martes, 1 de junio de 2010

17/10.- REFLEXIONES EN VOS BAJA

17/10

Reflexiones en voz baja


Quisiera poder gritar a plenos pulmones que vamos por buen camino; quisiera aplaudir a los mandamases de que disfrutamos, pero me es imposible. Al revés, lo que opino, forzado a ello por lo que veo, es que estamos siguiendo un muy equivocado y tortuoso sendero, un camino que no puede conducirnos a buen puerto.
Nadie me crea agorero, ni tampoco pesimista. Siempre enfoqué la vida con valentía y con esperanza de salir ganador de ella. Pero cuando en ese afán de superación no va uno solo, cuando salir adelante no depende tan sólo del propio esfuerzo, sino que se va acompañado de otros muchos millones de personas, de conciudadanos dirigidos y sometidos a una política divergente, obligado a pasar por donde todos pasemos, y viendo además que en vez de progresar todos, es decir la nación en pleno y paralelamente todos, gobernantes y gobernados, lo que está sucediendo es la división y escisión de los ciudadanos en clases, entre ellas la de ricos y pobres; la de izquierdas y derechas; la de los ocupados y la de los parados, ésta cada día más numerosa e imparable en su crecimiento; la de los que creen en la justicia y la de los que abominan de ella; la de los que sueñan con una Patria única y grande, y la de quienes la quieren fragmentada y dispersa, en porciones independientes las unas de las otras; la que es partidaria de olvidar agravios pasados y mirar con ilusión y esperanza hacia el futuro, y la de quienes siguen pensando en castigarlos, mirando obstinadamente hacia atrás, sin capacidad de olvido y perdón; la de los que viven más que holgadamente, dedicados ellos a atesorar riquezas, y la de los que tienen que hacer filigranas para llegar a fin de mes; la de los que viven –o malviven- con el sudor de su frente, y la de quienes triunfan con la suciedad de sus manos, etc., etc.
Siempre hubo clases, ya lo sabemos, pero creo que jamás las diferencias entre ellas fueron tan señaladas. Y tan injustas. Aparte de injustificadas, a estas alturas.
Como siempre pasa en épocas de confusión social, también ahora surge en el ciudadano reflexivo la idea del Estado Utópico, la añoranza de ese Estado en el que no hay sino perfección por todas partes, y sueña con esos gobernantes que no sólo se preocupen de hacernos posible la vida, sino que también cuiden de hacernos felices. Lo malo es que el logro de ese ideal de perfección no es propio de nuestro estado de seres humanos. Desde que el hombre es hombre, no ha habido grupo social que lo consiga; ese anhelo sigue –y seguirá, no nos engañemos-, siendo un sueño.
Al hombre se le permite, en el mejor de los casos, engañándole previamente con el falso latiguillo de que es libre y vive en democracia, se le permite –digo- hasta pensar libremente, pero nada más. Piensa, sí, pero obedece, parece ser la consigna. Seguramente la de siempre.
En cuanto al obrar, por mucha libertad que nos pregonen, poco podemos hacer para adecuar el mundo real en el que vivimos, al libremente soñado por nosotros en nuestros momentos de euforia mental. Los gobiernos, éste, ése y aquél, todos, sin excepción, aunque dicen concedernos libertad, lo cierto es que no nos conceden poder, que cada día nos sentimos más reglamentados, más controlados, más estrechamente cercados en nuestra individualidad, de la que no podemos gozar sin pasar por las horcas caudinas de la omnipotente y omnipresente reglamentación, sin inclinarnos delante de una ventanilla en solicitud de la oportuna licencia o del engorroso documento administrativo, que ni se da al primero que llega, ni tampoco sin el preceptivo desembolso.
Ni soy anarquista –aunque de buena gana lo sería si creyera en la efectividad y bondad de esa doctrina-, ni simpatizo con las varias otras que hoy están en uso, que de poco nos sirven a los ciudadanos para lograr nuestra felicidad. Ninguna de ellas. Aparte de que los afiliados a los distintos partidos viven en total descuerdo con lo que nos predican a los demás. Aquellos que nos dicen, de que la felicidad no está en lo que se tiene, sino en cómo eres, no pasa de ser una falacia más de las muchas que se reparten a diario y gratis total, para consuelo del incauto contribuyente.
