jueves, 11 de marzo de 2010

4: COMENTARIOS A UN DOCUMENTAL SOBRE MENORCA

4/2010

Comentarios a un documental sobre Menorca

Este pasado domingo, día 17 de Enero, a las nueve y media de la noche, me hicieron un inesperado regalo. En la segunda cadena de televisión emitieron un documental titulado “Menorca”, dentro de la serie “Ciudades para el siglo XXI”
Inútil es decir que desde un cuarto de hora antes, ya estábamos –mi mujer y yo- colgados de esa 2ª cadena de TV, esperando deleitarnos con el citado documental. Con los documentales, cuando se trata de algo que tú ya conoces, siempre se tiene la impresión de que su autor se ha dejado algo en el tintero, de que se ha olvidado de lo mejor, de lo más interesante. Seguramente esto no pasa de ser una sensación subjetiva, variable según el sujeto opinante, pero siempre creí que para realizar cualquier documental, además de la técnica, es preciso el amor hacia lo que se va a documentar, conocerlo a fondo, quererlo como algo propio.
El documental fue bueno, pero sí, creo poder afirmar que le faltó algo; que pudo dedicarse algo más de tiempo al puerto, e incluso también a la ciudad, y a otras muchas cosas, pero hay que conformarse con lo visto y respetar al documentalista.
¡Cuántos recuerdos se despertaron en mí a lo largo de su contemplación! ¡Cuántos posos se removieron en lo hondo de mi memoria! Y de mi alma. Por lo que pude ver, y por las noticias que de tarde en tarde llegan hasta mis oídos, parece ser que de aquella isla fortificada y militarizada, famosa en el mundo militar, apenas queda nada. Cuando ahora veía los cañones de gran calibre de La Mola y de San Felipe, creo que poco menos que abandonados –por el aspecto que presentaban-, me acordaba del trabajo que supuso desembarcarlos en Mahón y trasladarlos, cada uno a su batería. Eran los años treinta, en su primera mitad; una vez puestos sobre el muelle surgió el problema del traslado de aquellas enormes y pesadísimas piezas. La subida hasta la carretera de Villacarlos se hacía –y supongo se seguirá haciendo- por la empinada cuesta que desde Calafiguera conectaba los muelles con aquella vía de enlace entre Mahón y Villacarlos, ahora llamado Es Castell. Como esa cuesta pasaba por encima de un almacén, excavado bajo ella, destinado al negocio de desguace de los barcos, en su cala alineados, y se temía que el excesivo peso de dichos cañones pudiera producir el derrumbe del mismo, del almacén, hubo que reforzar su techo con enormes puntales internos, con una especial capa de rodadura externa, en fin, con una serie de medidas extraordinarias, antes de iniciar su traslado a las baterías de destino en las distintas fortalezas costeras. Fue un verdadero espectáculo, hasta creo que hubo cruce de apuestas entre los mirones, sobre si el almacén aguantaría aquel peso o “si faría figa”, es decir, se desplomaría con si fuese un higo maduro.
Aquellas fortalezas de La Mola, San Felipe, etc., las visité varias veces en compañía de mis padres, amigos éstos de varios jefes de aquellas guarniciones, en las que tenían sus respectivos pabellones. Recuerdo al teniente coronel Miñambres, al comandante Olivares, al Comandante Sampol, este último uno de los doce muertos en Los Freus, el 2 de Agosto de 1936, y a algunos otros. Descansen todos en paz.

De los faros que jalonan el litoral isleño, algunos verdaderamente soberbios, también pudo dársenos mejor información. De la sacrificada vida de los fareros, y de sus familias, también. El más conocido para mí fue el de Capifort, que mi padre iba a visitar por estar alguien enfermo, no sé si el farero o alguno de sus familiares. Después de la visita médica, bajábamos a una playa cercana, pequeña, recoleta, solitaria, a bañarnos.
En cierta ocasión visitó a mi padre un hombre joven, madrileño, recién llegado a la isla, recomendado a él por algún conocido común. Le explicó que había hecho la oposición a farero, logrando plaza en uno de los faros menorquines; que en dicha nueva ocupación no buscaba sino el modo de aislarse completamente del mundo exterior, y de sus tentaciones, para poder dedicarse por completo al estudio del programa exigido para las oposiciones a Notarías. Desconfiaba de sí mismo y de su fuerza de voluntad, por lo que decidió recluirse voluntariamente en un apartado faro hasta considerarse en condiciones y posesión de saberes bastantes, como para poder opositar con éxito. No volvimos a saber de él. De todas maneras, dado el tiempo transcurrido, vete a saber dónde andará, o si ya no andará, que es lo más probable.

