martes, 21 de julio de 2009

23/09 - ZOZAYA Y MIS REENCUENTROS ESTIVALES

23/9

Zozaya y mis reencuentros estivales

Esto es como un rito, sí; rito que gusto repetir año tras año. Empieza el veraneo y en esta segunda casa, donde guardo viejos libros, unos comprados, muchos otros heredados, me solazo con la relectura de algunos de ellos, muchos subrayados una y otra vez, testimonio el subrayado de que cada año descubro algo nuevo y deleitoso en su relectura. Este que tengo entre manos lo heredé de mi padre. Lo leí la primera vez siendo un muchacho, allá por el año 1939, estando viviendo todavía en Mahón, y sirvió para aficionarme a las buenas lecturas, en el doble sentido de fondo y forma, dualidad necesaria e imprescindible para que un libro perviva a través de los años.
Es un tomo editado en 1928, en homenaje de los lectores -y a costa de éstos-, hecho a su eximio autor, un periodista de pro, escritor de más de cuatro mil artículos, todos ellos muestrario de “las ideas de justicia y bondad, respeto a las cosas y a las personas, y optimista y consoladora esperanza, que es la última palabra de todos mis libros”, como dice él, en un acto de humildad, para justificarse de la aceptación del homenaje que se le hacía. Cada vez que leo esas palabras no puedo por menos de envidiar a ese ilustre y culto periodista, que pudo cerrar sus artículos con palabras de optimismo y esperanza, eso que yo intento hacer una y otra vez en mis comentarios semanales, publicados en este acreditado Es Diari menorquín, sin lograrlo.
Y es que no puedo, lo confieso, me gustaría ser optimista y ver esperanzado el futuro que nos aguarda –a mí por poco tiempo ya-, pero el espectáculo “arrebatacapista” que nos ofrecen nuestras Señorías y moscones circundantes, no me lo permite. Sería mentir decir lo que no siento, mejor dicho, lo que no me dejan sentir, que ¿qué más quisiere yo que sentirme optimista?
Tenía yo dos años cuando ese homenaje que digo, plasmado en la edición de ese libro, y el periodista homenajeado se declaraba ya anciano –(“los melancólicos días de mi ancianidad”, decía)-, aunque tan sólo contaba entonces sesenta y nueve años, que no en balde nació el año 1859. Cúmplese ahora, pues, en este año 2009, el sesquicentenario de su nacimiento. Los comparo, esos sesenta y nueve años suyos, con los que yo cuento, ochenta y tres, y no acierto a comprender que se considerase anciano, aunque sí que fuese optimista y esperanzado. Al fin y al cabo, eran otros tiempos.
Ese periodista y también filósofo, era don Antonio Zozaya You, madrileño de nacimiento, hombre de espíritu eminentemente liberal, autor de numerosos libros, unos treinta, fecundo articulista –gran parte de sus artículos publicados en el diario afín a su ideario, El Liberal-; por sus méritos fue nombrado por el Gobierno provisional de la República, en el año 1931, director del Patronato de la Biblioteca Nacional.
Al releer el prólogo de ese libro, al llegar a la protesta de ancianidad que hace su autor, recuerdo un párrafo de una poesía escrita en el verano de 1996, estando en Almuñecar. Tenía yo entonces setenta años, parecida edad a la de don Antonio Zozaya -69- al hablar de esa ancianidad que dice tener. Pues bien, yo, con un año más, escribía así:

“”A pesar de la edad, yo no me siento
como casa dispuesta a su derribo,
es decir como anciano ya caduco,
más cerca de lo muerto que lo vivo,
más cerca de la meta de llegada
que del punto de arranque de mis bríos.

Condescendiendo un poco, me confieso
algo así como “un joven muy crecido”,
al que algunos achaques corporales
limitan movimientos y designios,
impidiendo que pueda hacer locuras
como siempre su cuerpo le ha pedido”

