lunes, 15 de junio de 2009

18/bis - DE LOS ESTULTOS Y SU NÚMERO

18-BIS

De los bíblicos estultos y de su número infinito.

Ayer tarde, con mi buen y viejo amigo Polidoro, al que mis lectores ya conocen, hablábamos ambos de la necedad casi generalizada que impera en este mundo. No recuerdo el motivo, ¡hay tantos!, que nos condujo a recordar la cita bíblica sobre el infinito número de necios que en el mundo existen, y que, por razón de la fecha en que se compuso el libro sagrado que la encierra –la cita-, nos obliga a pensar que la necedad es consustancial al hombre y ello probablemente desde tiempos prehistóricos, cuando no desde el mismo instante de su creación. Es una de las pocas cosas, la necedad general, la que justifica o por lo menos hace disculpable la existencia de la aristocracia, entendida ésta en su recto sentido, es decir el gobierno de los mejores, que nada tiene que ver con el gobierno de los que pretenden tener sangre azulada en sus venas, blasones en las fachadas de sus casas solariegas o fortunas millonarias en los bancos, que es lo que hoy se entiende falsa y desgraciadamente por aristocracia, la aristocracia de la cuna, del dinero o del poder, juntos o separados estos tres ingredientes. No. Para mí, la aristocracia consiste en una rara mezcla de educación, ciencia y prudencia, amén de honradez y desprendimiento, lo que no es poco pedir, pero sin cuya global y simultánea posesión, y por supuesto previa acreditación, no se podría acceder a las labores de gobierno, es decir a dirigir a los demás. La aristocracia es el gobierno de los mejores, sean estos de cualquier idea o de cualquier cuna.
El derecho político es una de las asignaturas más aburridas de la carrera de leyes, por lo menos para los que carecemos de vocación política. Lo más interesante de ella es su parte histórica, el estudio de las primitivas formas de que se ha valido el hombre para gobernarse o mejor dicho para ser gobernado, puesto que de eso se trata, de las formas de gobernar a los demás sin que al que gobierna se le puedan pedir cuentas de su gestión, exigirle responsabilidad por su incompetencia ni obligarle a la devolución de la fortuna mal conseguida, es decir aprovechándose de su situación de poder, con incumplimiento de sus promesas iniciales de integridad moral, de respeto y consideración a sus gobernados. Podrá parecer una exageración lo que digo, pero no ando muy descaminado.
Hasta ahora, es evidente, todas las formas de gobierno han resultado imperfectas, y en realidad, a poco que se piense y razone, no podía esperarse otra cosa. Son leyes hechas por hombres y para los hombres, viciadas por razón de su origen, adulteradas en su génesis, burladas luego en su interpretación y aplicación por todas las imperfecciones que nos son propias, entre ellas la necedad, defecto que, basados en el documento bíblico que la declara y atestigua, puede asegurarse que es inherente al hombre, lo que equivale a decir que es de derecho divino, ya que resulta obvio que nos pudieron haber hecho prudentes «ab initio». ¿O no es así?
Me he pasado muchas horas pensando en las distintas formas de gobierno conocidas, pretéritas y actuales, tratando de analizar las causas de su fracaso y, sobre todo, como buen soñador, buscando una nueva forma de gobierno que pudiere llevar la felicidad a todos los hombres, no solamente a unos cuantos, pocos y casi siempre los mismos. Los mejores autores o creadores de ideales modelos utópicos lo han intentado, pero siempre la viabilidad de su modelo se basaba en el uso de métodos coercitivos sobre seres de carne y hueso, o en imposibles y voluntarias adhesiones de un tipo humano inexistente, dotado éste de todas las perfecciones, capaz de todas las renuncias en propio detrimento y en beneficio de la comunidad. Ni el buen gobierno puede imponerse por la fuerza –eso se llama tiranía-, ni existe el hombre perfecto que ame al prójimo como a sí mismo. El hombre es necio, pero no por eso deja de ser egoísta, requisito que considera esencial para sobrevivir.