Todos estos recuerdos, y otros muchos, innumerables, iban surgiendo en mí conforme volvía a ver Menorca, lo poco – a mi juicio- que nos mostraron de ella.
Al mostrarnos la Iglesia de Santa María recordé una travesura infantil, por la que merecí un par de tortas que me dio mi padre cuando el párroco le dio aviso de haberme sorprendido pinchando alfileres en el asiento de anea de las sillas, sujetas éstas mediante su clavazón a unas largas tiras de madera, que permitían mantenerlas perfectamente alineadas. Esa barrabasada la hice en compañía de otro buen amigo, Columbrans, hijo de un Guardia Civil. Alguna beata se pinchó el trasero al sentarse y puso el grito en el cielo, dando quejas al cura. No sé que le pasaría a mi amigo. A mí, bastaron aquellas dos tortas paternas para quitarme las ganas de poner alfileres a los asientos. Ésas, y otras dos por otra trastada cometida en otra ocasión, en la que fui cogido “in fraganti”, fueron las únicas recibidas de mi padre, poco amigo de violencias él. Fue allá por el 1935 ò principios del siguiente, antes de quemarse aquellas sillas, confesonarios, etc., etc., en la plaza pública, delante del Ayuntamiento. Doy gracias a Dios por aquel paterno correctivo inopinado, que corrigió de una vez para siempre aquel afán de gamberrear que me dominaba por emtonces. Creo axiomático que una torta a tiempo puede cambiar el rumbo de una vida.
Como inciso, ya que estamos en Santa María, debo hacer referencia al magnífico órgano de esa Iglesia, obra del alemán Juan Kyourz, acabado en 1805 y reformado luego en 1910, famoso mundialmente. Más de uno y de dos tubos fueron arrancados de su sitio en los primeros días de nuestra guerra civil y soplados luego en la calle por algún que otro desalmado. No sé como se habrá repuesto su falta. Durante aquellos tres años de guerra incivil fue destinada la iglesia a almacén de abastecimientos.

El puerto pudo mostrársenos más detenidamente, desde su bocana hasta La Colársega, aprovechando la muestra para mostrarnos todas las calas que lo circundan, Cala Rata, Cala LLonga, Calafiguera, los acantilados de Es Repós d’es Rei, la isla del mismo nombre, donde se enclavaba el Hospital Militar, etc., etc.
Una pregunta, ¿quién recuerda la Isla de Las Ratas, por frente a Calafiguera, que dificultaba la navegación? En menos tiempo del que se tarda en contarlo, fue dinamitaba y dragada por una compañía holandesa, que cargaba sus enormes gánguiles con el material dinamitado y después dragado, para remolcarlos luego y verter su contenido fuera de puerto, en alta mar. Seguramente en perjuicio de más de una pradera submarina de posidonia.

Tampoco nos mostraron el recoleto puerto de Fornells, bello lugar, cuna del exquisito poeta lírico menorquín Gumersindo Riera, gran amigo de mi padre él. En ese puerto amerizaba el hidroavión Dornier, de la Compañía Air France, en sus viajes semanales de ida y vuelta entre Marsella y Argel, a repostar combustible.
No nos mostraron ni Alayor, entonces sede de la gran industria zapatera; ni Ferrerías, ni Villacarlos, ni San Luis, con sus molinos de viento; ni ninguno de los predios de esa bendita isla, entre los que recuerdo a Binifabini, Binimasoc, Son Tema, Son Temet y algunos otros. En Son Temet vivimos un corto tiempo, para alejarnos de una mala racha de crecientes bombardeos. Dios tenga recogidos a “l’amu Jaume y a sa madona Catalina”, su mujer, por su amable hospitalidad. Aprendí mucho el tiempo que estuve allí, ayudando a “l’amu Jaume” en sus cotidianas faenas, principalmente cuidando las vacas y en la elaboración del queso. También arrancando “drapons”, planta que no servía para nada y estropeaba el forraje de “sas tancas”. El trabajo de un niño es poco, pero quien lo desprecia es un loco, y ese no era el caso de aquel buen hombre.

Tampoco nos mostraron Montetoro, con su santuario y las hermosas vistas que desde aquella altura se pueden divisar. Ni las playas de La Mezquita, Algallarens, Calas Covas, la Isla del Aire, ni otras muchas cosas que iba recordando conforme veía ese documental, y, todo hay que decirlo, esperando que nos las mostrarían antes de llegar al final del mismo.

De Ciudadela nos mostraron algo más, pero tampoco cuanto yo deseaba volver a ver. Hasta Ciudadela acompañaba a mi padre algunas veces, cuando iba allí a pasar consulta. Mientras el atendía a los enfermos, yo recorría la ciudad y bajaba al bonito puerto, a pasear por su muelle. Y volvía a Mahón hablando con el dulce acento “ciutadallenc”, a pocas personas con las que hubiera estado hablando. Es contagioso, encantador e inolvidable.

Finalmente, para no hacer más largo este inconexo comentario, lo que más eché de menos fue mi Plaza de La Miranda, con su mirador sobre el puerto, por frente de la Base Naval Submarina, y “els carrers de S’Arrabaleta y es carrer Nou”, con sus animados paseos vespertinos de entonces. Lo mismo que sucedía con “sa Explanada y es Paseig de sas Moreras”. Ahora tal vez no se lleve eso de pasear, que tan barato resultaba. La televisión lo ha cambiado, todo. Y también el tiempo, como a mí.

De todas maneras, agradezco a esa segunda cadena de Televisión ese regalo, ese documental, que me hizo recordar aquella lejana infancia menorquina, en la que hubo de todo. Yo prefiero recordar sólo lo bueno. Es mejor para todos. ¿Para qué amargarnos recordando aquel negro e infausto trienio de horrores, de lucha fratricida, pasado en la Isla Blanca y Azul?

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 20 Enero 2010


(Public. en www.esdiari.com del 25-01-10)

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