica escasez o rareza.
No voy a hablar aquí ni de la verdad procesal, ni tampoco de la verdad desde un punto de vista filosófico, limitando este comentario a la verdad que los distintos políticos, cada uno a su manera, tratan de imponer a los ciudadanos en defensa de sus particulares intereses –de ellos-, verdades que pocas veces cumplen con la exigencia de adecuarse a las realidades del mundo exterior en un momento determinado, perceptibles por quienes, sin dejarse manejar o conducir, sin estar obligados a creer a cierraojos, son capaces de discernimiento, de comparar, de elaborar y emitir juicios de valor, poniendo –si llega el caso- en prudente cuarentena lo que se le dice, y hasta a rechazarlo de plano cuando lo que le es dicho y lo que realmente sucede -o es- no guardan relación alguna, o incluso se oponen abiertamente entre sí.
Cuando se da esa discrepancia entre lo que se dice al ciudadano con lo que realmente es, ha sido o está siendo, es cuando se falta a la verdad que a éste interesa, la que le toca de lleno, la que puede condicionar su vida.
Igual sucede cuando la conducta del político no se ajusta al discurso que imparte. Una cosa es predicar igualdad entre los hombres, y otra considerarse igual, es decir con los mismos derechos y obligaciones, que ellos, el conjunto de ciudadanos de a pie, masa informe de la que el político se siente distinto y distante, ubicado él a nivel muy superior, casi tocado de la mano de Dios.
Lo que sí es evidente es que con el tiempo se manifiesta la verdad, hasta la más oculta. Tertuliano dice: “Veritas praevalebit”, es decir que la verdad prevalecerá, y no añade que siempre por ser innecesaria esa precisión. La casta política parece olvidar –o quizá desconocer- esa axiomática afirmación tertuliana al formular sus discursos, con lo que, al transcurrir del tiempo, sale a la luz la falta de concordancia –espontánea o premeditada- entre sus palabras y la obstinada realidad que se empeña, a poca paciencia que se tenga, en salir a la luz pública.
No voy a traer aquí esas faltas de verdades con las que algunos políticos trufan sus discursos, sobradamente conocidas por todos aquellos que discurren por cuenta propia y son capaces de discernir verdades de falsedades, aunque sea con ayuda del tiempo, que a todo y a todos pone en su lugar. Entre ellos mismos, en sus rifirrafes, se las ponen de manifiesto unos a otros, arrojándoselas mutuamente a la cara, como si fuesen proyectiles.
Allá ellos con su modo de ser y con su modo de vivir, tan alejado de la verdad que predican. Lo que sí es evidente es que el pueblo llano, desengañado por conductas políticas ajenas, escarmentado por injusticias, harto de falsas promesas, va distanciándose de la casta política y hasta se atreve a juzgarla. La sentencia popular, claro está, sólo puede dictarla ante las urnas, con el socorrido voto en contra de, o con el voto en blanco o con la abstención. Sería interesante llegar a saber cuantos votos son por convicción y cuantos lo son por castigo.

-La política, dice mi amigo Polidoro, hace tiempo que dejó de ser una honrosa vocación de servicio a los demás, para convertirse en una lucrativa colocación, en un bien remunerado “modus vivendi”, a ser posible con vocación de perpetuidad, en la que, llegados ellos a la poltrona, lo primero que se atiende y regula son los privilegios de los integrantes de la casta, tanto en lo que atañe a retribuciones como en el régimen especial y abreviado para gozar de una privilegiada jubilación, en abierta infracción del mandato constitucional e hiriente desconocimiento de un ministerio de igualdad que guarda respetuoso silencio ante los desafueros, en vez de denunciarlos a la justicia.

-Puede que tengas razón, Polidoro –le contesto-, pero lo cierto es que la igualdad democrática y constitucional se ha convertido en una entelequia. Basta leer el artículo de Henry Kamen, publicado en El Mundo de hoy, bajo el título de “La corrupción y las elecciones europeas”, donde se denuncia ese notorio afán de enriquecimiento que mueve a alguno de los eurodiputados, para entender la falta de interés que cunde entre los electores, para quienes resultan incomprensibles aquellos suculentos sueldos y demás gabelas, como también incomprensible que sean necesarios tantos eurodiputados para tan pocos resultados. Aquello parece haberse convertido en una especie de cementerio de elefantes, superpoblado, bien alimentado, cuya principal mira parece ser el logro de una jugosa jubilación. Y obsérvese que digo “parece”, aunque sin afirmar que lo sea. Es la conclusión a la que he llegado después de leer al señor Kamen, conclusión derrotista y entristecedora, es verdad, pero no disparatada.

