miércoles, 15 de abril de 2009

9/9 - DE LOS VANOS COMPLEMENTOS CIRCUNSTANCIALES

8-9

De los vanos complementos circunstanciales


Son como niños, sí, como niños; pero mal criados, claro está. Llenos de caprichos y antojos, engreídos, fatuos, satisfechos de si mismos, convencidos de ser los más guapos y los más listos de la clase, iba a decir que convencidos de ser los elegidos por Dios para gobernar el mundo, pero no lo digo, pues tal vez se confiesen ateos, y pudiera darse el caso de que incluso afirmaren que su ateismo lo era por la gracia de Dios, y en tal caso, eso de la dirección del mundo, quedaría en serlo por méritos propios, incluso, algunas veces, por lo que saben en virtud de ciencia infusa.
Mi amigo Polidoro, aunque fue del honroso Cuerpo de Telégrafos, hoy ya jubilado y dado a la garrafina en sus ratos de ocio, también tiene sus lecturas y es amigo de observar la conducta del prójimo y sacar después sus propias –y muchas veces acertadas- conclusiones, que luego, en nuestros largos paseos, me va confiando, si vienen al caso. Que casi siempre vienen.
Hablando del derroche de ciertas personas públicas, que tiran el dinero en vanas ostentaciones, en superfluos gastos suntuarios, en desorbitados muebles de despacho por un lado, vehículos de lujo por otro, fiestas por el de más allá, viajes al extranjero sin causa justificada, cacerías mayores de asistencia restringida, etc., etc., todo con cargo al sufrido contribuyente, sostiene Polidoro la teoría de que todo ello es fruto de un revanchismo incontrolado, cuando no de un snobismo manifiesto. Y ya sabemos todos lo que significa snob, no es necesario insistir en ello. Ninguno podemos elegir nuestra cuna, es cierto, pero unos se conforman con ella y, sin renegar de sus orígenes, tratan de superarse, sin hacer ridículas ostentaciones; otros, en cambio, reniegan de la misma, de la cuna, aunque jamás se superan –por lo menos en cuanto a conducta-, y muestran la oreja con vanos e improcedentes alardes. Con dineros públicos, eso sí.
Estos días atrás han causado estruendoso revuelo ciertas cacerías llevadas a cabo por ciertas distinguidas autoridades en finca privada y hasta en otra del Patrimonio Nacional, como también lo causaron –el mismo o parecido asombro-, lujosos muebles y vehículos de otros, políticos ellos, no hace tanto tiempo.
A este respecto, siempre recuerdo lo de aquel zagal extremeño, de Torrejoncillo él, anécdota que contaba mi suegra. Es el caso que aquel mozo se pavoneaba ante el espejo, mirándose y remirándose, mientras exclamaba satisfecho: “¿Pero qué te falta a ti, Julián? Eres alto, eres guapo, eres listo, eres rico, eres simpático. Pero ¿qué te falta a ti?” Y dio la casualidad que cruzaba por el pasillo su abuela, y estando abierta la puerta, alcanzó a verle y oírle, sobre todo oírle. Se asomó la abuela y le dijo: “Prudencia, hijo, prudencia. Eso es lo que te falta a ti”.
A más de uno le haría falta tener una abuela como aquélla prudente extremeña, para que le hiciere esa advertencia de vez en cuando, cuanto más frecuentemente mejor, ello es evidente.
A falta de abuela, bastaría con que uno de los inevitables, plurales e inseparables escoltas de esas dignas autoridades, al estilo de lo que sucedía en Roma, le recordara aquello de “No olvides que eres un hombre”, tal vez por también darse en aquellos tiempos el caso de haber más de uno que se creyese y sintiese Dios, con lo que se prueba que el hombre no ha evolucionado mucho, por lo menos en lo tocante a la soberbia de sus dirigentes.
El hombre, como igualmente la mujer, verdaderamente importantes, si es que alguien puede llegar a serlo, no necesitan de “complementos circunstanciales” para hacernos ver su importancia. El uso de los mismos, de esos añadidos, de esas vanas pompas, de esas plumíferas y huecas aureolas con las que se adornan, tal vez lo sea –el desmedido uso- por necesidad propia, para superar los interesados sus íntimos complejos de inferioridad.

¿Te acuerdas, José María –me dice Polidoro-, de aquello que se contaba de la excelsa actriz francesa Sarah Bernhardt, a quien, en los ensayos, reprendió el director de escena, diciéndole que no se moviese tanto por el escenario, que procurase estar siempre en el centro del mismo, y a lo que ella le contestó: “Sepa usted que cualquiera que sea el sitio donde yo me coloque, ese será siempre el centro del escenario”. No se cuenta, ni se sabe, la cara que se le quedó al citado director al oír esa acertada respuesta. Claro está que sólo la sublime Sarah podía darla.

