viernes, 5 de marzo de 2010

3/10: UTÓPICAS DIVAGACIONES

3/10

Utópicas divagaciones en una tarde invernal


Cuidado que es difícil encontrar tema del que escribir un rato, sobre todo si no se quiere molestar a nadie. E incluso haciéndolo con todo esmero –el escribir-, suprimiendo además cuanto de esquinado pueda encontrarse en cada relectura de lo ya escrito, desterrando cualquier calificativo de doble sentido, sustituyendo unos términos por otros más suaves, moderando el tono, hasta advirtiendo que no se escribe movido por pasión ni interés alguno -sino conforme prescripción médica-, que nada de lo escrito ha sido parido “ánimus injuriandi”, ni tampoco “ánimus offendendi”, sino más bien “ánimus iocandi”, y aún así, escribe y siempre encontrarás quien tache al escritor de lo que no es, alguien que encuentre segundas intenciones en lo escrito, en fin, que busque tres pies al gato, cuando el pobre no tiene más de cuatro.
Es algo parecido a lo que decíamos, creo que ayer, o anteayer, de que siempre ha de haber –en cualquier tipo de comunidad-, uno que grite “yo me opongo”, u otro que proclame que no puede llegar a un acuerdo con el contrario, simplemente por diferencias ideológicas, como si las ideas, y sobre todo las apellidadas políticas, fueren inconmovibles, eternas, verdaderos artículos de fe. Es más fácil cambiar de ideas que de chaqueta, así nos lo demuestra la experiencia. ¿No es cierto? El venderse al mejor postor suele ser moneda de curso corriente en no pocos casos, hechas las salvedades oportunas. Según vengan los tiempos, que lo primero –opinan- es asegurar el garbanzo.

Al llegar aquí, a lo de la transigencia ideológica y cambio de chaqueta, recuerdo a aquel político intransigente que se dejó la vida por no abjurar de sus convicciones, llamado Tomás Moro, el autor de la “Utopía”. Eran otros tiempos, por supuesto. Claro está que más que ideas políticas, lo que tenía el susodicho Moro eran principios éticos, firmes fundamentos morales, de los que es más difícil desprenderse, tal vez por su solidez, que de unos cuantos vagos e inconcretos conceptos “ideológicos”, mudables con el tiempo y la ocasión.
Y así, Enrique VIII, de Inglaterra, se estrelló ante la firmeza de los principios de su Gran Canciller, Tomás Moro, que se negó a secundarle y a aprobar la conducta privada de su rey, por muy rey que fuera. La firmeza de sus creencias, de sus principios, le costó a Tomás Moro ser separado de su elevado cargo y la condena a morir en la horca, arrancársele las entrañas estando moribundo, ser descuartizado, expuesta su cabeza al público y finalmente lanzada al Támesis. Menos mal que alguien, más sensato que Enrique VIII, optó por la decapitación, a secas, procedimiento más rápido y expeditivo, algo parecido a esa “hora corta” con la que todos soñamos al aproximarnos al final del camino.
A mí, con perdón –como dicen los educados-, eso de las ideologías me hace mucha gracia, tal vez por eso mismo de que soy propenso al “ánimus ridendi”. Quizá peque de escéptico, pero los únicos predicadores en los que creo es en aquellos que nada piden para sí, sino para los demás, a los predicadores que tienen verdadera vocación de servir, no de servirse. La política, tal como hoy se entiende y practica (léase “La Casta”, libro cuyo resumen circula por la red), no puede gozar de mucho crédito, y ello por la simple razón de que casi siempre resulta lucrativa para quien se dedica a ella. Y aún me quedo corto en mis apreciaciones. Se queda uno entonces con la duda de si su ejercicio será por puro idealismo, incluso como consecuencia de unos inconmovibles principios, o si podrá ser por otros motivos menos confesables, amén de inconfesados. Por ejemplo, el pan nuestro de cada día, y además el de todos los días futuros. Y no pan a secas, ciertamente.
No llego yo a los radicalismos del ya citado Tomás Moro, que proscribía la existencia de la moneda, achacando al dinero la culpa de todos los males de la humanidad. Sería absurdo pretender implantar una economía universal basada en el trueque, poco menos que en el “do ut des” de las sociedades primitivas. Pero una cosa es reconocer la necesidad de que exista el dinero, sin cuya existencia sería imposible el comercio, y por ende el progreso, y otra muy distinta es elevarlo al concepto de divinidad, darle culto, adorarlo, y lo que es peor admitir como buenos todos los caminos que hasta él conducen. Incluso el de la indignidad.
El bueno de Tomás Moro –tan bueno que se le hizo Santo-, dio muestras, no sólo de su integridad moral, de la firmeza de sus convicciones (que no ideología), sino de su excepcional inteligencia, puesta ésta de manifiesto a lo largo de su vida y de su obra. De éstas, de las obras, la más conocida, la que sigue siendo de actualidad a pesar de los casi quinientos años transcurridos desde su publicación en Londres, en 1516, es la titulada “Utopía”, en la que nos muestra una especie de república feliz, por él ideada a lo largo de sus viajes por el extranjero, y que viene a situar en una isla, a la que llama Utopía, tan sólo existente en su fogosa imaginación. Por eso, por no estar ubicada en lugar alguno, la denominó con ese nombre que viene a significar algo así como “fuera de lugar”, palabra que hemos heredado y venimos usando todos los hombres desde entonces para referirnos a algo deseable, pero inexistente.
Bien es verdad que desde entonces, desde Moro, muchas de esas cosas deseadas e incluso vehementemente ansiadas por los hombres se han ido logrando, poniendo imaginación, esfuerzo y buena voluntad en alcanzarlas. De ahí que Lamartine pudiera decir que “las utopías no son a menudo sino verdades prematuras”, afirmación que me atrevo a discutirle, basando mi oposición en la experiencia.
Efectivamente, lo que llamamos utopías y se refieren a avances, adelantos o logros materiales o científicos, tales como volar, sumergirnos en las profundidades del mar, acortar distancias con nuevos y veloces medios de comunicación, hablarnos y vernos desde cualquier punto sin necesidad de estar unidos por cables, etc., etc., todos esos primitivos anhelos, considerados utópicos al momento de su formulación, se han ido logrando con el transcurso del tiempo, y cada día un nuevo invento nos sorprende y transforma lo que fuera una inicial utopía en una realidad. En eso doy la razón a Lamartine: Lo soñado es anticipo de un adelanto material, que un día se hará hueco entre nosotros.

