lunes, 18 de mayo de 2009

15-9 LOS QUE NOS SIGUEN

15-9

Los que nos siguen

Siempre admiré a aquellos articulistas, comentaristas o como quiera llamárseles, que escriben a diario su obligado artículo, comentario o etcétera. Una cosa es la escritura “por libre”, cuando el cuerpo se lo pide a uno, y otra muy distinta la forzada y contra reloj, tal como avasalla a más de uno, cada día obligado a entregar al periódico su colaboración, tanto para no perder la exclusiva como para cobrar lo convenido por ella.
Quien esto escribe, que es de los no obligados a hacerlo, ni tampoco de los retribuidos por ningún concepto –incorregible Quijote de la pluma-, siente una especial admiración por ellos, y muy singularmente por sus dotes de improvisación, su presumiblemente vasta cultura, su puntualidad en el cumplimiento de la obligación contraída con su editor y con sus lectores, a los que no puede defraudar faltando a la cita diaria en las hojas impresas.
Digo esto por que llevaba yo unos días sin encontrar árbol del que ahorcarme, es decir sin tema que llevar a los puntos de la pluma. Ya se va uno hartando de acudir a ese socorrido –y también aburrido- filón de la política, casi siempre para reprobarla, pocas veces para aplaudirla. Y nunca le dio, afortunadamente, por acudir a la crítica de la Iglesia católica o de las otras religiones –todas respetables-, como suele hacer un afamado y culto periodista-novelista, que parece abonado a ese tema. En eso de las creencias religiosas siempre extremé mis reparos, considerando que eran de una privacidad absoluta, una relación íntima y bilateral entre cada creyente y su Dios, cualquiera que éste fuese, sin que nadie tuviese o tuviere –pretérito y futuro- derecho para intervenir en la misma, ni ponerse a discutir lo acertado o erróneo de sus creencias. Allá cada cual con ellas, que a nadie importan, salvo a los interesados.
Pues bien, en ese estado de incertidumbre, de vacilación, casi límbico –por hallarme en el limbo-, se me entró por la puerta un mozalbete, de poco más de quince años, que venía a leerme un pequeño –por su extensión- trabajo literario que le había sido premiado en su Colegio, consistiendo el premio en su publicación en uno de los diarios locales.
A todo esto debo aclarar que esa exhibición no era espontánea, sino a ruegos míos, además reiterados, sabedor por terceras personas de que el joven andaba metido en esos berenjenales de la escritura y del concurso colegial. Como avergonzado, me dijo el jovenzuelo que tres alumnos habían sido los escogidos, y que los otros dos trabajos eran mejores y estaban mejor escritos que el suyo; que el motivo de quedar finalista no era otro que el tema escogido por él, que había sido considerado por los profesores como de más actualidad o como más oportuno que los otros. Mayor honradez no cabe, ni tampoco mayor sencillez, modestia, humildad, o como quieran ustedes llamarlo. ¡Cuán difícil es encontrar alguien que reconozca la superioridad de los demás, sobre todo si la comparación se hace con uno mismo!
Conforta comprobar como, entre la juventud que nos rodea, existen buenos modos y loables estilos de vida, acertadas formas de opinar y pensar, firmes anhelos de justicia y verdad, encomiable capacidad de sacrificio y cooperación, sentimientos altruistas, y otros muchos buenos atributos, que han sido olvidados por muchos de los adultos que se consideran incluidos dentro del grupo de los vip, de las personas verdaderamente importantes, es decir poderosas o ricas, que en eso –piensan ellos- consiste la importancia. Afortunadamente existen excepciones, entre esos adultos, pero puestos a confiar en la humanidad, más se inclina uno por hacerlo en las generaciones que llegan, en la gente joven, que en los caducos que se van –o nos vamos-, muchos de ellos –o de nosotros- desgraciadamente muy despacio. ¡Con lo poco necesarios que somos algunos!
Después de leído el articulito del joven y espigado quinceño, llega uno a la conclusión de que realmente son más importantes los sentimientos del sujeto escritor que la experiencia acumulada por él, que poca puede ser en la corta existencia de este joven que digo. No pocas veces la experiencia tiene efectos negativos: Desconfianza, recelos, egoísmo, indiferencia ante el mal ajeno, retraimiento, etc., etc., suelen ser secuelas nacidas al compás de los años vividos, hasta convertirnos en sujetos huraños y no pocas veces malhumorados, descontentos con nuestro entorno, que soñábamos muy distinto en nuestras primeras décadas de vida. Y ese desencanto, obvio es, fluye conforme se escribe, dejando un mal sabor de boca en el lector, cualquiera sea éste.
Ya el título dado por el joven escritor a su artículo es sobradamente ilustrativo: “Un tiempo para los demás”. Efectivamente, el modo de usar ese tiempo de que cada uno dispone es sobradamente ilustrativo, revelador de nuestro particular modo de ser con la sociedad. También es un bien a compartir.
Y empieza diciendo así el joven quinceño:

