lunes, 4 de mayo de 2009

14/9 - LA "NACIONALITIS"

14-9

La “nacionalitis”

Hoy, 23 de Abril, de este revuelto año 2009, es día festivo en estas altas tierras de Castilla y de León, desde donde camino –con bastón, eso sí- hacia la meta. Es el Día de la Comunidad. No celebra ésta su “nacionalismo”, pues no creo que en toda ella exista ciudadano alguno que se sienta diferente del resto de los españoles, como integrante de una pretendida “nación” castellano-leonesa, conformándose –y ufanándose cada uno- con ser un españolito más, otro contribuyente, así de simple es la cosa.
La “nacionalitis” es un estado del alma, que a unos sobreviene a una edad, y a otros a edad diferente; como también es cierto que a unos nacionalistas los mueve un lucro personal –viven de ello-, en tanto que otros actúan desinteresadamente, por puro idealismo, los menos.
Yo me confieso haber padecido de “nacionalitis”, pero tuve la suerte de padecerla muy joven, casi niño, muy precoz el niño, sí, sin llegar ni tan siquiera a la adolescencia, esa edad en la que el espíritu empieza a revolverse con los nuevos sentimientos que en él van aflorando, conforme descubre el mundo y sus circunstancias, no todas afortunadas.
Éramos entonces, en Mahón, un pequeño grupo de amigos, todos ellos infectados del mismo mal, del dolor de sentirnos menorquines antes que españoles, e incluso antes que baleáricos. En aquellos años treinta y principios de los cuarenta, el trasiego de personas era muy limitado. Cuando recibíamos la visita de algún otro isleño, mallorquín o ibicenco, nuestra lengua, con su característico y suave acento, con claro predominio de las vocales débiles, nos hacía mirarle casi como a un extra-terrestre, por lo menos como a un extraño, cuando los oíamos hablar. Lo mismo nos sucedía con los contados catalanes que llegaban a “sa illeta”, generalmente viajantes de comercio, que tampoco hablaban nuestra melodiosa lengua menorquina. En nuestras conversaciones comparábamos, por poner un ejemplo, el homu menorquín con el homo de Mallorca, el homa ibicenco, o el rotundo home catalán, cada uno dicho con su peculiar acento y entonación. O comparábamos la ampolla catalana, con es bòtil menorquín; o el ruc catalán con es asa nuestro. Eran nimiedades, sí, pero a los ojos de un niño se agigantaban, haciéndonos sentir diferentes. Esas discrepancias en el lenguaje, y sobre todo en el acento, unidas a la fuerte sensación de insularidad –solos en medio del mar-, nos hacían soñar con una independencia no sólo del resto de España, sino hasta del resto de las demás islas del archipiélago, que nos eran extrañas. Con la península estábamos unidos –es un decir- por un barco correo semanal; primero, por el diminuto “Mahón”, pintado su casco de negro, como una cucaracha; luego, por alguna de las más modernas motonaves, como la “Ciudad de Barcelona”, de mayor calado y pintadas ya de blanco, que atracaban ante un viejo edificio llamado La Aduana, donde todo viajero debía abrir su equipaje ante el Vista y los carabineros, como si llegaran a una isla extranjera. Con Mallorca, había un enlace desde Ciudadela a Alcudia, ya no recuerdo si también semanal, o quincenal. Con Ibiza no teníamos relación alguna, como tampoco con el resto de la península. El aeropuerto, empezado durante la guerra civil, estaba sin terminar, y sin saber cuando se reanudarían las obras. Durante la guerra un hidroavión francés, un viejo Dornier, semanalmente hacía escala en el bonito y recoleto puerto de Fornells, más que nada para repostar gasolina en su viaje entre Marsella y Orán, entonces colonia francesa. (En Fornells nació el eximio poeta Gumersindo Riera, añorado amigo).
Se comprende fácilmente que aquel pequeño grupo de niños, precozmente madurados durante los tres años de insania colectiva, de guerra civil entre hermanos, de hambre, de miseria y de odio, aislados casi totalmente del mundo exterior, con dificilísima comunicación con el resto de los ciudadanos, oyéndonos hablar a nosotros mismos de un modo distinto del que escuchábamos de labios de los escasos visitantes que a “sa illeta” llegaban, pudiéramos llegar a infectarnos de un incipiente “nacionalismo”, declarándonos, en nuestro fuero interno, como independientes de toda España, incluidas el resto de las islas del archipiélago balear, de tan extraño acento y pronunciación para nosotros. Tan nacionalista llegué a sentirme que cuando íbamos a venir a la península, decía a mis amigos que nos íbamos a España; y cuando ya estaba en ella, en la Salamanca materna, la de las altas torres doradas, afirmaba neciamente, a mis nuevas amistades salmantinas, que había venido desde Menorca a España. Dios me haya perdonado.
No hace muchos meses recordaba yo mi “nacionalitis” en una poesía titulada “Viejos recuerdos menorquines”, publicada en este mismo Es Diari, el día 16-11-08, Nº 741, uno de cuyos párrafos decía así:

« Tan orgulloso estaba de mi isla que quise
que fuere independiente del resto de las islas,
y también, por supuesto, hasta del mundo entero:
La Isla de Menorca, Estado independiente,
lugar paradisíaco, sin robos y sin muertes,
donde todos podían dormir sin sobresaltos,
sin cuidar que su puerta “es quedasi tancada”,
sin vecinos en paro, sin pobres en sus calles,
donde todos vivían como buenos hermanos,
“travallant en silenci”, sin grandes apetencias,
contentos con su suerte, esperando con ansia
“qu’arrivasi s’estiu” para ir a bañarnos
a las viejas casetas, las del muelle del gas,
o ir a Cala Ratas, o llegarnos, andando,
“fins es Repòs del Rei, més enllá des Fonduc”,
o a las feraces huertas, las de San Juan, cercanas.»

Felizmente aquel ataque de “nacionalitis aguda” fue tan intenso como de breve duración. Tal vez influyera en ello que fue tan puro como suelen serlo todas las cosas infantiles, empezando por el amor y siguiendo con todos los demás sentimientos, libres todos ellos de intereses bastardos. Nos sentíamos independientes, mejor dicho diferentes, pero no soñábamos explotar nuestro sentimiento hasta el punto de hacer de él una manera de vivir, buscando o llegando a ocupar un cargo público, naturalmente retribuido.
Tal vez la sanación de mi “nacionalitis” pudo deberse al hecho de haber empezado a viajar, al salir de “sa illeta” y venir a Salamanca, de haber empezado a leer los muchos libros de la biblioteca de la casa de mis abuelos. Ya sabemos que don Miguel de Unamuno -que en Salamanca constituyó una trinidad de amigos con mi abuelo Ulpiano y con el doctor Villalobos-, era de los que creían que la “nacionalitis” se curaba viajando por otras tierras y leyendo, adquiriendo nuevas y más amplias experiencias, apartándose del campanario aldeano, huyendo de nuestro primitivo y limitado entorno natal. Menorca no fue mi tierra natal, ciertamente, pero en ella aprendí a hablar, conjuntamente, sin darme cuenta ni suponerme esfuerzo alguno, el castellano familiar y el menorquín de las personas –principalmente de los amigos- con los que convivía habitualmente, en la calle y en el colegio. En Menorca nacieron dos de mis hermanas, y en ella tengo un hermano enterrado. En la cripta familiar del doctor Roca, compañero y amigo de mi padre.

En una de mis posteriores singladuras peninsulares vine a caer en mi Extremadura natal, entonces casi tan olvidada y desconocida como Menorca. Un tren la cruzaba de norte a sur, paralelo a la Ruta de la Plata, y por sus estrechas carreteras apenas circulaban vehículos. Ya era un jovenzuelo, a punto de entrar en el Ejército, y volví a sufrir otro ataque de “nacionalitis”, soñando con lograr el engrandecimiento de aquellas dos vastas y olvidadas provincias fronterizas, y buscando la forma de reorganizar sus divisiones administrativas con la creación de una tercera provincia. Los dos ríos, Guadiana y Tajo, servían a mis proyectos, también compartidos con un pequeño grupo de amigos. Proponíamos una Extremadura Sur, la comprendida al sur del Guadiana, con capital en Badajoz; la Extremadura Centro, enmarcada entre el Guadiana y el Tajo, con capitalidad en Cáceres; y la Extremadura Norte, con capital en Plasencia, que abarcaría todas las tierras situadas al norte del río Tajo. No es necesario resaltar que era un ataque de “nacionalitis” bastante lógico, una idea, concebida sin ánimo de retribución alguna, solamente por considerarla más racional y por contribuir ella a dar mayor importancia a esa Extremadura Norte, donde estaba enclavado mi pueblo natal, Cañaveral, aunque no mis raíces, pues castellanos viejos eran mis padres. Tuve que salir de Extremadura, tuve que viajar, y también me curé de aquella segunda “nacionalitis” que me había asaltado a los veinte años.

