sábado, 24 de abril de 2010

10.- ¿PACTO, O MALPARTO?

10/10

¿Pacto o malparto?


Sabido es de todos que cuando el diablo no tiene que hacer, mata moscas con el rabo. Poco más o menos, algo parecido me pasa a mí, que sin obligaciones laborales, digamos que en expectativa de destino, aunque éste sea el definitivo, encima malgasto el tiempo en ociosos pensamientos, perdiéndome en vagas lucubraciones que a nada conducen. Dios me perdone.
Y es que, la verdad, no acabo de comprender eso del Pacto o de los pactos surgidos a última hora, y además apresuradamente. Una cosa es que el Rey, Dios le conserve la vida, dé un toque de atención al Gobierno por entender que no se va por buen camino, y otra muy distinta creer que un Gobierno pueda pactar, lo que rectamente se entiende por pactar en términos jurídicos, es decir convenir entre iguales, con partidos políticos no gobernantes, es decir carentes de la “auctoritas” precisa para no ser o no verse capitidisminuidos en el tan cacareado pacto frente al partido gobernante, único legitimado, con poder suficiente, para convocar al resto de ellos a ese “impreciso” e “indeterminado” pacto de esotéricos contenido y alcance, y también con poder bastante para hacer oídos sordos a todo lo propuesto de contrario.
Entre verdaderos amigos, de los de toda la vida, idénticas o parecidas costumbres, acostumbrados a transigir entre ellos cualquier disparidad que surja en su trato diario, llegar a un acuerdo no resulta insólito, es más, es lo natural y obligado; pero pretender llegar a un acuerdo, a un vago e indeterminado pacto, tanto en extensión como en contenido, en fondo y forma, amén de en fechas y modos de aplicación, y ello entre partidos cuyos afiliados no se miran como leales adversarios políticos sino como enemigos poco menos que mortales, a los que se menoscaba y ningunea a la menor ocasión, se zahiere y hasta insulta cuantas veces se puede, y que encima no gozan de igual status, empezando porque uno de ellos, por el simple y accidental hecho de gobernar, se niega a modificar sus coordenadas y enfocar nuevos derroteros, y que otros hay que establecen la premisa de que sin doblegamiento previo del gobierno convocante no están ellos dispuestos a dar su aprobación a nada de lo que pudiera surgir en esos etéreos pactos a que han sido llamados, evidente resulta que su resultado, más que fruto de un Pacto en la cumbre, pudiera resultar el vagido de un mal “parto” de los montes.
Porque ¿para qué le sirve la autoridad a un gobernante, si no es para poder implantar la propia doctrina, la que le llevó a gobernar, la que cree adecuada para llevar el Estado a buen fin? Si se tiene un programa propio e idóneo de gobierno, y además se tiene la legitimidad que dan los votos y la autoridad precisa para implantarlo, ¡implántese de una vez! Sin más garambainas dilatorias y déjense de pactos que a nada conducen.
Si, dotado el gobernante de la inteligencia que se le supone, advierte que el programa que impuso no da los resultados que de él se esperaban, mude el programa, motu proprio o recabando los múltiples asesoramientos de que dispone a su alrededor, junto a él, que todos los consejos que reciba estarán destinados a salvar, no sólo la mala situación que se atraviesa, sino también a salvarle a él, al mandamás, puesto que ellos le serán dados por “sus” agradecidos mentores, amén de también “perceptores”.
Lo que me parece ridículo en un gobernante, advertida la mala dirección que ha impuesto a los ciudadanos y a la economía de éstos, con evidente riesgo de estrellarnos en la próxima curva, es pretender hallar la solución en partidos opuestos, que, desde el momento en que carecen de autoridad alguna para hacer valer sus propias ideas, poco representan en tan desigual trato. Además de –tal vez- no ser de fiar. Es como si cualquier vecino, encargado de administrar su casa, y viendo que ella va de mal en peor, convocara a sus más próximos vecinos de portal o de planta, con alguno de los cuales apenas se habla, ni se saludan al encontrarse en la escalera, esperando que éstos, ajenos a sus problemas, desconocedores de su medio de vida o de sus reales obligaciones familiares, dieran solución a su problema de mala administración doméstica. Amén de reírse de él, ninguna de las soluciones propuestas sería de fiar. Digo yo.
A mí, que me dejen de “divergencias ideológicas”, ni de lucha de clases, ni pamema de ninguna clase. Gobernar no es, en resumidas cuentas, otra cosa que dirigir sabiamente y administrar rectamente, eso sí, al mismo tiempo ambas cosas. En ocasiones, aunque la dirección sea mala, si la administración es buena, es decir existiendo superávit de los ingresos sobre los gastos, se puede ir tirando –aunque sea a disgusto de los ciudadanos-, hasta que una revuelta –en este caso sí de tipo ideológico-, eche todo a perder. Lo que no puede conseguirse en modo alguno, aunque la dirección hacia la que nos encaminen sea la acertada, es seguir adelante con ella cuando la administración, no sólo no es la adecuada, sino que es francamente mala. Ruinosa. Es decir, cuando los gastos de administración superen los ingresos. No es necesario recurrir al clásico refrán de que “donde no hay harina todo es mohína”. Elemental resulta que, cuando el Estado, o el honrado padre de familia, gastan más de lo que ingresan, ni la nación ni el hogar familiar son lugares seguros para vivir, y mucho menos para cimentar un futuro apetecible.
Lo cierto es que un Estado que ha renunciado a su territorio, fraccionándolo en regiones autonómicas; que se ha desprendido de gran parte de su inicial autoridad legítima, cediendo ésta a las neonatas autonomías; que ha aumentado desorbitada e innecesariamente el número de sus funcionarios, amén de amparar el crecimiento de la casta política propia, y permitido igualmente el crecimiento de la autonómica y de la municipal; que, en resumidas cuentas, y para no incordiar más, gasta mucho más de lo que ingresa, no sé qué pretende sacar con esos ilusorios pactos, como no sea repartir responsabilidades.
El Congreso, entiendo yo, es el único lugar idóneo que existe para proponer y discutir esas soluciones ajenas que ahora se buscan, y que, aprobadas o no por mayoría, el Estado es el único, en virtud de su legitimidad y “auctoritas” indiscutibles –aunque discutidas por algunos-, capaz de implantarlas en un intento de cambiar de dirección, o bien de rechazarlas abiertamente y hacernos caminar en la misma dirección que llevábamos hasta ahora. Eso sí, asumiendo su propia responsabilidad, no pretendiendo repartirla entre todos. No olvide el gobernante aquel dicho, recordado de mis tiempos de estudiante de Derecho, o sea hace mil años, que decía que “auctoritas, non veritas, facit legem”, es decir que quién está en posesión de la autoridad suficiente puede dictar su propia ley, sin necesidad de pactar con nadie.
Requerir a otros a formalizar un pacto, es una manifiesta confesión de impotencia. Y la impotencia se puede perdonar, pues es su estado natural, a un octogenario, pero jamás a un político en la cima de la vida, a esa edad gloriosa en la que se espera todo de él. Porque tiene el vigor físico, la plenitud mental, y además la autoridad ganada en las urnas, para sacarnos del atolladero, sin tener que pactar con nadie.
Que una cosa es que oiga un consejo, una advertencia, un requerimiento incluso, pronunciado o hecho ante el Congreso en pleno, y otra que, teniendo o contando con la mayoría de la Cámara, no haga lo que buenamente crea que es mejor para todos, porque así se lo dicta su “ideología política” .
Pero, vuelvo a insistir, con ideologías no se va a parte ninguna, si no va acompañada su implantación de una recta y estricta administración de los ingresos y gastos.