Me rebelo contra la palabra ancianidad, y prefiero decir que soy persona adulta, enferma y medio inválida, pero jamás anciano. Eso, nunca. Creo que es en el único punto en que discrepo de mi admirado don Antonio.
No sé si debido a que me va flaqueando la memoria –la reciente, no la remota-, muchas de las cosas que vuelvo a ver, a leer, incluso a oír, me parecen nuevas. De don Antonio Zozaya, conservo de un año para otro la memoria de su limpieza y corrección de estilo, lo brillante de su prosa, la claridad y amena rotundidad de sus frases, la originalidad en la exposición de sus ideas, la abundancia de su léxico, todas esas pequeñas cosas que a lo largo de una vida, reunidas ellas, sirven para mostrar la calidad del escritor. Por eso mismo, por guardar de un año para otro esa grata memoria en cuanto al autor y a su obra, es por lo que, apenas llegó aquí acudo a releer ese libro, que siempre me parece nuevo, titulado “Ideogramas”, que guardo como un tesoro. De paso, al cogerlo, recuerdo a mi padre, su anterior tenedor, que me lo dio a leer entonces, y también aquel Mahón de mi infancia, el de la década de los treinta del pasado siglo, tranquilo y apacible, supongo que muy distante del ajetreado Mahón actual, del que falto hace tantos años.
Y esa misma flaqueza de memoria de la que me quejo, es la que me hace ver como nuevas las cosas que he visto antes -que vuelven a sorprenderme-, y las que releo una vez más, permitiéndome gozar de nuevo plenamente de ellas. Apenas he dado comienzo a la relectura de “Ideogramas”, don Antonio ha vuelto a maravillarme con la exquisitez de su prosa, y con lo que con ella va diciendo –que vuelvo a descubrir-, como si fuese dicho sin esfuerzo alguno, pero también sin palabra alguna que falte o sobre para completar las frases, y con ellas el artículo completo.
He dado comienzo a la relectura de la primera parte, nueve artículos entresacados de su libro “El huerto de Epicteto”, que presenta agrupados como “Viejas disertaciones”, que los veo subrayados a trozos, unas veces con lápiz rojo, otras con bolígrafo, otras con lapicero de grafito, lo que manifiestamente indica que han sido leídos una y otra vez, año tras año, sin cansarme jamás de su lectura.
No resisto la tentación de reproducir aquí uno de esos subrayados: “Haber vivido bien, eso es lo que interesa”, sencilla y profunda frase –casi perogrullada-, que me trae a la memoria la forma de vivir de muchos, de demasiados, personajes y personajillos actuales –y felizmente transitorios, gracias a Dios, como cualquier otro mortal-, cuya forma de vivir parece acomodarse más a la norma de “Haberse enriquecido es lo que importa”, aparte de que con su tortuosa conducta y desmedido enriquecimiento también parecen creer que tienen asegurada una vida poco menos que eterna, en la tierra, claro.
No quiero caer en la suplantación y escribir este artículo acudiendo al cómodo remedio de ir transcribiendo citas de don Antonio -que muchas tiene donde elegir, y buenas-, pero no puedo por menos de transcribir ésta, que suele acudir a mí en muchas ocasiones, cuando intento dar comienzo a alguno de mis comentarios y encuentro dificultades para ello. Dice así: “Las tres cosas más difíciles son tomar la embocadura a una flauta, divertirse cuando lo manda el médico, y comenzar un capítulo”. ¡Qué razón tiene! Por lo menos en las dos últimas, que en la primera, por carecer de dotes musicales, lo ignoro, aunque basta con que él lo afirme así, para darlo yo por cierto.
Otra de las riquezas que nos ofrece este autor es la de su léxico, ese acervo de palabras, muchas de ellas de muy escaso uso, pero no por ello ociosas en una escritura culta, al par que de agradable y enriquecedora lectura.
Y finalmente, por no alargarme más, vuelvo a insistir en su limpieza al escribir, como decía antes y ahora repito. Lo contrario de lo que ahora hacen muy distinguidos escritores contemporáneos, novelistas afamados unos, académicos ilustres otros, acreditados articulistas los de más allá, etc., que, no sé si por hacerse los graciosos, o entendiendo equivocadamente la modernidad o el realismo, no dudan en usar del taco o de la palabra gruesa, sin pensar en el pernicioso influjo que ejercen sobre lectores jóvenes, que les toman como modelos a seguir. No pretendo transformar al escritor en un docente, pero no se le puede negar su participación, tal vez involuntaria e inconsciente, en esa labor educadora que desempeña todo el que, de una u otra forma, se manifiesta en público. Y el pecado de escándalo –aunque no pase de “escandalito”- no ha sido abolido todavía de nuestro Decálogo, o de nuestras elementales normas de urbanidad -como usted prefiera-, esas normas que, junto a las legales, hacen posible la vida en sociedad. ¿Por qué recordaré aquí aquello de “Epicurii de gregi porcos”, estudiado hace mil años? Hasta la próxima semana, amigos. Si hay suerte y me conceden prórroga, claro.
Y finalmente, con licencia de ustedes, doy mi enhorabuena a mis distinguidas, jóvenes y cultas amigas, Leonor y María Zozaya Montes, profesoras universitarias ambas, felicitándolas por el extraordinario bisabuelo que tuvieron, de los que siempre entraron pocos en arroba.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
El Barco de Ávila, 10 Julio 2009

(Publ. en www.esdiari.com del 20-07-09)

No hay comentarios:

Publicar un comentario