Como observarán mis amables y condescendientes lectores, en estas líneas no ha salido por parte alguna mi amigo Polidoro Recuenco. No es olvido, no, ni ingratitud. Él apareció más tarde en mi vida, casi cincuentones ambos, con más desengaños encima que ilusiones nacionalistas, tal vez por el hecho de no haber vivido - ninguno de los dos-, de explotar nuestros respectivos pensamientos y sentimientos, sino del fruto de nuestros respectivos y a veces duros trabajos.
Lo que sí me hace notar Polidoro, después de leer lo que llevo escrito, es lo interesante que sería saber cuantos políticos quedarían, cuanto exaltado nacionalista seguiría en su diferenciador empeño, si el mantenimiento de esa tarea no fuere retribuida, si, para vivir, además de eso, de su afán, hubieren de trabajar, tal como tiene que hacer el pueblo llano. Las divisiones administrativas de una nación no responden a otra cosa que a conseguir un mejor rendimiento de la gestión gubernamental común. Todo lo que sea darles otro significado, es buscarle tres pies al gato. Si se tiende a una Europa común, una Europa de las naciones, ¿cómo renunciar a presentarse en su seno como una gran nación, con peso específico propio y suficiente –tamaño, población y poder económico- para dejarse oír entre ellas de igual a igual? ¿Para qué disgregarse, cuando de todos es sabido que la unión hace la fuerza? Lo único que aporta la disgregación, sabido es, es la multiplicación de cargos políticos retribuidos, soberbiamente bien retribuidos. De ahí viene, creo yo, esa epidemia de “nacionalitis” que nos avasalla, cuyos representantes, salvando las contadas y honrosas excepciones, pretenden hacer de su enfermedad su cómodo medio de vida.
Vuelvo a insistir, como siempre hago, en que no existe ánimo de ofensa en cuanto digo, y si alguien se siente ofendido no tengo inconveniente en ofrecerle mis disculpas y hasta pedirle perdón. A los ochenta y tres años, lo menos que se le puede permitir a uno es pensar en voz alta, en la seguridad de que su pensamiento no esconde ocultos intereses, sobre todo económicos, ni ánimos ofensivos. Ya no está uno para eso.
De todas maneras, como fiel expresión de mi manera de pensar, traigo aquí, como colofón, lo que en su día (25-5-1993), escribí respecto a esto, y que dice así:

POR MUCHO QUE LO PIENSE... (273)

Por mucho que lo piense,
-te lo digo-,
no sé de dónde soy.

He vivido
en tan varios lugares
que no atino
a decir si me siento
de este sitio,
o, si por el contrario,
de distinto.

Mi corazón se ha roto
y dividido
en un peregrinaje
por caminos
sin meta definida
ni principio ,
en los que fui dejando
-a trocitos-
ilusiones y sueños
y cariños...,
y hoy ya me es imposible
el deciros
si me siento extremeño,
-por nativo-,
menorquín, -por crianza-,
salmantino,
-mis raíces maternas-,
o deciros
que soy un abulense
adoptivo,
con veintisiete años
de vecino
y de contribuyente
sometido.
Mi corazón lo tengo
repartido
a lo largo y lo ancho
del camino,
y sólo decir puedo
a mis amigos
que soy de cuantas tierras
he vivido.


(De mi Libro: “Itinerario sentimental.- III. Canciones abulenses”)
(Publicado en www.esdiari.com Nº 613/04-06-06
y en www.avilared.com del 28-06-06)

Os voy a confiar un secreto, estimados amigos lectores: ¡Sigo soñando con Menorca! ¡Cada día más!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 23 Abril 2009

(Publicado en www.esdiari.com el 4-05-09)

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