jueves, 18 de febrero de 2010

LOS OBLIGADOS CONDICIONANTES - 1/10

Los obligados condicionantes (1/10)


La edad y la fecha, es decir los años que se tienen y el momento que se vive, son determinantes en el pensamiento de cada quisque, por muy independiente e inmune a los factores externos que uno se crea. No sé cual de las dos, la edad o la fecha, opera con mayor fuerza sobre el sujeto pensante, pero es lo cierto que éste ve condicionado su razonamiento, y por ende sus conclusiones, y, si puede, su modo de vida, por ambos factores. Aquella rebeldía de mis años mozos, nacida de la autosuficiencia y de la plenitud de fuerzas de entonces, ha ido amortiguándose primero, para desaparecer por completo después, a medida que se adentraba uno en el incierto camino de la vida. La obligada dependencia ajena –al fin y a la postre nadie es completamente independiente-, y sobre todo la nacida como consecuencia de la formación de una familia, con sus obligaciones y responsabilidades, modifica el carácter obligadamente, a poco sentido común que uno tenga. Al comenzar esa modificación se alcanza la mayoría de edad, independientemente de lo que digan las normas legales, variables éstas con los gobiernos. Sin sentido de la responsabilidad no cabe alcanzar la mayoría de edad, lo diga quien lo diga.
Con los años, se pierde –entre otras cosas- agudeza visual, es cierto, pero se gana en perspectiva, quizá por el alejamiento de todo lo que te rodea, sentimiento éste –el alejamiento-, que te va arrebatando día a día, mejor diría de año en año, conduciéndote al desprendimiento de cuanto, de orden material, te rodea; te haces mayor y en consecuencia, por comparación, disminuye el tamaño de los problemas y aconteceres que te asaltan día a día, como también el tamaño o importancia de las personas que ves, como igualmente disminuye la de muchas de las cosas –y personas, no lo olvidemos- que antes parecían esenciales, grandes, enormes, trascendentales. En realidad, hay muy pocas cosas y personas importantes, por mucho que más de uno y de dos quieran engallarse y constituirse en ejes del mundo. Con los años te convences de la poquedad de los humanos, demostrada de continuo con sus comportamientos, generalmente poco dignos de imitación, salvo las obligadas y loables excepciones.
Pero eso es lo que hay; con esos mimbres se hacen estos cestos. Al final, el cargar con ellos, con los cestos, se hace tan habitual que nos hace casi olvidar de su existencia. Y hasta de su calidad, lo que es peor.

Las fechas redondas, es decir las señaladas en el calendario por una u otra causa, tienen de malo que nos inducen a pensar más detenidamente de lo que habitualmente lo hacemos. Más de uno y de dos de nuestros semejantes nos recuerdan esto e instan a que desechemos de nuestras meditaciones el pesimismo, pero cuando concurren en uno la edad y el momento en que se vive, coincididamente ambos poco envidiables, resulta que se hace muy cuesta arriba mostrarse optimistas. ¿Qué más quisiera uno?
Y conste que lo del pesimismo no es por vocación, que si lo fuese no habría uno llegado hasta aquí, no. Ni se nace pesimista –pienso yo-, salvo casos patológicos, ni creo que haya nadie que se sienta especialmente llamado a serlo. El pesimismo te asalta, muy a pesar tuyo, cuando la experiencia te enseña que ciertas conductas -malas, por cierto-, son irreversibles. Cuando te ves obligado a vivir sumergido en una sociedad, que pudiendo ser ideal, no pasa de ser de una mediocridad aplastante y descorazonadora. Por qué, ¡cuidado que podría ser hermosa la vida a poco que modificáramos nuestra conducta! Nos bastaría renunciar a lo que realmente nos sobra, que ni utilizamos, ni podremos llevárnoslo con nosotros. Menos riqueza y seguramente también menos poder, y este mundo sería un paraíso.