A este respecto, me decía el otro día mi buen amigo Polidoro Recuenco –al que ya conocen ustedes-, que si él dispusiera de autoridad, lo primero que haría sería cortar esa política de pródigas subvenciones estatales, que viene a ser una de las principales sangrías presupuestarias. Esas inexplicables, e inexplicadas, subvenciones a bancos, cajas, grandes empresas, locos proyectos varios, etc., etc., que a nada bueno conducen, salvo a enriquecer a unos cuantos, siempre a los mismos, serían suprimidas de raíz. En vez de eso extremaría la exigencia de responsabilidades, incluso penales si llegare el caso, a los malos administradores de tales desaguisados, necesitados de esas subvenciones para sobrevivir, interviniendo y limitando los secretos e incontrolados ingresos de sus directivos y consejos de administración. Eso y una política fiscal progresiva, sin fisuras ni vías de escape para eludirla, no serían malos comienzos para demostrar el espíritu de enmienda de un gobierno que se dice socialista, sin serlo realmente. Por lo menos, no se les ve en su forma de comportarse y vivir, muy por encima del resto de los ciudadanos.

Con Polidoro no entro en discusiones, y si él lo cree así, bien pudiera ser que estuviese en lo cierto. Como me decía mi hermana Pilar, los quereres vienen de los buenos procederes. Algo así como obras son amores. Y eso tanto vale para el matrimonio –a lo que ella se refería-, como para la aceptación de la casta política por parte de los sufridos administrados. Analícense a sí mismos, los políticos todos, sin excepción, y vean si son dignos de nuestros quereres, o nuestros amores. ¿O, tal vez, de nuestra indiferencia, cuando no de nuestra desconfianza? Ésta, ganada a pulso, desde luego.
No quiero ser gafe, que es triste papel para cualquiera, pero considero ese “malparto”, que no pacto stricto sensu, como una pérdida de tiempo. ¡Ojalá me equivoque! Que “errare humanum est, perseverare diabolicum”, como reconocen los prudentes clásicos.



José María Hercilla Trilla
Salamanca, 5 Marzo 2010


(Public. en Es Diari, del 08-03-10)

No hay comentarios:

Publicar un comentario