La verdad no se nos dice, la corrupción la silencian, el nepotismo se intenta transformar en virtud, las nóminas pagadas con cargo al presupuesto no se publican para conocimiento de todos, las leyes especiales dictadas a favor de la casta política se ocultan vergonzosamente, y encima pretenden que les votemos. Votar a alguien cuando se ha perdido la confianza en él, exige tener poca o ninguna sindéresis. En el votante o en el votado.
Lo malo de nuestras elecciones, votantes nosotros desengañados y hartos del modo de hacer la política de una gran mayoría de los candidatos, es que nos han convertido en “votantes en contra” –la peor especie-, no en “votantes ilusionados” a favor de uno o de otro, que todos nos dan casi lo mismo, salvo prueba en contrario.
Escribo estas líneas, deslavazadas por cierto, con el ánimo por los suelos como consecuencia de los casos de corrupción que se están dando en los diversos partidos políticos, con la credibilidad -que debieran ofrecerme- en uno de sus niveles más bajos, con el desencanto a flor de piel, con un rictus de desconfianza y amargura en los labios, con un acentuado mal sabor de boca. Siempre fue mi divisa: “Veritas me dirigit”, la verdad me conduce. Claro está que jamás tuve vocación política. Ni tan siquiera de enriquecimiento.
Lo cierto es que quien, por no decir o no actuar con verdad, dejó de ser creíble para mí, no puede pedirme mi voto.
Afortunadamente, este comentario –de publicarse- se publicará después de celebradas las elecciones que tenemos encima, por lo que no tendré remordimientos de haber podido influir en ellas en forma ni cantidad alguna, por mínima que fuere.
Espero de todos los votantes que, al publicarse este inane comentario, ya hayan depositado su voto en forma tal que tampoco a ellos pueda remorderles la conciencia por el mal menor que hayan elegido. Que hayan tenido buen ojo y buena mano, amigos. Por el bien de todos.


José María Hercilla Trilla
Salamanca, 1º Junio 2009


(Publ. en www.esdiari.com del 8-06-09)

16/9 - POLIDORO, ARBITRISTA

16/9

Polidoro, arbitrista

Mi amigo Polidoro Recuenco, jubilado del noble Cuerpo de Telégrafos, garrafinista de pro, amén de librepensador a ultranza, es hombre de ideas fijas. Tal vez sea cosa de la edad. Pero tiene la inmensa ventaja de que, a pesar de la fijeza de sus ideas, no pretende ni tener la verdad absoluta, ni tampoco implantar sus creencias, sus arbitrios en economía, a nadie. Jamás le dio por la política. Siempre fue un hombre honrado, amén de independiente. Observa, piensa, razona, y saca sus propias conclusiones. El que luego venga a mí, a contármelas, a desahogarse, incluso a contrastar opiniones, es lo más natural del mundo. Para eso son –o somos- los verdaderos amigos. Para escucharnos los unos a los otros. Unas veces con delectación; otras, con paciencia, pero siempre fraternos.
Polidoro sigue obsesionado con los conceptos leídos, de “masa monetaria emitida” y “masa monetaria circulante”. Siempre hay una diferencia cuantitativa entre ellas, me dice, pero cuando más acentuada está esa diferencia es en los tiempos de crisis, cuando la masa circulante disminuye. Y sigue diciendo:

