domingo, 14 de junio de 2009

18/9 - LA VERDAD

18-9

La Verdad

La Verdad os hará libres, eso nos dicen. Así se lee en la Vulgata: “Veritas liberavit vos”. No sé si eso será cierto en todos los casos, puesto que en no pocos de ellos, decir la verdad, proclamarla, expandirla a los cuatro vientos, gritarla, puede llevar a la cárcel. Recordemos que eso pasaba en tiempos no lejanos, y eso sigue sucediendo en muchas partes del mundo. Lo que sí sé, y en ello creo firmemente, es que la Verdad, si no libre, hará creíble a quien la diga, le hará fuerte frente a los demás, lo que no es poco. Por eso mismo, por la fortaleza que tiene la verdad, también en la Vulgata se lee: “Veritas magna et fortior prae ómnibus”, o sea que la verdad es grande y más fuerte que todo. ¿Qué usted lo duda? Está en su derecho, pero así es, o, por lo menos, así debiere ser.
La casta política, sobre todo en vísperas de elecciones, ahora y siempre, aquí y en todas partes, se muestra recelosa y desconfiada respecto al porcentaje de votantes que acudirá a las urnas a depositar sus votos. Y no debe culparse de ese poco presumible entusiasmo “votero” a los ciudadanos, puesto que la culpa no es de éstos, siempre dispuestos a seguir fiel y lealmente a quien consideren un verdadero líder, al hombre que se hizo, por sus palabras de verdad, su recta conducta y también por sus obras en beneficio ajeno, digno de toda confianza. No olvidemos que la verdad siempre es una. También lo dicen los clásicos: “Veritas semper una est”, cita que no necesita de traducción, por lo clara. El hombre, en general, también en todo tiempo y ocasión, seguirá al Mesías político que le hable palabras de verdad y actúe en su vida privada y pública de acuerdo con las normas que en su prédica imparta.
Cuando el ciudadano advierte que la verdad le es escamoteada por el predicador político, o que la conducta del candidato no se ajusta y acomoda al contenido de su discurso, sobreviene la desilusión de los votantes, la deserción de los en tiempos sus fieles seguidores, que se sienten defraudados en sus esperanzas, en ocasiones hasta estafados en su buena fe, objeto de mofa por parte del político poco veraz, que esconde sus propósitos o que no piensa cumplirlos tal cual promete. Ya lo dice el saber popular, labrado en la experiencia, casi siempre acertado en sus conclusiones: Que una cosa es predicar y otra cosa dar buen trigo.
Este tema de la verdad siempre me tuvo obsesionado, tal es la importancia que le concedo. Tan ello es así que, en el ejercicio de mi profesión, sentí una innata prevención frente a las pruebas testificales que me eran facilitadas para la defensa de mis clientes, o de las propuestas de contrario en perjuicio de los mismos, por mí colocada la prueba testifical en último lugar de las pruebas creíbles, salvo honrosas excepciones. Y si en el acontecer forense debe reconocerse el valor que tiene la verdad, así como su escasez o rareza, igual o mayor reconocimiento y estima debe dársele en el ámbito político, también por su idéntica escasez o rareza.
No voy a hablar aquí ni de la verdad procesal, ni tampoco de la verdad desde un punto de vista filosófico, limitando este comentario a la verdad que los distintos políticos, cada uno a su manera, tratan de imponer a los ciudadanos en defensa de sus particulares intereses –de ellos-, verdades que pocas veces cumplen con la exigencia de adecuarse a las realidades del mundo exterior en un momento determinado, perceptibles por quienes, sin dejarse manejar o conducir, sin estar obligados a creer a cierraojos, son capaces de discernimiento, de comparar, de elaborar y emitir juicios de valor, poniendo –si llega el caso- en prudente cuarentena lo que se le dice, y hasta a rechazarlo de plano cuando lo que le es dicho y lo que realmente sucede -o es- no guardan relación alguna, o incluso se oponen abiertamente entre sí.
Cuando se da esa discrepancia entre lo que se dice al ciudadano con lo que realmente es, ha sido o está siendo, es cuando se falta a la verdad que a éste interesa, la que le toca de lleno, la que puede condicionar su vida.
Igual sucede cuando la conducta del político no se ajusta al discurso que imparte. Una cosa es predicar igualdad entre los hombres, y otra considerarse igual, es decir con los mismos derechos y obligaciones, que ellos, el conjunto de ciudadanos de a pie, masa informe de la que el político se siente distinto y distante, ubicado él a nivel muy superior, casi tocado de la mano de Dios.
Lo que sí es evidente es que con el tiempo se manifiesta la verdad, hasta la más oculta. Tertuliano dice: “Veritas praevalebit”, es decir que la verdad prevalecerá, y no añade que siempre por ser innecesaria esa precisión. La casta política parece olvidar –o quizá desconocer- esa axiomática afirmación tertuliana al formular sus discursos, con lo que, al transcurrir del tiempo, sale a la luz la falta de concordancia –espontánea o premeditada- entre sus palabras y la obstinada realidad que se empeña, a poca paciencia que se tenga, en salir a la luz pública.
No voy a traer aquí esas faltas de verdades con las que algunos políticos trufan sus discursos, sobradamente conocidas por todos aquellos que discurren por cuenta propia y son capaces de discernir verdades de falsedades, aunque sea con ayuda del tiempo, que a todo y a todos pone en su lugar. Entre ellos mismos, en sus rifirrafes, se las ponen de manifiesto unos a otros, arrojándoselas mutuamente a la cara, como si fuesen proyectiles.
Allá ellos con su modo de ser y con su modo de vivir, tan alejado de la verdad que predican. Lo que sí es evidente es que el pueblo llano, desengañado por conductas políticas ajenas, escarmentado por injusticias, harto de falsas promesas, va distanciándose de la casta política y hasta se atreve a juzgarla. La sentencia popular, claro está, sólo puede dictarla ante las urnas, con el socorrido voto en contra de, o con el voto en blanco o con la abstención. Sería interesante llegar a saber cuantos votos son por convicción y cuantos lo son por castigo.

