lunes, 13 de julio de 2009

20 - TESTGOS DE CARGO

20/9
Testigos de cargo

Llevo unos días pensando en ello. Hay que ser muy iluso para creer que lo mal hecho –mal hecho, mal dicho, mal adquirido-, puede permanecer oculto siempre, toda la vida en la oscuridad más absoluta, sin que nadie se entere de ello. Nunca. Debo advertir que hace muchos años que puse en entredicho las palabras “siempre” y “nunca”. La vida me enseñó a no fiarme de eternidades terrenas y a saber que si algo la caracteriza, a ella –la vida-, y a los que vivimos en este mundo, es la transitoriedad de las cosas, de las ideas, de las modas, de los medios, de los modos, etc., y sobre todo de las personas. Por algo dice un proverbio árabe que basta sentarse a la puerta de tu casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo, adagio, refranillo o frase hecha que evidencia la transitoriedad de todos, del primero al último. Todos pasamos. Por muy importantes que nos creamos ser, por mucho que engolemos la voz intentando sentar cátedra, por mucho que nos empinemos, por mucho que enarbolemos el importante cargo que nos dieron, la mayoría de las veces sin merecerlo. Somos simples pasajeros. Y además de muy corto viaje.
Pero sí, creo admisible utilizar lo de “siempre” referido al caso o casos concretos a que vagamente aludo, sin pararme a profundizar en ellos. Al fin y a la postre, la porquería huele mal al removerla, aunque algunos se obstinen en hacerlo. Así pues, no removamos. A mi entender, una cosa es dar la noticia –de lo puerco-, y otra muy distinta reiterarse en pregonarla con todo detalle, desde quien lo hizo, hasta cómo o cuando lo hizo. No lo sé, tal vez sea necesario hacerlo así, sobre todo si la obstinada realidad nos demuestra las escasas responsabilidades que se exige a los autores de los desaguisados. Por lo menos, avergonzarles, someterles a la rechifla general.
A lo que yo me refería es a que hay que ser muy primo, por decirlo de algún modo, para creer eso que decía al principio, de que lo mal hecho, dicho o adquirido, puede permanecer “siempre” oculto. No sé ciertamente si el hombre es un ser sociable, pero la vida me ha forzado a creer que el hombre vive obligadamente en sociedad, no tiene otra alternativa, rodeado de otros hombres, observado por éstos, potencialmente sujeto a la crítica ajena. También a la alabanza, aunque ésta –casi siempre reservada para el poderoso-, se dé en muy contados casos. Se prodiga más la crítica que la loa, sobre todo entre prójimos cercanos –jefes y subordinados-, cuyas acciones pueden ser más fácilmente controladas, por trabajar juntos, por tenerlas ante los ojos, por su evidencia y desproporción, por mucho que el observado trate de ocultar o enmascarar su vida. Y con ella, sus torpes acciones.
Ese vivir en sociedad adquiere tintes especialmente peligrosos cuando el sujeto, por razón de su status, de su poder, de su dinero, de sus éxitos, de su primacía jerárquica de cualquier tipo, necesita del concurso de quienes le rodean para realizar sus hazañas, para cumplir sus caprichos, cometer sus desafueros, hacer sus viajes, o para mantenerse en el puesto. Aunque en un principio pueda darse la lealtad al jefe, que no es otra cosa que dar por bueno lo hecho por éste sin entrar en indagaciones, con el paso del tiempo, dada la imperfección humana, se esfuma el halo de perfección con que se adornaba éste al comenzar la relación, y al suceder esto, quienes le rodean o de él dependen, van tomando nota de aquello que, en ese jefe, no se ajuste a una recta norma de conducta.
Recuerdo el caso de un interventor general de una importante sociedad de crédito, que coleccionaba cuantas pruebas iba adquiriendo de la falta de honradez del director de la misma, no de las faltas de honestidad, como ahora dicen algunos, confundiendo el culo con las témporas. Desde un principio empezó a hacer esto de la recopilación para cubrirse las espaldas, buscando demostrar que su firma –la de interventor, dando el visto bueno al abono de los gastos presentados a cobro por ese director-, venía estampada más abajo y con fecha posterior a la de su superior jerárquico ordenándola. Si no hallaba correcta o justificada debidamente la factura que se le presentaba a examen, la devolvía a su jefe, con una nota, rogándole que la regularizara previamente con su firma. Sabía que, en cierto modo, se hacía cómplice de los desafueros del director, pero se excusaba en la creencia de no haberse beneficiado y en la de actuar, al dar su visto bueno, obligado por fuerza mayor: La de su desalmado “superior”.