««La primera, la “masa emitida”, está sometida a control de las autoridades monetarias. Nadie puede emitir dinero sin autorización y control del Gobierno. Quien lo haga será un monedero falso. Si es descubierto, pagará su delito con la cárcel.
La de más difícil control es la “masa monetaria circulante”, la que da vida a una nación, como la circulación sanguínea da vida a una persona. Una circulación defectuosa puede conducir a la estasis sanguínea y finalmente a la muerte, ya sea por obstáculos en sus normales desplazamientos –trombos-, ya sea por congestión, súbita o lenta, en lugar determinado o por otra causa cualquiera.
Con el dinero –dice Polidoro-, pasa lo mismo. La masa monetaria –equivalente a los cuatro o cinco litros de sangre del cuerpo humano-, emitida aquélla por el Banco emisor central controlado por las autoridades, mientras fluya sin estorbos entre todos los individuos que componen la nación, mientras no se congestione o acumule en unos pocos, la nación permanecerá viva y rozagante. Lo malo es cuando se acumula entre esos pocos, excesivamente pocos, y encima los de siempre.
Otro símil que usa Polidoro es el de comparar la sociedad con una balsa flotante, no en la mar sino en el tiempo, que se mantiene a flote mientras su carga -los hombres y el dinero-, están bien distribuidos, bien estibados, repartidos no por igual, que eso sería una utopía, sino conforme la estructura de la balsa flotante lo exija. Lo importante no es el reparto igualitario, utópico él, sino el reparto inteligente, el que garantice una navegación serena, sin peligro de naufragio, y sabido es que una estiba mal realizada trae consigo una escora, por débil que sea, y que si ésta no se detiene sobreviene el naufragio, equivalente, en términos económicos, a la crisis.
Y ésa –sigue diciéndome Polidoro-, es la situación actual. La estiba de la masa circulante realizada durante estos últimos años ha sido llevada a cabo en forma irregular, aparte de incontrolada, sin atender a la deseable estabilidad de la sociedad, acumulándose su mayor porcentaje tan sólo en una de sus amuradas, a un lado, es decir repartida entre muy pocas manos –las de los elegidos o las de los insaciables e insolidarios avariciosos-, hasta lograr primero la escora y finalmente el naufragio de la sociedad, la crisis, que no ha hecho más que empezar. El naufragio acaba cuando se toca fondo. Aún no lo hemos tocado. Estamos descendiendo. No sabemos hasta qué profundidad.
En estas circunstancias –las de la mala estiba-, no cabe remediar la escora de la nave social aumentando la masa monetaria emitida, ya de por sí suficiente, como ha quedado probado con el desenvolvimiento económico gozado durante estos años de vacas gordas, en los que el dinero fluía abundantemente y sin obstáculos. Había exceso de dinero. Nuevas emisiones ahora, no tendrían otro efecto que la depreciación de la moneda, e igual de mala estiba de las nuevas emisiones, es decir mayor enriquecimiento de los ya sobradamente enriquecidos.
No es tarea fácil subsanar el problema de nivelar la nave. ¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién pone límites a la desmedida avaricia de algunos, para quienes toda riqueza es poca? Se nos enseña que las políticas fiscales conducen a ese fin regulador. Es falso. Nunca fue posible lograr que quién más tuviese, y sobre todo que quién más ganase, pagase más –es decir tributase a un tipo proporcional a sus ganancias- que quién ganase menos. Los tipos impositivos que gravan las rentas se estancan a partir de cierta cantidad de éstas, y ya todo lo ganado en exceso es miel sobre hojuelas, ganancias casi netas. Aquella ridiculez de que a cada uno se le debe dar según sus necesidades y cada uno debe contribuir al bien común conforme a su capacidad económica, no pasa de ser una entelequia.
