lunes, 13 de julio de 2009

21/9

Urnas, ¿a favor, o de castigo?

Ya fueron, ya quedaron atrás las elecciones al Parlamento europeo, ya votamos –los pocos que lo hicimos- y ahora, ¿qué? Pues ahora, “na”. A seguir igual, y pidiendo a Dios o al diablo –cada cual elija intercesor conforme a su gusto o sus creencias-, ahora, a pedir que no vayamos a peor. Que es lo previsible.

En tanto no se conciban los cargos políticos –me dice mi amigo Polidoro-, como una carga, mientras no prime en la casta política la vocación de servicio sobre la de autoservicio, en tanto no se deje de pensar en el ejercicio del cargo como solución de los problemas personales de cada uno –de ellos-, en considerarlos como fuente de ingresos seguros y a ser posible casi vitalicios, o por lo menos aseguradores del futuro –también de ellos-, mal camino llevamos. Aquí siempre priman “ellos”. Faltaría más.
Y que nadie se escandalice por lo que digo –agrega Polidoro-, que contra nadie en concreto se dice esto, pero mírese a sí mismo cada uno y saque conclusiones comparando lo que era antes de meterse a redentor del género humano con lo que ha llegado a ser después, y ello sin necesidad de estudios y mucho menos de reñidas oposiciones. Es lo bueno que tiene la política, que es engendradora de ciencia infusa, y que -metido en ella- hasta el más lerdo e ignorante puede hablar ex cátedra. Y así nos va, ciertamente.

Puede que tengas razón, Polidoro amigo –le respondo-. Es doloroso tener que decir esto; más grato resultaría para cualquier contribuyente poder coger el botafumeiro y sahumar a sus señorías, de cabo a rabo, como si en verdad fuesen lo que ellas creen ser, casi dioses. El poder enceguece, de eso no hay duda, y ello hasta tal punto que sus ojos –los del político ejerciente- vienen a distorsionar voluntariamente, al par que complacidos ellos, las realidades sobre las cuales sobrenadan, flotando y meciéndose sus señorías como en un mar de irrealidades, las que íntimamente se forjan ellos para vivir felices, o les falsean sus más próximos y obligados seguidores, ebrios aquéllos con los aplausos de éstos, muchos de los mismos -de éstos-, discretos “sobrecogedores”, es decir beneficiarios, en un sentido o en otro, de sus mercedes.

Veo la tele, José María -sigue hablando Polidoro-, y en ella aparecen viejos conocidos, y al verles actuar, gesticular y pronunciarse con engolamiento, con aires de autoridad y hasta con cierto empaque doctoral, rodeados de un halo de suficiencia y sabiduría, queda uno admirado de ver lo que han subido y prosperado, lo mucho que han aprendido en tan pocos años, cuando ninguno de los que les conocíamos dábamos dos cuartos por ellos ni les augurábamos un futuro con una situación tan cómoda y despejada como la que ahora disfrutan. Con las obligadas y naturales excepciones, claro. Eso no se discute, que de todo hay en la viña del Señor. Todos mis respetos para los no comprendidos en esta inane crítica, y hasta para los incursos en ella, que con la misma no se pretende ofender ni derrocar a nadie. Simplemente, opinar, sin “animus offendendi” alguno.

Así es, buen amigo –le respondo-. Inútil es decir que me alegra ese ascenso, político y económico, de todos ellos. Nunca fui envidioso del bien ajeno, renunciando a cuantos envites se me hicieron para ingresar en uno u otro partido, ocupar uno u otro cargo, que no en balde, en un detenido examen de conciencia y de aptitudes, practicando el “nosce te ipsum” de los clásicos, siempre reconocí mi total ineptitud para ingresar en la casta política, mi incapacidad para esas lides. Preferí conservar mi independencia y poder aplaudir o callar a mi antojo, sin someterme a servidumbres político-jerárquicas. Si alguien creo que acierta –sea quien sea, del partido que sea, azul, blanco o colorado-, lo aplaudo; y si estimo que yerra, me guardo las manos en los bolsillos. No, no es necesario silbar para manifestar el descontento, nunca supe hacerlo, ni me pareció educado; basta con rectificar el voto, cuando llegue el momento oportuno. Casi es para lo único que sirven las urnas, ideadas éstas más para los votos de castigo que de otra cosa, por lo menos votos de desaprobación, urnas para el periódico tirón de orejas al incumplidor, fatuo o ignorante. Es triste que así sea, pero cuando llegan las elecciones doy en pensar siempre que lo que se avecina no son elecciones, sino reprobaciones, votar “en contra de”, no votar “a favor de” nadie. Pocos, con su conducta, invitan a seguirles, ni -votados una vez- a prorrogarles la confianza puesta antes en ellos. Esa es la triste verdad, por mucho Presupuesto que gasten o derrochen en ocultarla a nuestros ojos. Es por lo único que jamás falto a las elecciones, y vive Dios que me gustaría que no fuere así, que pudiere acudir a votar ilusionado, pletórico de fe en el buen hacer de los elegidos, creyendo en su honradez, en su acendrado amor a la justicia, en lo acertado de sus futuras decisiones adoptadas en bien de todos, en su buen “seny”, en fin.

El otro día –me dice Polidoro-, sorprendí a mi mujer rezando en voz alta, creyéndose sola. Al final de sus rogativas por los familiares y amigos vivos y muertos, la oí rezar por los que tienen hambre de pan y sed de justicia, por la paz del mundo, y por los políticos que nos gobiernan, diciendo “Señor, ya que no inteligencia, dales sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia”. Nunca había creído que mi mujer, persona sencilla ella, se atreviere a pedirle tanto al Señor. No sé si le harán caso en los cielos. No le dije nada; que por rezar ella no quede pendiente la realización del prodigio impetrado tan piadosamente. Aunque me quedé pensando en su ruego: “Sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia”. ¡Ahí es nada! ¡Qué Dios la oiga! Pensándolo bien, nos conformaríamos con lo de “acrisolada honradez”, digo yo.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 1º Julio 2009

(Publicado en www.esdiari.com el 6-7-09)

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