En la vida íntima de cada sujeto, cabría admitir ese aserto, que diferencia el tener con el ser, además de la primacía de este último verbo sobre el primero. Pero no así en la vida real en sociedad, donde –los dirigentes los primeros-, nos demuestran con su ejemplo que es mucho más importante lo que se tiene, que lo que realmente es cada uno de ellos. O cómo es, o lo que es, incluso hasta lo que sabe. No cabe ya dudar de la vigencia del dicho clásico que afirma que “Tanto tienes, pues tanto vales”. También cabría decir: tanto nos cuestas. Que no es lo mismo lo que cuesta algo que lo que realmente vale, como sabe toda sufrida ama de casa.
En estos momentos podremos presumir de muchas cosas, de muchos avances técnicos, de muchos adelantos, pero seamos veraces y confesemos que en cuanto a ética –e incluso también a estética-, de poco podemos vanagloriarnos. Vuelvo a mis clásicos y trato de consolarme –consuelo de tontos-, de que así viene sucediendo a través de los años, de todos ellos, desde que el hombre vive en sociedad.
No es que admita como incontrovertible cuanto nuestro viejo amigo Platón nos dejó escrito, buena parte de ello muestra de sus inquietudes al respecto de estos problemas de conducir a los hombres por un recto camino y bajo la dirección de un gobierno de sabios, de filósofos, como él dice. Otros antes que yo, y por supuesto también más inteligentes que yo, por ejemplo Erasmo –con quién no oso compararme-, hacemos notar que no es precisamente un filósofo el hombre ideal para dirigir el gobierno de una nación, y que quienes lo intentaron la condujeron al mayor de los fracasos. Ni siquiera, creo yo, que sea necesario un gobierno de sabios, aparte de la dificultad de encontrarlos en el momento y número oportunos. Intentó Platón hallar solución a los problemas de la vida en común, empezando por proponer la selección, educación, pruebas previas de aptitud, y final elección de la clase dirigente, pero fueron tantos los cabos que dejó sin atar, o que se negaron a anudar los que veían como se limitaba su desaforada ambición de poder, que seguimos como si Platón –y con él otros filósofos prudentes-, no hubiesen existido, ni nos hubiesen dejado por escrito el valioso tesoro, resultado de sus cavilaciones.
El Estado platónico, a poco que cavilemos, no tiene cabida en una sociedad de hombres libres, que no admitirían jamás la servidumbre a que se verían sometidos si un día se intentara implantar entre ellos ese sistema de gobierno –el de los filósofos-, ni esa ciega obediencia de todos, requerida para su viabilidad. Todas las propuestas “utópicas” que han surgido a lo largo de la historia para un recto gobierno suponen una ignominiosa dictadura, una obediencia total de unos y un poder absoluto de otros. Y ya dijo Lord Acton que Platón, al forjar idealmente su utopía, “no se percató de que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”, máxima que no debemos olvidar.
Desgraciadamente se sigue confundiendo poder con capacidad, y no digo sabiduría por que a estas alturas es desconocida esa cualidad en el ámbito de la actividad política. Nos conformaríamos los ciudadanos con la prudencia de nuestros gobernantes, que no es cosa baladí. ¿Recuerdan ustedes aquella oración que rezaba y sigue rezando la esposa de mi amigo Polidoro, en la que, entre otras cosas, después de pedir a Dios por muertos y vivos, pide por los políticos, suplicando les conceda “sentido común, ya que no inteligencia, acrisolada honradez y acendrado amor a la Justicia”?
Tanto me sorprendió aquella sencilla súplica dirigida al Señor por aquella buena mujer, que desde entonces la hice mía –la súplica, no la mujer-, uniéndome a tales peticiones. Seguramente, como punto de arranque para lograr una casta dirigente medianamente aceptable, nos bastaría que Dios hiciera caso de ese elemental deseo de los creyentes y accediera a repartir esos bienes, equivalentes a los de prudencia, templanza y rectitud, a todo aquél que se creyere elegido para guiarnos en nuestra aventura terrena. A todo aquél que supiere distinguir entre vocación política, que supone servir a los demás, y colocación política, que implica solamente servirse a sí mismo, y preferiblemente con carácter vitalicio. Además de soberbiamente retribuido, por supuesto. Que es de lo que se trata. ¡Porca política!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 22 Abril 2010

(Publ. en www.esdiari.com del 26-04-10)

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