Esa idea que esgrime mi admirado Cayo Lara, de limitar los ingresos altos, de establecer una especie de salario máximo, en idéntica forma a como se regula el salario mínimo interprofesional, idea digna de alabanza, no deja de ser una utopía, imposible de llevar a cabo. ¿Quién pone puertas al campo? Aparte de que ese noble impulso de algunos, de lograr mayores ganancias con su trabajo, no con especulaciones ni agiotajes vergonzosos, es lo que mueve el mundo. Sin hombres emprendedores la humanidad estaría condenada al fracaso. Hay que reconocerlo, pues así es.
No, no son esos hombres los culpables de la crisis, ni de ésta, ni de ninguna. El hombre que con su actividad, unida a sus dotes personales, crea y reparte riqueza, bienvenido sea. No así el que con sus malas artes, con sus especulaciones, con sus abusos, lo que hace es sustraer riqueza, buscando tan sólo acumular la mayor cantidad posible de dinero, ser más rico cada día, aunque ello suponga que los demás sean más pobres que nunca y para siempre.
De esa desmedida avaricia de algunos es de la que debe precaverse la sociedad, y la única manera de hacerlo –a mi entender-, es con la implantación de una política fiscal adecuada, amén de justa, cuyos tipos impositivos vayan creciendo proporcionalmente a los tramos de rentas obtenidas, llegando –si preciso fuere- hasta el 99 por 100 en los tramos altos, altísimos, desaforados, de renta, tramos cuya obtención pudiera llegar a considerarse ilícita, hasta constitutiva de delito de acaparamiento. Doctores tiene la Iglesia, es decir nuestro órgano legislativo, para considerar esta solución, única que considero eficaz para evitar la disminución de la masa dineraria circulante, disminución que conduce a la crisis de cualquier sociedad aquejada de ese mal de la avaricia de algunos, para quienes todo dinero es poco, en ocasiones hasta sin importarles el modo de enriquecerse, caiga quien caiga. Ni tampoco cuántos caigan.
Con el sistema fiscal actual, con un tipo impositivo que no excede del 43 por 100 –en el IRPF-, claro está que la carga se distribuye principalmente entre las clases medias –en sentido económico- de la población, y ello, evidentemente, no es justo, no se acomoda al principio de “a cada uno según sus necesidades, y cada uno según su capacidad”, axioma que debiere servir de guía en la aplicación de las políticas fiscales de una sociedad que se proclama justa, además de socialista. No veo yo el socialismo por parte alguna, esa es la verdad. Empezando por quienes lo predican. Bien es verdad que siempre fueron cosas diferentes predicar y dar buen trigo.
Mientras un presidente de un consejo de administración pueda cobrar impunemente 420.000 € anuales (setenta millones de pesetas), como decías tú el otro día de uno conocido, salmantino por más señas; y otro pueda gastar 510.717 euros (casi ochenta y cinco millones de pesetas) de otra Caja que preside, en comprarse un coche de superlujo (E.M. 19-05-2009, 1ª página), estaremos muy lejos de ese ideal de justicia, es decir de justa distribución de la riqueza, necesario para vivir en un estado de bienestar, donde todos tengamos cabida y podamos forjar proyectos, sin temor a crisis económicas, donde el hombre avaricioso deje de parecer –y de ser- un lobo para el resto de los hombres. ¿De qué estarán hechos algunos sujetos para considerarse siempre insuficientemente retribuidos? »»