Después de 1789 y hasta nuestros días, se usa del engañoso artificio de la igualdad de todos los hombres, a los que se pretende deslumbrar -y tal vez callar-, prometiéndoles una ilusoria democracia. Se les halaga diciéndoles y reiterándoles, a veces a voz en grito, que la soberanía reside en el conjunto del pueblo, y se les hace caer en la trampa de las urnas, con el slogan de «un hombre, un voto». Ello es una piadosa mentira o una verdad con reparos. Ni los hombres somos realmente iguales, ni es el pueblo el que gobierna, ni la soberanía radica en el conjunto de los ciudadanos, ni nuestros votos pueden ser iguales. Para votar algo, mejor dicho sobre algo, lo que sea, es preciso conocerlo previamente, y no sólo esto, sino que hay que ser capaz de analizarlo sin pasión, con discernimiento propio, sin dirigismos ajenos, libres del generalizado estigma de necedad que nos impide obrar con sindéresis.
Una de las personas más inteligentes, amén de honrada, que he conocido –mi llorado amigo Felipe-Jesús Martín García-, se negaba, allá por el año 1977, a votar en los comicios a que se nos convocaba entonces a los españoles con motivo de la nueva forma de gobierno que iba a implantarse tras la muerte de Franco. Largas conversaciones tuvimos ambos al respecto, unas veces en su despacho, otras en el mío, contiguos ambos, en el viejo edificio de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana de Avila, donde ambos trabajábamos, él como secretario de la Corporación y yo como asesor jurídico de la misma, pero no logré convencerle de que votase, de que debía cumplir un deber ciudadano, ya que no ejercer un derecho.
Al final de cada conversación, el único argumento que utilizaba para rebatir mis consejos era el de que mientras su voto valiese exactamente lo mismo que el voto de uno de los muchos necios que en el mundo son, incluidos también ellos -los necios- en el censo de votantes, él no podía rebajarse a votar. Lo de un hombre igual a un voto era cosa que no admitía y ello hasta tal punto que organizó un viaje al extranjero, por aquellas fechas comiciales, para poder presentar ante los demás, o darse a sí mismo, una excusa válida para no votar y que su falta en las urnas le fuera excusada por su condición de viajero ausente. Desgraciadamente, la víspera de su viaje, un desgraciado accidente automovilístico le arrebató la vida, dejándole sin urnas y sin viaje. Y a mí, sin tan buen amigo.
No obstante los años transcurridos sigo recordando con agrado a mi buen amigo Felipe-Jesús, y tengo presente su declarada aversión o reparo a la igualdad de voto, a la que, obvio es decirlo aquí, me sumo, pero cuya absurdidad no sé cómo remediar. Sentado el principio de que la igualdad no existe en cuanto a inteligencia y capacidad de raciocinio, lo difícil es establecer los criterios de clasificación y selección para distinguir y encuadrar a los hombres todos en distintas categorías intelectuales, políticamente hablando. Tampoco vale aquí aquello que decía un chungo conocido mío al rozar estos temas: «Necio es todo aquel que no piense como yo pienso». De lo que se venía a deducir obligadamente que como yo no pensaba igual que él, y a mi me lo decía, forzosamente tenía que ser yo un necio, de cabo a rabo. Y puede ser que así lo pensara el susodicho, y hasta puede ser -y eso es peor- que tuviera razón. ¿Porqué no? De menos nos hizo Dios.
Pero volviendo al camino principal, del que nos hemos separado, se debe reconocer que toda la literatura existente sobre la democracia es un puro sofisma, por mucho que políticos a la violeta y sesudos tratadistas de derecho político nos quieran convencer de lo contrario. Lo que existe no es democracia sino mucha demagogia, que no es otra cosa que el arte de halagar al pueblo de mil diferentes modos, para mejor aprovecharse del mismo. Empezando por el reconocimiento que se le hace del elemental derecho de igualdad ante las leyes, derecho éste que vemos conculcado diariamente en cuanto aparece por medio un imputado o sospechoso dotado de poder o de fortuna, que lo mismo da una cosa que la otra, puesto que parecen ser inseparables, al que se trata diferentemente. Y hasta deferentemente, también.