« Todos en este mundo hemos nacido de una madre y un padre pero no por ello, somos todos iguales. Pese a haber nacido sin ser preguntados, unos hemos tenido más suerte que otros a la hora de lograr una vida y un futuro con el que tener todo solucionado, o por lo menos, pocas preocupaciones que interfieran en nuestra vida cotidiana.
Según he empezado este artículo, pensaran que voy a hablar de lo mal que está el mundo, pero no es esa mi intención. Este artículo no va a hablar de guerras ni enfermedades, sino de las personas que, aún habiendo nacido con suerte, deciden acercarse a la parte más mísera del mundo para hacerla un poco más habitable. Son personas normales, con la diferencia de que deciden gastar, o mejor dicho utilizar, la mayor parte de su tiempo en ayudar a los demás.
Hace tiempo que fui con unos amigos a una especie de albergue para menores con problemas mentales, no porque sea muy dado al voluntariado, sino para ver cómo era aquello y para iniciarnos todos en aquel mundo de servicio a los demás. La experiencia se me hizo dura, y sinceramente, todos mis problemas me parecieron pocos comparados con los que allí encontré. Pero aun así, aquellos niños no se quejaban de su estado, como lo haría cualquier persona con mayor suerte que ellos, sino que los niños reían y disfrutaban simplemente con la presencia de los que allí trabajaban y procuraban hacer sus vidas más fáciles.
Estas personas encargadas de todo aquello, habían decidido seguir aquel camino de dificultades solo con la esperanza de ayudar a esos niños, y sinceramente, habían conseguido su propósito. ……. »
Y seguía diciendo más adelante: «Un tiempo utilizado para servir a los demás no es un tiempo perdido para el que sirve, sino que es un tiempo ganado para el que es servido, ….. Uno solo no puede cambiar todos los problemas del mundo, pero sí puede cambiar toda una vida, ….. sólo por eso ha valido la pena todo el esfuerzo realizado para conseguirlo.»

No transcribo más, que con eso basta como muestra ilustrativa de una conducta, aparte de un modo de pensar. De verdad, conforta saber que algunos de los jóvenes que nos siguen pretenden mejorar este mundo que nosotros les dejamos en herencia. Imploro de ellos su perdón por no haberles sabido dejar otro mejor. Es el que nos dejaron a nosotros nuestros mayores, y en vez de mejorarlo, como era nuestra obligación, se nos fue el tiempo en discusiones o rivalidades, cuando no en guerras, algunas de ellas fratricidas. Las peores de todas.

Entra mi amigo Polidoro, lee lo escrito hasta aquí y me dice: “No sé por q ué te callas, amigo José Maria, y dices en voz alta y orgulloso que ese mozo quinceño es tu nieto menor, Fernando Usero Hercilla, de quien ya se han publicado algunos otros artículos en este mismo Es Diari”.

Por discreción, amigo Polidoro –le contesto-; la que tu no tienes.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 3 Mayo 2009


(Publicado en www.esdiari.com del 18-05-09)

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