Finalmente, Polidoro calla, no sé si extenuado por su facundia. He estado atendiendo en silencio este casi soliloquio arbitrista de mi amigo Polidoro, y debo confesar que, salvo en algunos puntos de su discurso, por lo demás sin importancia éstos, no he sido capaz de argüirle de contrario cosa alguna. Así pues, habré de poner punto final a este comentario, mejor dicho a esta transcripción de ideas ajenas, ideas “polidóricas” ellas, del más puro estilo arbitrista, diciendo tan sólo esto: “Polidoro dixit”. Juzguen ustedes. A mí, que no me reclamen.
¿Sabían ustedes que en Zurich, Suiza, la cuantía de las multas depende de la fortuna del sujeto que comete la infracción automovilística? Eso es lo justo. A mayores ingresos, mayor sanción. Como Dios manda. Y el sentido común. Y la justicia social. Si la hubiere, claro.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 19 Mayo 2009




(Publ. en www.esdiari.com del 31-05-09)

17/9 - LOS ORDENADORES EN LA ESCUELA

17/9

Los ordenadores en la escuela

La cosa no es de ahora, no, viene de lejos. Hace ya tiempo que vengo pensando en ello, concretamente desde que empezó a hablarse de repartirlos, los PC, entre los colegiales –creo que en el 2004-, como si eso fuese la panacea para todos los males que sufre la enseñanza primaria. Lo que sucede es que como ahora, con motivo del reciente discurso sobre el estado de lo que queda de la nación, ha vuelto a repetirse la misma cantinela política, también yo he vuelto a dar en pensar en todo ello, en los pobres colegiales, en los ordenadores portátiles y unipersonales prometidos, y en todo lo que viene detrás, que esa es otra. Porque el problema es siempre eso, lo que viene detrás, en la cola, a la rastra, en lo que jamás se piensa, pero que nos espera a la vuelta de la esquina, pasado algún tiempo, menos del que pensamos si tal reparto se lleva a cabo.
Dejemos a un lado el descomunal coste de adquisición de los cientos de miles de ordenadores necesarios para satisfacer a todos los colegiales, que tampoco es cosa de darlos a unos sí y a otros no, que para eso tenemos una ministra de igualdad. O a todos o a ninguno, no valen diferencias. España está boyante, rezumamos riqueza por todas partes, el Tesoro Público rebosa por los cuatro costados, se ha logrado el pleno empleo, no hay crisis que valga, podemos dejar de pensar en atender a lo necesario para podernos meter de lleno en atender superfluidades, somos felices, todos, sí, todos, no sólo los políticos. Que lo sean también los escolares a partir de 5º de primaria, y así “tutti contenti”. Una España feliz.
No entremos tampoco en los posibles enjuagues, dicho finamente esto, que en toda adquisición pública de consideración se suponen, aunque a veces sea temeraria y errónea suposición. Perdón entonces. Pero ya decía uno que en España lo que mejor funciona y es más rentable es la amistad. No entro en eso, ni a nadie culpo de ello, pero ha visto uno muchas cosas en la vida como para no ser desconfiado, o cuando menos precavido. Además, basta leer los periódicos. Los de aquí y los de fuera.
Sigamos. Tampoco entro en lo que supondrá para el Tesoro Público, es decir para los contribuyentes, la creación de un “Cuerpo técnico de asistencia técnica escolar” para mantener en funcionamiento los cientos de miles de ordenadores escolares que se proyecta repartir. Si de 600.000 antiguos funcionarios hemos pasado a los actuales 3.600.000, ¿qué importan unos cuantos miles más? Bienvenidos sean. Lo ideal sería que todos, absolutamente todos, fuésemos funcionarios, así se evitaría el riesgo de paros laborales futuros, ya que paro presente parece que no le hay. O se ignora.
Digo esto por el hecho de que, además de darle a los colegiales “su ordenador”, se habla de permitirles que se los lleven a sus casas para estudiar en ellas y en ellas hacer “los deberes”. ¿Se ha pensado cuántas manos extrañas van a tocar y enredar en esos ordenadores portátiles? Son aparatejos de precisión, y como tales, exigen que se les trate con cuidado, amén de con cierta pericia. Aparte de que hay que cargar sus baterías. ¿Quién será el responsable de su carga? ¿El maestro, el alumno, el técnico oficial de mantenimiento, o el padre del alumno? ¿O el ministro del ramo? De no ser así, de no tener carga, o de no ser adecuadamente manejados, se declaran en huelga esos aparatos. Hasta que acude un técnico en su ayuda. Pues debemos reconocer, aunque nos escueza, que no todos los docentes –antes honrados maestros de escuela- tendrán conocimientos técnicos suficientes para atender prestamente a esas previsibles interrupciones, a esas inevitables –y a veces costosas- averías que darán al traste con la formación continuada e “ininterrumpida” de los alumnos.
Al técnico en reparación de ordenadores escolares habrá que asignarle, eso es evidente, una dependencia aneja para llevar en ella su trabajo, pues no va a interrumpir el normal desenvolvimiento y desarrollo de una clase con su incómoda y abultada presencia y sus manejos. ¿O no es así?
Ya hemos aludido al desmesurado coste de los cientos de miles de ordenadores necesarios, a posibles enjuagues en su adquisición, al oneroso mantenimiento de aquéllos –de los ordenadores, no de los enjuagues, claro-, a descontrol extraescolar y domiciliario en su manejo, pero aún no hemos entrado en lo que considero más importante. Voy a intentarlo.