-La política, dice mi amigo Polidoro, hace tiempo que dejó de ser una honrosa vocación de servicio a los demás, para convertirse en una lucrativa colocación, en un bien remunerado “modus vivendi”, a ser posible con vocación de perpetuidad, en la que, llegados ellos a la poltrona, lo primero que se atiende y regula son los privilegios de los integrantes de la casta, tanto en lo que atañe a retribuciones como en el régimen especial y abreviado para gozar de una privilegiada jubilación, en abierta infracción del mandato constitucional e hiriente desconocimiento de un ministerio de igualdad que guarda respetuoso silencio ante los desafueros, en vez de denunciarlos a la justicia.

-Puede que tengas razón, Polidoro –le contesto-, pero lo cierto es que la igualdad democrática y constitucional se ha convertido en una entelequia. Basta leer el artículo de Henry Kamen, publicado en El Mundo de hoy, bajo el título de “La corrupción y las elecciones europeas”, donde se denuncia ese notorio afán de enriquecimiento que mueve a alguno de los eurodiputados, para entender la falta de interés que cunde entre los electores, para quienes resultan incomprensibles aquellos suculentos sueldos y demás gabelas, como también incomprensible que sean necesarios tantos eurodiputados para tan pocos resultados. Aquello parece haberse convertido en una especie de cementerio de elefantes, superpoblado, bien alimentado, cuya principal mira parece ser el logro de una jugosa jubilación. Y obsérvese que digo “parece”, aunque sin afirmar que lo sea. Es la conclusión a la que he llegado después de leer al señor Kamen, conclusión derrotista y entristecedora, es verdad, pero no disparatada.

La verdad no se nos dice, la corrupción la silencian, el nepotismo se intenta transformar en virtud, las nóminas pagadas con cargo al presupuesto no se publican para conocimiento de todos, las leyes especiales dictadas a favor de la casta política se ocultan vergonzosamente, y encima pretenden que les votemos. Votar a alguien cuando se ha perdido la confianza en él, exige tener poca o ninguna sindéresis. En el votante o en el votado.
Lo malo de nuestras elecciones, votantes nosotros desengañados y hartos del modo de hacer la política de una gran mayoría de los candidatos, es que nos han convertido en “votantes en contra” –la peor especie-, no en “votantes ilusionados” a favor de uno o de otro, que todos nos dan casi lo mismo, salvo prueba en contrario.
Escribo estas líneas, deslavazadas por cierto, con el ánimo por los suelos como consecuencia de los casos de corrupción que se están dando en los diversos partidos políticos, con la credibilidad -que debieran ofrecerme- en uno de sus niveles más bajos, con el desencanto a flor de piel, con un rictus de desconfianza y amargura en los labios, con un acentuado mal sabor de boca. Siempre fue mi divisa: “Veritas me dirigit”, la verdad me conduce. Claro está que jamás tuve vocación política. Ni tan siquiera de enriquecimiento.
Lo cierto es que quien, por no decir o no actuar con verdad, dejó de ser creíble para mí, no puede pedirme mi voto.
Afortunadamente, este comentario –de publicarse- se publicará después de celebradas las elecciones que tenemos encima, por lo que no tendré remordimientos de haber podido influir en ellas en forma ni cantidad alguna, por mínima que fuere.
Espero de todos los votantes que, al publicarse este inane comentario, ya hayan depositado su voto en forma tal que tampoco a ellos pueda remorderles la conciencia por el mal menor que hayan elegido. Que hayan tenido buen ojo y buena mano, amigos. Por el bien de todos.


José María Hercilla Trilla
Salamanca, 1º Junio 2009


(Publ. en www.esdiari.com del 8-06-09)

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