miércoles, 15 de abril de 2009

12/9 - EL G-20, LA PANACEA DE NUESTROS MALES

12-9

La panacea de nuestros males: El G-20

Se han reunido en Londres los jerifaltes del G-20, con el apéndice de los que, sin pertenecer al grupo de los elegidos –los 20-, tienen el privilegio de ser invitados a la fiesta, no sé si con voz, pero creo que sin voto. Creo que quieren salvarnos de la ruina que a todos –menos a ellos, claro está-, nos amenaza, sacarnos de la crisis que nos invade y ahoga, a unos más deprisa y cruelmente que a otros.
No sé si lo conseguirán, por muy buena voluntad que tengan y pongan en ello, cosa que no dudo. Pero entiendo que es como ponerse a ejercer la medicina sin ser médico, ni haber estado enfermo jamás –Dios me perdone-. Ponerse a hablar de crisis sin haberla padecido, sin sufrir sus angustias, podrá resultar muy académico, pero poco práctico. Ciertas desgracias, para conocerlas a fondo, y por lo tanto intentar darles solución, hay que haberlas vivido antes, y sufrido en la propia carne.
Además de que, por mucho poder que tengan ellos, el G-20 en pleno y sus invitados, han de chocar en su empeño con un poder, soterrado quizá, pero mucho mayor: El del dinero, el del sistema capitalista, con tentáculos suficientes para defenderse de cualquier ataque exterior, de cualquier intento de regulación y sobre todo de cualquier asomo de control externo. El poder del dinero es de tal entidad y calibre que no se encuentran calificativos suficientemente superlativos para describirlo. Y de ello es suficiente prueba el hecho de que gran parte de los que ya son poseedores de enormes sumas, ceden y se doblegan, abjuran de las que dicen sus convicciones, bordean el Código Penal incluso o meten las patas en él, cuando de incrementar las mismas –sus grandes sumas- se trata.
Gran parte de la culpa de esa avaricia la tiene el confusionismo general que existe a la hora de interpretar y usar la palabra dignidad. Casi todo el mundo quiere ganar más dinero para poder vivir con mayor dignidad. Eso dicen. Es frase de uso común, queja acostumbrada esa de “con lo que gano, ¿cómo voy a poder vivir con dignidad?”, viniendo con ello a confundir dignidad con holgura, boato, u ostentación. La dignidad no la da el dinero; es una cualidad que emana de las personas, digamos que a modo de invisible aureola, como fruto o consecuencia de una recta manera de vivir, siempre derivada de una también recta manera de pensar. Un poco confusa es la definición que de dignidad –y de digno- nos da el Diccionario de la RAE. Decir que es “gravedad y decoro de las personas en su modo de comportarse”, es poco menos que decir nada. Se puede tener gravedad y no tener decoro, como al revés. Todo prosopopéyico personaje muestra sobrada gravedad en sus públicas apariciones, ante quienes se digna mostrarse, y sin embargo pudiera pecar de indigno. Como más de uno puede vivir con muestras externas de suntuoso decoro –no de gravedad- y pasarle lo mismo. Tal vez de ese confusionismo, que ni la misma RAE es capaz de salvar en sus imprecisas definiciones, venga a ser creencia, poco menos que general, lo de que a mayor riqueza mayor dignidad. ¿Y quién no quiere ser digno en ese caso?
Hoy y siempre, digan lo que digan eminentes economistas y poderosos jefes de estado, el mayor poder no está en la ley, sino en el oro, en el dinero. Ya lo decía Quevedo, que “Poderoso caballero es don dinero”, axioma como la copa de un pino, de un pino grande, claro, muy grande, enorme. Precisamente estos días se están aireando casos diversos de presuntas claudicaciones de poderosas personas, que no tuvieron escrúpulos ante un rápido y fácil mayor enriquecimiento, sujetos que presuntamente no dudaron entre elegir dignidad o riqueza. Se afirma por algunos que hasta a un padre se le perdonan las indignidades si, a cambio, la herencia que deja es buena. El brillo del oro, la magnitud de la cifras reveladoras del capital heredado, la tranquilidad –y satisfacción- que produce, enceguecen a los herederos. Ya decía aquel emperador romano que “pecunia non olet”. No importa de donde venga el dinero.