Hace bastantes años, primero tímidamente, después a raudales, se difundieron e implantaron las calculadoras. En un principio, cada una de ellas ocupaba una habitación entera. Tan sólo estaban al alcance de grandes empresas. Pero fueron reduciendo su tamaño hasta convertirse en portátiles, y finalmente en calculadoras de bolsillo, ya de uso generalizado, al alcance de todos, hasta de un estudiante de primaria. Al principio fueron miradas con cierta prevención en los centros docentes, por suponer un menor esfuerzo por parte de los examinandos al realizar éstos sus ejercicios, pero poco a poco se las fue tolerando, hasta acabar siendo permitidas, aparte de que era muy difícil el control de su uso, tal vez por su diminuto tamaño, que permitía su fácil escaqueo o uso subrepticio.
Desde entonces, Dios nos perdone, no hay estudiante que sepa sumar, restar, multiplicar o dividir, sin echar mano de ellas. Y no digamos, si se trata de resolver una ecuación, aunque sea de las modestas de primer grado…. Ya, ni entre los bancarios –antes acreditados sumadores de carrerilla- se encuentra quien sepa sumar de corrido. Multiplicar o dividir, no te digo; y extraer una raíz cuadrada, mucho menos. Las cúbicas, ni se sabe qué es eso.
Pues bien, si a las calculadoras, que vinieron a atrofiar la capacidad mental infantil, añadimos ahora los ordenadores portátiles, ya me dirán ustedes qué margen reservamos a los infantes para que ejerciten sus neuronas, convertidos ellos en meros espectadores de lo que aparezca en sus pantallas. El más completo y sofisticado ordenador del mundo no es capaz de superar el ordenador que cada niño encierra en su cerebro, dispuesto –si se le educa correctamente- a ponerse a trabajar, a razonar libremente, a desarrollar sus propias y particulares aptitudes, hasta convertirle en un hombre adulto, capaz de valerse por sí mismo y de ser útil a la sociedad.
Ofrece a un niño un ordenador y verás como desaparece su capacidad de escribir a mano, como desapareció su capacidad de calcular con la llegada de las calculadoras. Por otra parte ¿qué le va a ofrecer un ordenador que pueda compararse con lo que le ofrece un buen libro? ¿Qué “deberes” se hacen en un ordenador? No nos engañemos, los ordenadores han venido a desempeñar un importante papel en nuestras vidas; nos sirven de archivo, de buscadores de datos, de transmisores de noticias o avisos, de muchas cosas, sí, pero el estudio personal, el esfuerzo que el aprendizaje exige no nos lo eliminan, y mucho menos en los primeros años de nuestras vidas, aquellos en los que se forma el niño, en los que se moldea su carácter, los más importantes de sus vidas, de los que dependerá su futuro.
Gracias a aquellos muchos ejercicios de caligrafía, con papel, pluma y tintero –no se había inventado el bolígrafo-, hoy soy capaz de escribir a mano una carta, aunque ya mi letra no sea ni prima hermana de la que entonces alcancé a escribir. Ya es temblorosa, pero con ochenta y tres años no se me pueden pedir perfecciones caligráficas.
Gracias a los miles de problemas, resueltos sobre papel y calculando a mano, que tuve que resolver, hoy soy capaz de realizar sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, sin necesidad de calculadoras. A punta de bolígrafo.
Gracias a los muchos libros que tuve que manejar y las horas de estudio que se me exigieron, hoy puedo prescindir de ordenadores, sin que decline mi actividad, ni peligre mi vida por ello. No niego su utilidad para ciertos trabajos, pero sigo considerando que en la edad escolar el mejor ordenador es el que cada alumno encierra en su cabeza, y que si se lo atrofiamos por falta de uso, mal porvenir le estamos preparando.
Otra cosa sería programar en los planes de estudio, como una asignatura más, y a partir de cierta edad, el conocimiento de cómo se maneja un ordenador, de para qué sirve –además de para jugar-, de qué rendimientos y utilidades se pueden obtener de ellos. Para cuando en realidad los necesiten, que no es ahora.
Luego, el que quiera tener un ordenador en su casa, que se lo compre; o acuda a una biblioteca pública, donde el solícito y previsor mandamás político deberá cuidar de que haya alguno para uso público y gratuito.
Pero a los niños, que no me los toquen, como decía un poeta de la rosa, son sagrados, intangibles. Son arca cerrada en la que se encierra el más sofisticado ordenador que se haya podido uno imaginar: El cerebro.
De todas maneras, mirada con humor, la cosa resulta cómica. No hay ordenadores para modernizar los Juzgados, precisados con verdadera urgencia de ellos, y los repartimos en las escuelas de primaria, para entretenimiento de los alumnos, y encima de primaria, donde son totalmente prescindibles. Incluso pudiera ser que también verdaderamente desaconsejables, por lo menos desde mi modesto –y puede ser que equivocado- punto de vista. No hay ordenador que pueda sustituir a un buen maestro, por lo menos de aquéllos de mis lejanos tiempos de escolar. Hace mil años.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 22 Mayo 2009


