sábado, 20 de febrero de 2010

POR LA BOCA..... (O2/10)

2/10

Por la boca……

Jamás creí que gobernar fuese cosa fácil, al alcance de cualquiera. Bien es verdad que fue creencia sin apenas base científica alguna, basada más bien en la intuición que en la experiencia, aunque tampoco ésta puede descartarse como causa eficiente que me llevara a tal conclusión. Digo esto por que muchos años –hasta mi jubilación-, de ejercicio como asesor jurídico (por oposición) de una de las antiguas Cámaras Oficiales de la Propiedad Urbana, me acabó de convencer de las dificultades inherentes a aquella labor de “gobierno” –entre otras-, de tratar de poner orden en una comunidad de propietarios, y sobre todo de la imposibilidad de que el acuerdo adoptado por cualquiera de ellas lo fuere por unanimidad. Parece ser como si la naturaleza humana repugnara la concordia, como si en ella se diese como obligada la existencia de un garbanzo negro, de un inveterado disidente, de aquellos cuyo primer impulso es manifestar siempre su oposición a cualquier acuerdo tomado por la mayoría. “No sé de lo acordado, pero yo me opongo”. Y eso sin necesidad de seguir ajena consigna, sino “motu proprio”, como exteriorización espontánea de una manera de ser, muchas veces sin detenerse a pensar en el porqué de su disidencia. La oposición por sistema brota en muchos de una forma natural, sin necesidad de razonamiento previo. Y si gobernar una modesta comunidad de propietarios resulta en muchas ocasiones de difícil logro, ¿qué será gobernar una comunidad nacional, o simplemente autonómica, incluso un municipio? No lo sé, la verdad, pero me atrevo a imaginarlo. Basta ver lo que hay.
Por eso mismo, por el convencimiento que tengo de las dificultades inherentes al acto de gobierno, es por lo que siempre mostré el más profundo respeto a los políticos de buena fe, que en esa ardua tarea se vuelcan y hasta agotan sus vidas, dando cauce a su vocación redentora.
Cuando la vocación se transforma en profesión es cuando me empiezan a fallar los cálculos. Comprendo al sujeto que se cree un Mesías y decide sacrificar su vida –o unos años de ella- en aras de sus conciudadanos, pero repudio a quien accede a la política, tomándola como fácil vía de acceso para solucionar los propios problemas. Siempre –como suele suceder-, con la promesa de solucionar los ajenos. ¡Y cuántos he conocido de éstos…! De los que prometen, de los que siempre empiezan sus discursos con la manida frase de “vamos a….” ¿A qué? ¿A qué vas tú? ¡A nada! ¿O es que no te conoces?
Comprendo que elegir ese camino de servicio a los demás es una libre opción, a la que todo ciudadano tiene derecho en un ejercicio de libertad. Quizá por haber vivido –un poco desde lejos- ese mundo de la política, jamás me sentí atraído por ella. Mi abuelo materno, abogado, fue diputado socialista, y aunque fueron otros tiempos, conocí por boca de mi madre de los disgustos que su padre se llevaba a casa, lo único que se llevaba. Tuvo el acierto de morir en su cama el año 1935. El año siguiente, en julio de 1936, al faltar él, una partida de chalados se conformó con acribillar a balazos una placa que, con su nombre, las autoridades locales habían colocado en la pared de la plaza donde él tenía su domicilio y su bufete, como homenaje a su labor.
Ya digo que nunca me llevó Dios –o el diablo- por ese camino, que jamás sentí la vocación de gobernar a nadie, reconociéndome incapaz de ello, renunciando a cuanto ofrecimiento se me hizo –y alguno de consideración- para incorporarme a ese grupo de hombres elegidos, grupo al que algunos, no sé si por envidia, aplica el nombre de “la casta política”. No, jamás me sentí “encastado”. Más bien descastado y rebelde.
Por eso mismo me sorprenden ciertos gestos insólitos, ciertos geniales arranques de algunos ciudadanos, a los que de repente se les enardecen los ánimos sintiéndose como iluminados, como nuevos –aunque todavía pequeños- Mesías, capaces de alcanzar metas jamás logradas por otros, metas más o menos discutibles, y siempre en nombre y a favor del pueblo, de ese pueblo que nada le ha pedido que haga, salvo quedarse donde estaba, y que tampoco ha sido consultado acerca de lo que realmente quiere. Que ésa es otra.
Un día se levantan y confían a la prensa, es decir publican “urbi et orbi”, sentirse llamados a dirigir el mundo, a presidir lo que ellos –lo que cada uno de ellos-, llama su nación, comprometiéndose a hacer de ella poco menos que un paraíso, un jardín de las delicias, donde la felicidad quede garantizada hasta al último de sus habitantes.
Y esto es lo que ha sucedido recientemente, que un espontáneo se ha lanzado al ruedo de la política, no como mero comparsa de ella, sino como líder en potencia, dispuesto a tomar las riendas del cotarro y salvarnos a todos. No nos acredita los méritos y títulos en que basa su ofrecimiento. Conocemos de los deportivos que le adornan, pero la mayoría seguimos creyendo que esos nada tienen que ver con la política, a la que consideramos algo más complicada.