Esta mañana, ahora mismo, cuando reanudo la escritura, ya he escuchado el Concierto de Primero de Año, transmitido desde Viena y dirigido hogaño por el octogenario George Prêtre, como vengo haciendo desde hace algunos años con los dirigidos por otros grandes Maestros. Esa audición –y también visión-, se ha convertido en un rito obligado. De los sentimientos que me inspira ese noble espectáculo suelo escribir cada año, por lo que no me voy a repetir. No quiero incurrir en ese defecto –el de la reiteración incontrolada-, que denota vejez, cuando no chochez, pero no puedo sustraerme a repetir una vez más el principal sentimiento que suscita en mí el esperado concierto: Un solo hombre y unas acertadas leyes, es decir un solo director y unas escogidas y selectas partituras, son capaces de aunar las dispersas voluntades de un centenar de hombres, cada uno con su particular instrumento, trabajando todos para lograr un único fin: ¡Hacer una buena música! ¿Se imaginan ustedes esa orquesta dirigida simultáneamente por diecisiete directores, siguiendo cada componente de ella distinta partitura? Pues eso.

Decía Kart Jaspers, brillante filósofo, que “La finitud de nuestra existencia es –o debiera ser- moralizante”. Y cuánta razón tenía aquel sensato hombre. A medida que transcurre el tiempo, a medida que esa finitud se va notando más próxima, cuando el desprendimiento de que hablaba antes se va apoderando de uno, se reflexiona sobre esas verdades morales, que tuvimos quizás un poco olvidadas en años pasados, pero que al final se imponen como incontrovertibles. Ahora hablo por experiencia, y puedo asegurar que es en la vejez cuando se tiene clara visión de lo que significa la palabra “amor”, sentimiento que algunos dejan para ejercido en años de mocedad. Y no es así. En esos años de juventud el amor y los amores pueden confundirse; queda mucho tiempo por delante para amar y ser amado.
Al llegar a cierta edad –no quiero precisar cuanta-, el ámbito del primitivo amor queda más reducido, pero lo que se pierde en cantidad –de tiempo para ejercerlo y de número de personas en las que volcarlo-, hace que ese amor se intensifique, incluso que llegue a ser tan intenso que hasta duela. De ahí que cada día se agradezcan más las muestras de amor, incluso las simples atenciones, que vamos recibiendo día a día de nuestras familias y mucho más de quienes no pertenecen a ellas. Recibir una llamada o un corto correo de un amigo, no digo de casi un desconocido, puede suponer un día alegre y esperanzado en nosotros, o, por el contrario, el no recibirlo, hundirnos en la tristeza.

Ya sé que son opiniones personales y subjetivas, pero contrastadas con otras, viene uno a concluir que son válidas para la mayoría de los mortales. Como muchas otras que uno tiene o que a uno le asaltan en el transcurso de la vida, que cree que son brillantes ideas personales y resulta que otras muchas personas las tuvieron antes.

Hablaba yo el otro día con un amigo, haciéndole notar ese ambiente de sorda guerra mundial que parece vivirse, donde no hay nación en la que no se prodiguen tiros -entre los nativos solos o con la intervención de extraños-, y le recordaba yo aquel dicho latino de “Si vis pacem, para bellun”, que parece haber sido desde tiempos inmemoriales el imperante -aunque no el operante-, proponiéndole su sustitución por el más prudente principio de ”Si vis pacem, para puerum”, malparido en alguno de mis momentos reflexivos, en los que consideré que el primitivo “Si quieres la paz, prepara la guerra”, debía ser transformado en el de “Si quieres la paz, prepara (educa) a los niños”, pues a la postre el mundo no será otra cosa, dentro de unos años, que lo que ellos quieran. Bueno, pues a lo que iba: Cuento esto porque ese amigo, con el que hablaba, me vino a decir que eso mismo pensaba él desde hacía algún tiempo, con lo que vino a demostrárseme que las opiniones subjetivas suelen ser compartidas por otros, deviniendo válidas a la postre, aunque luego no sean seguidas por los gerifaltes que nos gobiernan.

Quiero aprovechar estas fechas para felicitar a ustedes, amables lectores de Es Diari menorquín, y desearles salud, que es el mejor de los bienes. ¡Quién pudiera retornar atrás y verse de nuevo correteando por aquel Paseo de La Miranda, asomado sobre el puerto de Mahón! Felicidades, de todo corazón, les deseo a todos.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 1º de Enero de 2.010

(Publ. en www.esdiari.com del 4-1-10)

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