(Publ. en www.esdiari.com del 25-05-09)

lunes, 18 de mayo de 2009

15-9 LOS QUE NOS SIGUEN

15-9

Los que nos siguen

Siempre admiré a aquellos articulistas, comentaristas o como quiera llamárseles, que escriben a diario su obligado artículo, comentario o etcétera. Una cosa es la escritura “por libre”, cuando el cuerpo se lo pide a uno, y otra muy distinta la forzada y contra reloj, tal como avasalla a más de uno, cada día obligado a entregar al periódico su colaboración, tanto para no perder la exclusiva como para cobrar lo convenido por ella.
Quien esto escribe, que es de los no obligados a hacerlo, ni tampoco de los retribuidos por ningún concepto –incorregible Quijote de la pluma-, siente una especial admiración por ellos, y muy singularmente por sus dotes de improvisación, su presumiblemente vasta cultura, su puntualidad en el cumplimiento de la obligación contraída con su editor y con sus lectores, a los que no puede defraudar faltando a la cita diaria en las hojas impresas.
Digo esto por que llevaba yo unos días sin encontrar árbol del que ahorcarme, es decir sin tema que llevar a los puntos de la pluma. Ya se va uno hartando de acudir a ese socorrido –y también aburrido- filón de la política, casi siempre para reprobarla, pocas veces para aplaudirla. Y nunca le dio, afortunadamente, por acudir a la crítica de la Iglesia católica o de las otras religiones –todas respetables-, como suele hacer un afamado y culto periodista-novelista, que parece abonado a ese tema. En eso de las creencias religiosas siempre extremé mis reparos, considerando que eran de una privacidad absoluta, una relación íntima y bilateral entre cada creyente y su Dios, cualquiera que éste fuese, sin que nadie tuviese o tuviere –pretérito y futuro- derecho para intervenir en la misma, ni ponerse a discutir lo acertado o erróneo de sus creencias. Allá cada cual con ellas, que a nadie importan, salvo a los interesados.
Pues bien, en ese estado de incertidumbre, de vacilación, casi límbico –por hallarme en el limbo-, se me entró por la puerta un mozalbete, de poco más de quince años, que venía a leerme un pequeño –por su extensión- trabajo literario que le había sido premiado en su Colegio, consistiendo el premio en su publicación en uno de los diarios locales.
A todo esto debo aclarar que esa exhibición no era espontánea, sino a ruegos míos, además reiterados, sabedor por terceras personas de que el joven andaba metido en esos berenjenales de la escritura y del concurso colegial. Como avergonzado, me dijo el jovenzuelo que tres alumnos habían sido los escogidos, y que los otros dos trabajos eran mejores y estaban mejor escritos que el suyo; que el motivo de quedar finalista no era otro que el tema escogido por él, que había sido considerado por los profesores como de más actualidad o como más oportuno que los otros. Mayor honradez no cabe, ni tampoco mayor sencillez, modestia, humildad, o como quieran ustedes llamarlo. ¡Cuán difícil es encontrar alguien que reconozca la superioridad de los demás, sobre todo si la comparación se hace con uno mismo!
Conforta comprobar como, entre la juventud que nos rodea, existen buenos modos y loables estilos de vida, acertadas formas de opinar y pensar, firmes anhelos de justicia y verdad, encomiable capacidad de sacrificio y cooperación, sentimientos altruistas, y otros muchos buenos atributos, que han sido olvidados por muchos de los adultos que se consideran incluidos dentro del grupo de los vip, de las personas verdaderamente importantes, es decir poderosas o ricas, que en eso –piensan ellos- consiste la importancia. Afortunadamente existen excepciones, entre esos adultos, pero puestos a confiar en la humanidad, más se inclina uno por hacerlo en las generaciones que llegan, en la gente joven, que en los caducos que se van –o nos vamos-, muchos de ellos –o de nosotros- desgraciadamente muy despacio. ¡Con lo poco necesarios que somos algunos!
Después de leído el articulito del joven y espigado quinceño, llega uno a la conclusión de que realmente son más importantes los sentimientos del sujeto escritor que la experiencia acumulada por él, que poca puede ser en la corta existencia de este joven que digo. No pocas veces la experiencia tiene efectos negativos: Desconfianza, recelos, egoísmo, indiferencia ante el mal ajeno, retraimiento, etc., etc., suelen ser secuelas nacidas al compás de los años vividos, hasta convertirnos en sujetos huraños y no pocas veces malhumorados, descontentos con nuestro entorno, que soñábamos muy distinto en nuestras primeras décadas de vida. Y ese desencanto, obvio es, fluye conforme se escribe, dejando un mal sabor de boca en el lector, cualquiera sea éste.
Ya el título dado por el joven escritor a su artículo es sobradamente ilustrativo: “Un tiempo para los demás”. Efectivamente, el modo de usar ese tiempo de que cada uno dispone es sobradamente ilustrativo, revelador de nuestro particular modo de ser con la sociedad. También es un bien a compartir.
Y empieza diciendo así el joven quinceño:

« Todos en este mundo hemos nacido de una madre y un padre pero no por ello, somos todos iguales. Pese a haber nacido sin ser preguntados, unos hemos tenido más suerte que otros a la hora de lograr una vida y un futuro con el que tener todo solucionado, o por lo menos, pocas preocupaciones que interfieran en nuestra vida cotidiana.
Según he empezado este artículo, pensaran que voy a hablar de lo mal que está el mundo, pero no es esa mi intención. Este artículo no va a hablar de guerras ni enfermedades, sino de las personas que, aún habiendo nacido con suerte, deciden acercarse a la parte más mísera del mundo para hacerla un poco más habitable. Son personas normales, con la diferencia de que deciden gastar, o mejor dicho utilizar, la mayor parte de su tiempo en ayudar a los demás.
Hace tiempo que fui con unos amigos a una especie de albergue para menores con problemas mentales, no porque sea muy dado al voluntariado, sino para ver cómo era aquello y para iniciarnos todos en aquel mundo de servicio a los demás. La experiencia se me hizo dura, y sinceramente, todos mis problemas me parecieron pocos comparados con los que allí encontré. Pero aun así, aquellos niños no se quejaban de su estado, como lo haría cualquier persona con mayor suerte que ellos, sino que los niños reían y disfrutaban simplemente con la presencia de los que allí trabajaban y procuraban hacer sus vidas más fáciles.
Estas personas encargadas de todo aquello, habían decidido seguir aquel camino de dificultades solo con la esperanza de ayudar a esos niños, y sinceramente, habían conseguido su propósito. ……. »
Y seguía diciendo más adelante: «Un tiempo utilizado para servir a los demás no es un tiempo perdido para el que sirve, sino que es un tiempo ganado para el que es servido, ….. Uno solo no puede cambiar todos los problemas del mundo, pero sí puede cambiar toda una vida, ….. sólo por eso ha valido la pena todo el esfuerzo realizado para conseguirlo.»

No transcribo más, que con eso basta como muestra ilustrativa de una conducta, aparte de un modo de pensar. De verdad, conforta saber que algunos de los jóvenes que nos siguen pretenden mejorar este mundo que nosotros les dejamos en herencia. Imploro de ellos su perdón por no haberles sabido dejar otro mejor. Es el que nos dejaron a nosotros nuestros mayores, y en vez de mejorarlo, como era nuestra obligación, se nos fue el tiempo en discusiones o rivalidades, cuando no en guerras, algunas de ellas fratricidas. Las peores de todas.

Entra mi amigo Polidoro, lee lo escrito hasta aquí y me dice: “No sé por q ué te callas, amigo José Maria, y dices en voz alta y orgulloso que ese mozo quinceño es tu nieto menor, Fernando Usero Hercilla, de quien ya se han publicado algunos otros artículos en este mismo Es Diari”.

Por discreción, amigo Polidoro –le contesto-; la que tu no tienes.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 3 Mayo 2009


(Publicado en www.esdiari.com del 18-05-09)