Ni soy un racionalista crítico ni lo contrario, un crítico que intenta guiarse a la luz de la razón. Para ser un «popperiano» me falta la fe, el creer en el hombre como colectivo capaz de autodeterminación tendente al perfeccionamiento moral de la especie a través de la crítica razonada de sus actos. Ochenta y tres años a cuestas son suficientes para que la experiencia adquirida me lleve forzosamente a concluir que si en el campo científico se avanza indefectiblemente gracias a la maravillosa e inagotable creatividad humana, no sucede lo mismo en el resto de lo que al hombre atañe: moral, costumbres, cultura general, arte, espíritu crítico, facultad de raciocinio independiente y tantas otras cosas que evitarían el estado de necedad generalizada en que estamos sumergidos, y -esto es lo peor- sin demostrar grandes deseos de librarnos de ella. Falta, en general, establecer una especie de plan educacional, de amplia aplicación, apasionante él para ser voluntariamente aceptado y seguido por todos, tendente a vacunar a la especie humana contra el funesto virus de la necedad.
Lo malo es que a nadie interesa -a nadie con poder bastante, se entiende-, que el hombre salga de su ancestral estado de necio ciudadano y manso contribuyente, fácil de engañar, conducir y dominar, y que pase a ser un ente de razón, dotado de espíritu crítico y que, si ineficaz e inerme considerado aisladamente, se pueda transformar en organizado y poderoso cuerpo al que sea difícil o imposible mantener en el engaño y la inoperancia, en el limbo político.
El que existan ciertos seres, filósofos de buena fe o soñadores arbitristas, que pierdan su tiempo pensando en estas y otras cosas parecidas, tratando de buscar remedio a la imperfección humana, no pone en peligro la estructura del tinglado político que nos aprisiona. El poder cuenta con medios suficientes para anular a los librepensadores molestos y contrarrestar sus ideas. De ahí la importancia que se da en las alturas a los medios de comunicación, medios que, en manos de los poderosos, directa o indirectamente sometidos aquéllos –los medios- y sumisos a las consignas oficiales, amén de agradecidos a las subvenciones económicas recibidas, se transforman en lo que yo llamo -no sé si otros también- medios de contaminación mental. Una campaña de prensa, radio y televisión bien orquestadas y sabiamente dirigida, acaba en poco tiempo con el soñador que se atreva a intentar la búsqueda de la verdad, aun reconociendo humildemente y ya de entrada que su búsqueda no pasa de ser un gesto de buena voluntad en pos de una meta inalcanzable.
Al iluso e indefenso hombre de buena voluntad, que cometa el horrendo pecado de hacer en solitario una crítica razonada del entorno político, se le hunde en el olvido y condena al ostracismo, con la misma facilidad con que se eleva a las cumbres de la gloria al filósofo sumiso o al artista mediocre que se aprovecha de la necedad ajena, por no hablar del crítico venal «sobre-venido y sobre-cogido», expresiones éstas tomadas del argot utilizado en el mundo taurino, sobradamente expresivas.
En mi desvarío y modesto análisis, llevado por la experiencia, concluyo que las conocidas formas de gobierno de las naciones deben ser superadas por otra nueva, todavía desconocida, pero en cuya búsqueda deben empeñarse los más esclarecidos pensadores, y no digo «debemos» pues ni me considero dentro de ese grupo que invoco, los esclarecidos, ni ya, a estas alturas, tendría tiempo suficiente para avanzar en su consecución, logro que -en mis momentos de decaimiento- considero inalcanzable.
De momento, me bastaría, para ser feliz, ver como se intenta disminuir, a través de una recta educación, el número de los estultos, paso previo para el avance y progreso de la humanidad dolorida, digna de mejores guías de los que “habemus”.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 6 Junio 2009


(Es Diari, 15-06-09; Blog, 15-06-09)

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