Me contaba mi padre, médico en aquel Mahón de finales de los años veinte y completa década de los treinta, la historia de un cliente suyo, capitán de la marina mercante. Había capitaneado uno de los barcos de un rico naviero, que entregaba a sus capitanes una hoja de ruta, en sobre cerrado, que éstos no podían abrir hasta después de equis horas de haber zarpado de puerto. Sucedía eso durante la primera guerra mundial. Zarpó ese capitán y abrió, ya en altamar, el sobre con la ruta a seguir y destino al que dirigirse. Como en esa misma ruta habían sido torpedeados y hundidos varios barcos, optó por cambiar la que se le había señalado, logrando llegar a destino y retornar luego a su puerto de origen. Gozoso por haber salido con bien del empeño, salvando tripulación y carga, se presentó en la oficina del dicho naviero, donde, en vez de recibir la felicitación que esperaba, se le entregó la carta de despido. Preguntando por el motivo de éste, se le contestó que las hojas de ruta estaban para seguirlas, sin variación alguna, que no podía quebrantarse el principio de autoridad.
Tiempo después oyó decir que, presuntamente, aquel naviero vendía la carga –generalmente armas- a una de las partes en guerra; a la otra parte vendía un duplicado de la hoja de ruta a seguir por el buque que las transportaría; e incluso, le dijeron, cobraba de la compañía aseguradora el buque hundido y la carga perdida, previamente asegurados. Todo eran ganancias.
Aquel naviero era el hombre más rico de por entonces, pero ¿era el más digno? Parece ésta una historia inverosímil, verdaderamente. Si la creo es por haberla oído de labios de mi padre, además de por haber conocido a aquel capitán mercante, que sufrió en sus carnes –con el riesgo de verse torpedeado primero, y después con su despido-, la desmedida avaricia de su patrón.
Pero dejemos a un lado avaricias e indignidades –muy humanas, por otra parte, como dice Polidoro-, y volvamos a los hombres del G-20, que, en principio, parecen haberse puesto de acuerdo, aunque sea sobre mínimos, para que, los contribuyentes todos, aportemos a un Fondo Monetario Internacional 800.000 millones de euros, una friolera, para tratar de arreglar los estropicios que, por inepcia, cuando no por malicia, otros han causado en diversas empresas, entidades de crédito, etc., etc., a ellos confiadas, poniendo en grave peligro los capitales de las mismas, y por ende su supervivencia.
No sé si será válida esa opción política, esa elegida fórmula de inyectar a las empresas en riesgo de quiebra dinero público, pero desde luego no es ejemplarizante tal forma de auxilio. La destitución fulminante de esos directivos y la exigencia de responsabilidades, civiles –caso de inepcia-, o penales –en caso de malicia-, debiera ser el primer paso a dar, previo a la inyección económica en ellas del dinero recaudado por el Estado con nuestros impuestos. Eso, y la obligada devolución, por esos mismos directivos, a la empresa dañada, a cada una de ellas, de los haberes que, por diversos conceptos, hubiesen percibido durante los últimos diez años de su equivocada, cuando no torticera, gestión. Inyectarles dinero público equivale a premiar lo mal hecho, además de qué, agotando el Tesoro, con esos auxilios, viene a trasladarse la ruina ajena al conjunto de los contribuyentes, como resulta obvio. No es eficaz, ni tampoco es justo. ¿Por qué tengo que dar mis impuestos –la parte que me toque- a quién no supo administrar los ahorros a él confiados?
Tal vez pueda equivocarme en mis apreciaciones, no tendría nada de particular. Por eso creo prudente, para cerrar este comentario y en mi ayuda, traer aquí lo que pensaba Thomas Jefferson en 1802, siendo presidente de los Estados Unidos de América, acerca de la banca en general. Decía así: «Pienso que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda … privarán a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación, enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo, sobre la tierra que sus padres conquistaron». Un poco exagerado parece el señor Jefferson, ¿no?, pero quizá tampoco mucho.
Vamos a ver en qué queda todo esto y pidamos a Dios que ilumine las decisiones de los componentes del G-20 –y de sus invitados-, sino dotándoles de inteligencia, por lo menos de sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia, preferentemente la distributiva. La de más ardua consecución.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 8 Abril 2009


(Publ. en www.esdiari.com del 14-04-09)

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