Pero ¿y en el ámbito de las personas? Ese deseo de perfección del hombre, y por ende de la sociedad, que viene reiterándose desde los tiempos de Platón, con su “Republica”, amén de con otras obras; que sigue de siglo en siglo repitiéndose en las obras de los mejores pensadores que en el mundo han sido, entre ellos el ya aludido Moro; que llega hasta nuestros días, recogido en las doctrinas marxistas y otras de diverso apellido, aunque de familia parecida; ese utópico deseo de perfección humana, ese amarnos los hombres los unos a los otros, en tratarnos –ya que no querernos- como pacíficos hermanos; en partir nuestro pan –por lo menos- con el que tenga hambre; todo eso, y perdóneme Lamartine, no es que siga siendo una verdad prematura, una utopía, anticipo de una situación a la que un día se llegará, sino que es de todo punto imposible llegar a ella, Siempre ha de haber el que se oponga a ello, el que se escude en cualquier particular y nimia ideología para evitar hacer las paces y ponerse de acuerdo con el contrario, el que prefiera pensar en si mismo, en el partido o en el sindicato, antes que en la comunidad.

No quiero profundizar aquí –que materia hay para ello-, por eso mismo que decía al principio, de que no quiero molestar a nadie con estos inocuos comentarios semanales, realizados para evitarme caer en la inacción total, precursora del fin. No quiero que nadie pueda pensar que me regodeo en poner de manifiesto ajenas y vituperables conductas, como me decía, echándomelo en cara, hace escasos días un culto y buen amigo al que envié –retransmitido por correo electrónico- uno de los muchos que acababa de recibir yo, de tantos como circulan por la red, que nos recordaba el incumplimiento gubernamental de una serie de promesas formuladas a los ciudadanos. A mí, como seguramente también a usted, amigo lector, no nos regodean (ese era el verbo usado por mi amigo para reprobar mi envío), no nos regodea nada de lo que esté mal hecho, lo haga quien lo haga; no nos regodea ninguna de las imperfecciones humanas, mentira alguna de las que intentan endilgarnos -unos u otros- para ocultar su ineptitud, su incapacidad para guiarnos por rectos y adecuados caminos de verdades, pero ni podemos cerrar oídos y ojos ante ellas, ni tampoco callarnos como muertos, en muda resignación. De ésta, de la muda resignación, a la tácita aceptación tan sólo hay un paso, y además muy corto. Además de que, una sana crítica, aunque pueda doler al que se cree criticado, puede ser siempre más provechosa a éste que todos los sahumerios prodigados por los habituales aduladores de la cohorte de paniaguados que todo poderoso arrastra consigo, magnificándole sus actos, sacralizando todas sus palabras.
Como decía Aristóteles en su “Ética a Nicómano”, aconsejando decir siempre la verdad, incluso a los poderosos: “Amicus Plato, sed magis amica veritas”. O, lo que viene a ser lo mismo: Amigo soy de Platón, pero más amigo soy de la verdad, (la diga quien la diga).
Por eso mismo, vuelvo a insistir en que discrepo de lo que afirmaba Lamartine, de que “las utopías no son a menudo sino verdades prematuras”. Así será, salvo cuando los sueños utópicos se refieran a la perfección del género humano, meta, ésta, desgraciadamente inalcanzable. Por lo menos mientras no intentemos sustituir las ideologías políticas, tan complicadas ellas y de tan costoso mantenimiento para el contribuyente, por el sencillo, barato y universal precepto de “Amarnos los unos a los otros como hermanos”. Tal vez me equivoque, pero mientras no se me demuestre lo contrario, dejo a un lado toda ideología política y opto por tan elemental norma de conducta. (Aunque pueda suponer, en algunas ocasiones, un gran esfuerzo amar a determinadas personas, Dios me perdone).

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 15 enero de 2010

(Public. en www.esdiari.com del 18-01-10)

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