Era en el tiempo de las pesetas, de añorada memoria. Por ejemplo, el director presentaba al cobro una factura por gastos de dos días, realizados por él en un viaje a Córdoba, por un importe de seiscientas mil pesetas. Ante la enormidad de la cifra, sin entrar en si la factura era real o simulada, devolvía la misma al director para que éste la autenticara y diere el conforme a la suma, estampando su firma y fecha de aprobación. El director –según le decía un subdirector amigo-, se subía por las paredes con la exigencia del interventor, subordinado suyo, pero se veía obligado a estampar su firma y fecha si quería cobrar. Al volver la factura al interventor, éste fechaba distintamente y firmaba luego, aprobando el abono. De cada movimiento o viaje que hacían estas facturas –entre intervención y dirección-, sacaba el interventor sucesivas fotocopias que guardaba cuidadosamente en una abultada carpeta. A nadie enseñó jamás las pruebas recogidas, al fin y al cabo no buscaba hacer daño al jefe, tan sólo demostrar que tales pagos habían sido autorizados previamente por el mandamás de la casa.
Ya murió aquel escrupuloso interventor, sin que tuviera que usar de aquellas pruebas prefabricadas en su descargo, previendo que un día se descubriere el pastel –los abusos del señor director-, y se pretendiere involucrarle en el despojo de la entidad. Si el director dice que una factura es corriente y puede pagarse, ¿qué va a hacer un subordinado, por muy interventor general que sea, sino firmar la orden de pago? Le va el puesto en ello.
He conocido gentes que coleccionaban toda clase de desafueros alcanzados a percibir por ellos, desde faltas de puntualidad de sus jefes, pasando por ausencias injustificadas, utilización de personas y de medios –desde ladrillos hasta viajes en avión oficial- en provecho propio, rápidos enriquecimientos de no justificado origen, muestras de exhibicionismo incontrolado, vida desordenada, casos de doble vida, actos de flagrante nepotismo y además reiterado, traiciones solapadas, etc., etc… ¡Son tantas las ocasiones que se dan para apartarse del recto camino! Sobre todo cuando el caminante es hombre poderoso. Que no en balde el poder enceguece a quien lo tiene. ¡Y qué difícil es caminar rectamente cuando se está ciego
Pensando en esa mutua dependencia, en esa insoslayable relación que nos une a los hombres todos, vuelvo a decir que no comprendo las conductas de ciertos individuos, que actúan como si vivieran en solitario y en solitario pudiesen cometer sus desafueros, olvidando que otros ojos habrán de ver cuanto hacen, otros oídos oír lo que dicen, y otros interventores controlar sus desmanes económicos, como le sucedía a aquel director que digo.
Y dichoso aquel a quien su fiscalizador no pretende hundir, que sólo busca cubrirse las espaldas con esa acumulación de pruebas en descargo propio, como hacía el interventor citado antes. No es lo corriente. Unas veces motu proprio, muchas otras por encargo, se vigila al jefe y se toma nota de sus desmanes con el fin de hundirle a la primera ocasión que se presente, al primer desafuero de envergadura en el que se le coja, al primer desencuentro que con él se tenga, cuando no a la primera vez que no se someta dócilmente o no quiera compartir el fruto de sus desmanes. ¡Son tantos los motivos y tantas las causas…!
Todos, pero muy especialmente el hombre dotado de poder, vivimos en una especie de escaparate, a la vista de los demás, y nadie con mediano seso, por mucha urgencia que tenga, muestra sus miserias en público o se pone a rascarse los entresijos a la vista de todos, convirtiéndose en objeto de mofa, de chufla o de pitada general, al verle en tales apreturas.
Pues eso es lo que hacen algunos, el ridículo, al dejarse llevar por sus acuciantes aires de grandeza y creerse a cubierto de miradas ajenas, en ese momento y siempre, a perpetuidad. Actúan como si estuviesen solos en el mundo. Tal vez por creernos a los demás unos seres insignificantes, casi inexistentes, diría yo. Y desde luego, prescindibles.

Mi amigo Polidoro, que entra ahora en mi cuarto de trabajo y ha leído lo hasta aquí escrito, añade:
-A los que así obran, según los entendidos en la materia, se les puede aplicar en descargo de sus irregulares conductas, que quizá pudieron actuar movidos por una fuerza incoercible, fruto tal vez de algún viejo complejo de inferioridad adquirido en su infancia, como buscando resarcirse de antiguas privaciones, de las que se avergüenzan.
-No sé, Polidoro –le respondo-; más bien creo que pudiera ser producto de una indigestión, de un exceso de poder mal digerido, cuando no de súbita ceguera al alcanzar lo que jamás soñaron. Ni tal vez merecieron. De todas formas, unos pobres ilusos. Me recuerda esto lo que dice el Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, en su Fábula del león enfermo, del Libro del Buen Amor: “Y como ya dice Jesuscristo, no hay nada tan escondido / que con el paso del tiempo no se sepa”. El paso inexorable del tiempo, sacando a la luz sus hazañas, se lo viene a demostrar. A su pesar. No están solos en el mundo. Todos estamos vigilados, y ellos más. Esa vigilancia va en el cargo.

José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 22 Junio 2009


(Publicado en www.esdiari.com el 29-6-09)

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