Me acuerdo, Polidoro, de la misma, que ya me la contaste en otra ocasión. Como también recuerdo al señor Justino, un banquero, dueño absoluto de una pequeña banca privada, acreditada –él y ella- en una dilatada región, sin más empleados que él y un contable, compartiendo ambos la misma oficina. Cuando llegaba algún cliente, buscando realizar alguna operación de cierta importancia cuya cuantía excedía del ámbito de disposición del contable -generalmente la concesión de un crédito-, invitaba el señor Justino al solicitante a pasar a “su despacho”, para tratar privadamente el asunto. El tal despacho era una pequeña habitación interior, sin más muebles que dos cajones de madera, de los destinados a transportar botellas, colocados del revés sobre el santo suelo. El señor Justino tomaba asiento en uno de ellos, y el cliente en el restante, uno frente al otro. A nadie extrañaba ese insólito trato y recibimiento, por otra parte sobradamente conocido de todos en aquella comarca. Allí, mano a mano, se formalizaba la operación, de la que luego, saliendo de ese original “despacho”, se daba conocimiento al contable para que éste rellenare por duplicado el impreso correspondiente y fuere firmado por ambas partes. La fama del señor Justino se consolidaba y su fortuna acrecía, sin necesidad de vanas ostentaciones ni de costosas publicidades. Tuve ocasión de comer con el señor Justino en varias ocasiones, en la misma mesa del hotel donde me alojaba cuando iba a ver a mi novia, coincidiendo con algunos días en que, por haberse ido de viaje su familia, él se quedaba solo y comía en el hotel, sin importarle compartir mesa, conmigo o con cualquier otro. Era hombre de agradable trato, sencillo, enemigo de jactancias y lujos superfluos, buen hablador, incluso capaz de emitir juiciosas opiniones sobre crítica literaria y artística, previa afirmación de su ignorancia en ambas materias. En fin, un hombre encantador, al que no se le veía por ninguna parte, ni adivinaba, la enorme fortuna que tenía.
Cuando oigo hablar de despachos suntuarios, pagados con caudales públicos, me acuerdo siempre de aquel señor Justino que conocí y traté hace mil años, que se conformaba con una oficina y un despacho anejo, éste con dos cajones de madera como asiento. Convencido estoy de qué aquel hombre no hubiera llegado jamás a ministro. No necesitaba serlo, Ministro. El señor Justino, lo puedo asegurar, no tenía complejo ninguno de inferioridad, ni estando comiendo conmigo, ni estando sentado en uno de los sillones, digo cajones, de su “despacho”, en animada charla con cualquiera de sus visitantes. ¡Era, fue, todo un señor! Donde él estaba, allí se centraba la atención de los presentes, era el centro de la escena.
No tan egocéntrico como la actriz Sarah Bernhardt, pero convencido de que seguía siendo el mismo cualquiera fuere el lugar en que se sentare, ya que la importancia de las personas no la da el cargo, aunque algunos lo crean así, sino lo que cada uno lleva dentro de sí, la buena fama adquirida en una vida de esfuerzos y consiguientes triunfos, en una relación de buenas obras, de palabras cumplidas, no en una vana enumeración de títulos, o, como sucede a veces, en la exhibición de un carné. De uno u otro color, da lo mismo.
Quítale éste, el carné, a más de uno, o de una, y ya me dirás en qué se queda su importancia, a qué queda reducido su currículum: En poco menos que nada.
Mucho habría que hablar sobre esto de los complejos, como también de los acomplejados, de los ególatras y de los soberbios, de los iluminados, de los que se creen escogidos, de los Mesías de ocasión –mala, por supuesto-, de los insaciables, pero es preferible dejarlo para otro rato, pues sería alargarse mucho, amen de suponer abusar de los amables lectores. Hasta mañana, pues.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 25 Marzo 2009

Inciso p/s.: ¿Recuerdan ustedes lo que contaba en mi comentario “Ahorros seguros”, publicado en Es Diari el pasado 16-3-9? Pues bien, no andaba descaminado mi informante acerca del sueldo (setenta millones de pesetas anuales) del Presidente de aquella Caja de Ahorros. En El Mundo, de Castilla y León, del 27-3-9, pág. 9, se dice que el vicepresidente segundo del Senado y ex presidente de la Junta de Castilla y León, Juan José Lucas, refiriéndose al presidente que yo decía, califica de intolerable que un presidente de una entidad financiera que «cobra 70 millones de pesetas, no quiera hacer nada para fortalecer al sistema financiero de la Comunidad al no apoyar lo suficiente el proceso de integración de las Cajas promovido por la Junta».
Transcribo la noticia para tranquilizar mi conciencia. No mentí, ni me mintieron tampoco. Lo que me dijo aquel empleado amigo es verdad. El ex presidente de la Junta de Castilla y León así lo atestigua. ¿Pueden permitirse esos sueldos en una España democrática, y además en crisis? Ahora se explica uno que a los impositores, la mayoría modestos ahorradores, se nos niegue un interés semi-decente a nuestras cuentas, y que las Cajas estén en apuros económicos. ¡Con esos sueldos…! ¿Cómo no van a estarlo?

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 28 Marzo 2009



Public. en www.esdiari.com del 6-04-09

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