Esta chunga y sorprendente actuación me ha traído a la memoria una vieja anécdota que contaba mi suegra –mujer extraordinaria-, acaecida en su pueblo natal, cuando ella era niña, que se hizo famosa –la anécdota- en todo el contorno de su extremeño pueblo de origen, Torrejoncillo.
Y es el caso –según contaba ella-, que en aquel lugar vivía un hijo de buena familia, es decir de familia acomodada, el cual había sido criado entre comodidades y holguras, y también educado con todo esmero, como correspondía a su cuna, supongo que hecha de madera de encina, obtenida en cualquiera de las tres dehesas pertenecientes a su familia. Una dehesa en Extremadura la podían tener algunos, pero tener tres dehesas, eso quedaba reservado tan sólo a la suya, a su familia.
Pues bien, el mozo fue creciendo en tamaño y se supone que también en saberes, envidiado por algunos, admirado por otros, y agasajado por todos, dado que donde él estuviera ningún otro sacaba la cartera con mayor premura y elegancia, para abonar lo consumido en comandita. En el recoleto ámbito femenino de aquellos primeros años del siglo pasado, gozaba el barbián de gran predicamento, como si de un adonis se tratase, conscientes los padres de las féminas aquellas de que la boda de cualquiera de sus hijas con el acomodado joven suponía la solución vitalicia de sus problemas económicos familiares, de ellos, que tres dehesas extremeñas juntas daban entonces mucho fruto.
Bien nacido, criado, comido y educado, amen de trajeado con lujo y bailado por todos en todas partes, aquel mozo llegó a creerse que vivía en el paraíso. Cuidaba su persona con esmero y gustaba de presentarse de acuerdo con el lugar y el momento, sin desentonar de lo que éstos exigían, es decir se acicalaba muy por encima de lo que entonces era habitual en aquellos lugares de su nacencia en aquel tiempo. No hablo de sus estudios, ni del grado de aprovechamiento en ellos, pues mi suegra no me habló de ellos, seguramente por ignorarlos, sino tan sólo de lo que a la vista del pueblo se manifestaba, de esas apariencias externas que no pueden ocultarse a los ojos de los demás, que todos perciben y de las que todos murmuran.
Parece ser que el galán disponía, para él solo, de un amplio dormitorio en la casona paterna, cuarto amueblado a su capricho, en el que no faltaba un enorme armario, dotado de espejo biselado, de los que permiten verse de cuerpo entero, de los pies a la cabeza. Daba esa habitación a un largo pasillo que ocupaba la parte central de la casa, desde el cual se podía acceder al resto de las dependencias o bien salir a la calle –por un lado-, o a un bonito jardín –por el otro-.
Cierto día, andando por ese pasillo la abuela del bravo mozo, oyó voces que salían de la puerta entreabierta del dormitorio de su nieto. Creyendo que éste estaría con alguien y extrañada de eso, se acercó sigilosamente a la puerta, para ver quien era el acompañante con el que hablaba el nieto. Como la puerta estaba entreabierta, sin acabar de cerrarse, pudo ver reflejada en el espejo del armario la figura del mozo, ajustándose éste la chaqueta, mirándose atentamente y diciendo en voz alta: “Soy de buena familia, soy rico, soy alto, soy guapo, tengo un buen tipo, soy simpático, gozo de excelente salud, ¿qué me falta a mí, Señor, qué me falta?”
Y seguía mirándose al espejo, creyéndose a solas, contoneándose ante él y volvía a repetir lo del “¿Qué me falta, Señor, qué me falta?”, más ufano de sí mismo que agradecido a Dios o a la suerte.
La abuela no pudo contenerse ante tanta exhibición de necedad y abriendo la puerta, asomó la cabeza, y dijo a su nieto: “Prudencia, hijo, eso es lo que a ti te falta; mucha prudencia”.
Quedó corrido el nieto, mientras su abuela seguía su camino, pasillo adelante. Y aquí acababa el relato que hacía mi suegra. No sé cómo acabaría aquel sainete.
He sacado a relucir esta vieja anécdota, protagonizada hace casi un siglo por aquel mozo extremeño, porque esas mismas palabras de “Prudencia, hijo, eso es lo que te falta, prudencia”, son las que acuden a mi mente cuando veo y escucho a tantos y tantos de nuestros “encastados” políticos y a alguno de los que pretenden “encastarse”, pasando incluso a ostentar la suprema dirección, según manifiestan urbi et orbi, sin empacho ni rubor alguno, como si se sintieran tocados por la mano de Dios, llamados a salvarnos a todos. Que ese mismo Dios les perdone a ellos esos locos arrebatos, y nos ampare a los demás de tales salvadores.
Prudencia, sí, prudencia, uno de los bienes más escasos en este confuso mundo de la política. ¿Dónde la venderán?


José María Hercilla Trilla
Salamanca, 8 Enero 2010

(Public. en www.esdiari.com el 11-01-2010)

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